jueves, junio 24, 2010

Elucubraciones de orden sociológico respecto a la performance europea en el Mundial de Sudáfrica 2010 (día 15)

Es curioso pensar en las primeras experiencias mundialistas (uno siempre las tiene, aunque se esté más cerca a ser ornitólogo que futbolista). Para mí, estas se remontan a 1986, cuando tenía cinco años. A pesar de las inundaciones, mi memoria está bastante intacta y, es extraño y vertiginoso, creo que va en franca mejora. En ese entonces, el “Mundial” me parecía un evento de alta carga bélica, una epopeya y, sobre todo, un hecho de carácter a-histórico: como niño – es hermoso como los niños tienen que usar toda la fuerza de su imaginación para asimilar todas las “verdades” de los adultos – creía que los países siempre habían estado ahí, que había una suerte de ley natural que determinaba, de antemano, dónde estaba tal país y por qué. Incluso, eso se ilustra al ver la cartografía infantil, estaba convencido de que las fronteras estaban ahí, siempre, antes de que el ser humano pusiera mano sobre el asunto. Ahora: qué carajo era una frontera, eso no lo sabía y no lo sé hasta ahora. Todo era misterioso: aparecían países extraños como Dinamarca o Corea del Sur, aparecía Escocia y Argelia. La imagen de un Mundo se empezaba a dibujar en una mente virgen pero ávida y despierta como es la mente de un mocoso de cinco años. En ese concurso de nombres, datos, imágenes, el campeonato mundial de fútbol era algo que siempre había existido, estaba implicado en la relación pre-establecida entre territorios llamados países, el campeonato mundial me precedía como individuo y era tan antiguo como el mundo y sus subdivisiones.

Con el pasar de los años, al ver que esas preguntas fundamentales sobre el origen de los países no encontraban una respuesta positiva, decidí creer que esas sólidas fortalezas estatales no habían estado ahí siempre sino que, como cualquier juego, eran un invento que, para ser operativo, tenía que ser asimilado como realidad. El mundial, para la decepción del chango de cinco años, era más condicionado aún a la historia que la existencia misma de los países. Pues es así: la institución, cualquiera que sea, es una artificialidad que funge de realidad preestablecida para ejercer su función de ordenadora social. Es como el lenguaje, nadie a estas alturas del castellano va a decir: no quiero decirle “mesa” a esa tabla sujeta por cuatro patas, para mí se llama “patrunka”. Los fonemas “mesa” como “patrunka” son igualmente ajenos a la tabla mencionada. Sólo que aceptamos uno como representante oficial de la cosa y al otro no.

El Estado Nacional, como lo conocemos, no es tan antiguo y, como Marx había previsto, tiende a su propio aniquilamiento. En lo que se equivocó Carlitos es en que no era el advenimiento de una sociedad comunista la que sucedería al Estado Nacional (pantalla ideológica de un capitalismo pujante) sino que sería la hipertrofia de los principios capitalistas mundializados los que harían que poco a poco, ese instrumento institucional se haga víctima de caducidad.

Como a toda institución, al Estado Nacional, no le bastan los edificios, los policías y las macanas para ser aceptado por sus sujetos sino que requiere toda una maquinaria simbólica de interiorización para llegar a ello. El siglo XX es, por excelencia, el siglo de los Estados Nacionales: las guerras, el comercio internacional, las Olimpiadas, los Mundiales, la ciencia geopolítica… las guerras (¿ya lo puse?) y las guerras y tantas otras experiencias de intercambio (en el sentido simmeliano) se han basado exclusivamente en la premisa ideológica de la trascendencia ontológica del Estado-Nación (que funciona sociológicamente como una divinidad). Las identidades que han emanado de esta maquinaria fueron, durante el siglo XX, totalmente sólidas e implacables; como dice el mayor axioma de la sociología: lo que los hombres creen real, es real en sus consecuencias.

