viernes, febrero 17, 2012

Top 5: Escenas oníricas en la historia del cine


El cine, en tanto que medio, siempre ha interpelado por su fascinante capacidad representativa, su poder de mímesis con respecto a la realidad y, sobre todo, su poder de mímesis respecto a otras realidades, su poder de construir realidades, antes, invisibles. Los sueños siempre fueron un mundo interior incompartible por parte del sujeto. Toda traducción de un sueño, que sea verbal o simbólica, captura, con las armas del mundo de vigilia, esa maraña de símbolos complejos que se encadenan durante ese trance. El cine, desde siempre, anheló aportar su lenguaje para representar los sueños: “El gabinete del Doctor Caligari” o “El perro andaluz” confirman esa pulsión. El arte cinematográfico, en su narrativa, permite atravesar la barrera de la “realidad” representada para entrar en el mundo interior de aquel que, mientras duerme de este lado, vive experiencias intensas del otro.

Wiene, Buñuel, Hitchcock, Kurosawa, Kusturica, Lynch, los Coen, Gutierrez Alea, Jodorowsky, Argento, Cronenberg, Almodóvar y tantos otros, en diferentes contextos, se han ocupado del tema de los sueños, ya en momentos específicos, como un recurso narrativo, o como savia formal de su propuesta.



Más allá de la poesía onírica que puede poseer una película o la obra de un director, se puede detectar secuencias en las que, por el lenguaje específico del cine, se muestra el sueño concreto de un personaje, su despertar nos advierte sobre la cualidad explícitamente onírica de la escena en causa y la separa de otro nivel ontológico que es la “realidad” dentro del universo del filme.


Hemos elegido cinco escenas que muestran, con maestría, diferentes formas de abordar esos “viajes estáticos” tan misteriosos para nosotros como para los personajes mismos que están del otro lado de la pantalla. El cine, por sus propiedades tanto abstractas como figurativas, tanto visuales como sonoras, es una ventana privilegiada para entrar a este mundo, vetado para el estado de vigilia.


1. Las fresas salvajes (Bergman, 1957): Al iniciar el filme, vertiginosa zambullida en la subjetividad del viejo Isaac, somos testigos de una soberbia escena onírica que será motor de todo el relato. Más allá del contenido de las imágenes – donde un sol malsano derrama una luz insoportable, acusadora y de un contraste poderoso que anula los grises a favor de un auténtico blanco y negro enfermizo en una ciudad sin tiempo –, el ritmo del montaje y el vacío sonoro sugieren otro universo, con otras leyes y otros códigos. La secuencia de planos se aúna con la mirada del espíritu del personaje que observa todo con esa mezcla de completa extrañeza e incomoda familiaridad que caracteriza el sueño tornándose en pesadilla. Un aviso del inconsciente, a través de arquetipos del horror al paso del tiempo, pone en advertencia al héroe bergmaniano, de la soledad profunda, de que la muerte se acerca y de que es tiempo de un examen de consciencia.



2. Kagemusha (Kurosawa, 1980): Después de aceptar voluntariamente el rol de (falso) Emperador, Kagemusha acepta también el peso fantasmático del poder absoluto. En un paisaje digno de los más temerarios expresionistas teutones, el hombre se ve perseguido por la sombra del guerrero que le toca reemplazar. Sin embargo, pronto se ve abandonado hasta por aquel que venía en pos de venganza. Con un majestuoso montaje, la identidad del hombre se va desintegrando en diferentes muecas de horror. Sin poder avanzar, trata de caminar desesperado sumergido en unas aguas densas como la sangre que acarrea la salvaguarda del poder. Como en “La caída de la casa Usher” esas aguas estancadas reflejan el paisaje, amenazantes y oscuras, como un doble de la vida. Nuevamente, la soledad será el monstruo invisible que acosa la gigantesca escena como un espectro implacable.



3. Los olvidados (Buñuel, 1950): Aquí, la variación del Edipo clásico se traduce en una escena patética y aterrorizante donde la pulsión sexual se combina con la pulsión nutritiva (que se unifican en los neonatos, según la reflexología pregonada por Gilbert Durand). La elección de esta escena en una filmografía como la de Buñuel se debe a que “Los Olvidados” se erige como una película realista y de corte social en una trayectoria marcada por el surrealismo y lo onírico. Así, esta escena, queda absolutamente delimitada como “el sueño de Pedro”. El desdoblamiento en el inicio, el vacío sonoro, la angustia, la agresividad del Jaibo que impide el acceso del niño a las carnes que sostiene su madre, Gorgona encarnada en la miseria tercermundista; todo se conjuga en un condensado simbólico de las tragedias que acaecerán en la vida patética de un joven nacido en medio de la marginalidad irreversible de una sociedad que, literalmente, lo ha olvidado.



4. Twin Peaks: Fire Walk With Me (Lynch, 1992): La obra entera de Lynch se caracteriza por estar marcada por el sino de los sueños. Se puede decir que es un estudio de los mismos, su relación con la realidad, su realidad a pesar de la realidad, etc. Desde Eraserhead hasta INLAND EMPIRE podemos lactar de esta sobredeterminación onírica de las imágenes en causa. Es difícil elegir, en este corpus, una escena que corresponda inequívocamente a un sueño específico. Fire Walk With Me, pesadilla cinematográfica sin principio ni fin, posee un momento concreto en el que Laura Palmer se va a acostar tras colgar en su pared la misteriosa fotografía de una puerta entreabierta. Con un montaje genial, a través de sencillos y precisos cortes que generan una abrumadora puesta en abismo, Lynch nos mete en la fotografía cuya puerta es la puerta al mundo de los sueños o, mejor dicho, a ese mundo que algunos conocen como Black Lodge. Soñar es una forma de acceder a ese sitio ontológicamente superior y determinante para la bucólica vida del pueblo fronterizo. Así como Freud sugiere un espacio intermedio entre el inconsciente y el estado consciente, Laura Palmer accede a una habitación intermedia antes de que el niño, como un mago, encienda la luz que le abra las puertas a la sala de cortinas rojas, donde moran los arquetipos. Una vez allí se encontrará con “el buen Dale”, preso en el laberinto, que advertirá a la doncella de los peligros. El viento primitivo que sopla nos evoca ese tiempo fuera del tiempo y el caos anterior a la luz.


5. Tiempo de Gitanos (Kusturica, 1988): Si la obra de Lynch está marcada por la obsesión onírica, no podemos decir menos de la filmografía de Emir Kusturica. Lo increíble, he ahí la magia del cine, es que su manera de abordar ese mundo es diametralmente opuesta a la del colega americano. Si Lynch traduce los sueños con imágenes nocturnas e intimistas en teatros, casas y hoteles, además de subsumir en ellos el terror existencial marcado por un inflamado deseo sexual; el Emir prefiere evocar la cualidad aérea de los sueños, esa voluntad de libertad pura, sin ataduras, que, a veces con vértigo indescriptible, nos genera esos “sueños de vuelo”, que algunos conocemos y no podemos olvidar. Perham, en la famosa escena onírica de “Tiempo de Gitanos”, vuela, se eleva y es capaz de observar el reverso simbólico de su vida cotidiana, de su comunidad. Con una musicalización sublime, asistimos a una de las más osadas puestas en escena de un sueño combinando símbolos aéreos, acuáticos, ígneos y tónicos donde un delicado erotismo de primera pubertad se combina con una nostalgia telúrica representada en las lágrimas de la abuela, quintaesencia de la comunidad, Pachamama gitana encarnada. Pocas veces el cine habrá entrado en los sueños de un personaje de una manera tan conmovedora.