Así aparecieron los italianos, los bolivianos, los mexicanos, los pakistaníes, etc. Millones de millones de personas murieron por esas instituciones y, lo que es más impresionante, consideraron que era justo morir por esas instituciones, hasta consolidar lo que hoy por hoy hace que un francés sea un francés y un chileno un chileno. Sin embargo como bien vio Marx, dado que el Estado Nacional respondía a un estado en el desarrollo del capitalismo, está llegando el momento en que el hiper-sistema ya no necesita de esta docta institución de la misma manera que antes y, en algunos casos, ésta se hace un obstáculo para su desarrollo. Europa al haber sido vanguardia en la institución de los Estados Nacionales y de la eclosión del capitalismo, ahora, por ende, esta viviendo los primeros vestigios de la decadencia de los mismos. No es que falle el edificio, ni el cheque de seguridad social, ni la policía, ni las elecciones… es otra cosa: la institución se empieza a corroer en la interioridad de aquellos que la habitan, se opaca la luz del símbolo patrio.

Una vez terminadas las guerras y consolidada la economía de primer mundo industrializado, las razones fundamentales que movían la maquinaria simbólica de apego a una identidad nacional se van desvaneciendo: a esto contribuye la uniformización de condiciones de vida en el viejo continente así como la economía transnacional, una mayor apertura geopolítica intra-europea y, sobre todo, una tendencia cultural de carácter “mundializado” que empieza a hacer una tabula rasa de todas fronteras culturales que habían cimentado las tradiciones nacionales.

Volviendo al fútbol (por fin), se puede detectar un cambio con respecto a la actitud que movía a los equipos europeos durante el siglo XX en relación a la que se ve en este mundial de Sudáfrica 2010. Aquí no se trata de fundarse en una sociología causalista: las pretensiones de esta empresa son tan vanas como pueriles. El objetivo de la sociología, bien lo vio Simmel y su admirador Weber, debe ser el de encontrar correspondencias significativas que aclaren las relaciones espacio-temporales entre los diferentes grupos de seres humanos. Aquí no se está diciendo que los resultados paupérrimos que está consiguiendo el coloso futbolístico europeo en el presente mundial sean consecuencia de una anomia social e identitaria que viene sufriendo el continente en los últimos años: a esto contribuyen los directores técnicos mezquinos, la sobresaturación de fútbol para las estrellas (quienes tuvieron que jugar en alta competencia hasta tres semanas antes del torneo sudafricano) y, por último, la suerte, la probabilidad. ¿Qué se puede decir? ¿Hay algún deporte que permita más la incursión de lo improbable que el fútbol? No. Por eso es el rey de los deportes.

Lo que no se puede negar es que, aparte de esos factores, hay una serie de correspondencias sospechosas y que, a mi juicio, radican en un zeitgeist que viven los jóvenes europeos (los futbolistas son un magnífico muestreo del espíritu de los 00). Ningún argumento fustbolístico justifica un rendimiento mediocre de semejantes potencias; la constante es que el continente más “pecho frío” con respecto a los sucesos mundialeros es, de lejos, Europa. Veo a Rooney con la mirada perdida, buscando un sentimiento que lo haga reaccionar: ¿Acaso orgullo? ¿Bronca? ¿La Madre Patria? Nada, esos ojos ofuscados no encuentran la inspiración que movía a los cracks como Roger Hunt a inventar en el campo de juego, para sacar adelante a su selección y coronarla en lo más alto. Ni qué decir de Andreas Brehme, Marco Van Basten, Paolo Rossi, tantos ídolos que encarnaban la esencia misma de las naciones que representaban y podían fungir de soldados heroicos y ejemplares. En cambio, veo a unos italianos impotentes ante su propia apatía así como a unos franceses perdidos en la inmensa cancha de la abulia y carencia de carácter: los medios sólo contribuyen al raquitismo del espíritu nacional de estos muchachos al endiosarlos antes de que empiece el certamen. La economía inflacionaria que acaece en el deporte tampoco ayuda: parece ser que el espíritu combativo se adormece con millones garantizados en los bolsillos (se pierda o se gane).

Mientras un norcoreano llora al cantar su himno nacional y un brasileño llora al meterle un gol al peor equipo del mundial (son casos extremos y extremadamente clarificantes), vemos a conglomerados de estrellas, grandes jugadores y equipos de tradición que no tienen ese impulso que es fundamental para encarar un mundial: ¡Brasil! ¡Argentina! ¡Corea! ¡Como en la guerra! Es como si la maquinaria simbólica del Estado Nacional europeo se replegara en los corazones de sus sujetos. No es que a Ribery no le importe que pierda Francia o que Cannavaro no se rasque unos buenos meses por ver a la bota fuera del campeonato que tenían que defender. El motor de las identidades se sitúa en los límites del inconsciente: se lo puede ver casi como una energía, una savia que nutre la experiencia en el mundo más que nutrirse de ella. Esa es la diferencia entre el símbolo y el signo: el primero está vivo, empapa la experiencia y la transforma. El signo, en cambio, funciona como una convención, un código consciente de sí mismo. No es lo mismo decir que soy boliviano porque amo a Bolivia, porque me lleno de emoción hasta las lágrimas cuando leo las hazañas de nuestro ejército en Boquerón, porque sufro de complejos y taras propias de los bolivianos y porque me aprieto los dientes de bronca cuando pienso en Baldivieso regalándole a Corea del Sur el gol que nos clasificaba a octavos de final en USA 1994 que decir que soy boliviano simplemente porque nací en un territorio que se llamaba Bolivia en un momento dado como podía haber nacido en cualquier otro. En la primera, la bolivianidad es un símbolo, es algo que, por sedimentación semántica, histórica y genética, se ha confundido con mi realidad y me ha hecho ser lo que soy. En el segundo caso estamos ante una posición nominalista, lógica. Aunque las dos perspectivas son pertinentes y veraces, los resultados que producen en la realidad son totalmente diferentes según se adopte la primera o la segunda.

España, cuyo caso específico yo no incluiría en esta tesis debido a que, si bien vive en muchos aspectos las condiciones culturales del resto de Europa, ha conocido en los últimos años un fervor por su selección solo comparable al momento en que Boabdil, el último rey moro de Granada, abandonó palacio de la Alambra y entregó las llaves de la ciudad a los Reyes Católicos allá por 1492. La caída contra Suiza se debió a temas puramente futbolísticos. Sin embargo, el fantasma de un profundo cambio societal se deja entrever hasta en los tejemanejes del balompié. En el viejo continente, la pertenencia a una nación ya no es un motor simbólico tan poderoso como antaño, ya no es una fuente inagotable de causas para vivir o para morir como fue en el siglo XX; una sociedad que exalta al individuo antes que cualquier colectivo va en camino de diluir ese abstracto e incómodo paso intermedio como la nacionalidad incrustada en la identidad.

¿Cómo se podrá concebir un escenario geopolítico donde la unidad fundamental no sea el Estado Nacional? Eso es difícil de prever, sin embargo, para decepción de mi yo-niño, el Campeonato Mundial, así como no ha existido desde siempre, también tiene fecha de caducidad y ésta se iguala a la fecha en la que la gente, por alguna otra locura, deje de creer en algo tan artificial como una frontera, una cédula de identidad o una bandera. Mientras tanto, sigamos disfrutando de esta colosal aventura que se da cada cuatro años y, por ahora, nos une a todos con el pensamiento concentrado en una esfera.

2 comentarios:

Sánchez Mostolac, Alfonso dijo...

Magnífica elucubración.
Desde mi primer recuerdo mundialista (el de la Alemania Federal del 74) y mi España, el fútbol siempre lo he vivido, como cualquier otro deporte que se realiza bajo una bandera nacional o un escudo de asociación, como una representación de la guerra, una batalla de reglas pactadas (anoche mismo se lo explicaba a mi madre mientras festejábamos el gol de Andrés Iniesta a Bravo, de España a Chile, de la conquistadora a la conquistada, de Europa al Cono Sur, de una identidad a otra). Como siempre habrá fronteras, porque el hombre tiende a ser organizado y no puede pensar en todo sino en partes, siempre habrá Mundiales, Juegos Olímpicos, Campeonatos Regionales ¡Y menos mal! Me temo que si no, más de una vez, canalizaríamos nuestras fuerzas y frustraciones hacia otras direcciones: mejor patear mal un Jabulani que salir en busca de arriesgadas emociones.
Un saludo a Bolivia.

(Diego Loayza) Oneiros dijo...

Es interesante ese tema de identidades y fronteras... te imaginas si el futbol hubiera existido desde antes de la constitución de los Estados Nacionales, en la edad media por ejemplo, o en el siglo XVI... Iglesia Católica vs. Islam, cuartos de final entre Protestantismo y Budismo... que sé yo... Ahora veremos como le va a España en el clásico peninsular... lo único es que el DT Del Bosque, no optimiza para nada el equipo que tiene.

Saludos hasta España