La bruja preparaba el brebaje con harta maldad y rabia contra la patria y la savia de la patria que son sus habitantes. Era un menjunje amarillento y viscoso que no parecía en nada dañino, hasta tenía un sabor aceptable a largo plazo y venía en elegantes botellitas de vidrio que le daban un aura mítica. De hecho, esta amarga mujer se había hecho millonaria vendiendo la susodicha sustancia como tónico y afrodisíaco: funciones que cumplía en la inmediatez de la ingestión. Lo que la gente ignoraba era que el líquido en cuestión contenía, a una escala microbiótica, el embrión de una bestia que se apoderaba de la persona que lo bebía (casi en un noventa por ciento de los casos) y se servía de ella como crisálida, en una etapa de incubación anterior a su espantoso alumbramiento. Keftópedo es el nombre que la gente de ciencia (criptozoología para algunos positivistas) le otorgó a la criatura que emanaba del cuerpo de las víctimas del brebaje. Pasaba un par de semanas desde el consumo y, de repente, en la noche afiebrada, los globos oculares del individuo saltaban como proyectiles orgánicos; luego, todo el cuerpo se desgarraba en dos como un cascarón de volumen humano y de él emanaba, triunfante, en medio de vísceras y humores, el asqueroso keftópedo. Lo curioso del diabólico tónico es que hacía al portador (relativamente) inmune a semejante impacto para sus tejidos y sus órganos vitales. Una noche de descanso bastaba para que las costillas reventadas, el tórax abierto como un acordeón desbarrancado y la severa hemorragia dieran paso a un cuerpo renovado; débil, eso sí, pero apto nuevamente para la vida.
El bicho era un tanto menor que un ser humano normal, su porte podía compararse al de un joven orangután. Era lampiño y de tez purpúrea, la piel en la espalda era verrugosa y necroseada, casi un caparazón de tejido dérmico muerto. A pesar de estos rasgos humanoides, no se confunda, el keftópedo tenía poco de humano. En su mirada, visqueada, vidriosa y moribunda, se denotaban rasgos ligeramente himenópteros, sus glándulas salivales trabajaban a un mil por ciento más que las de un hombre normal: por ende, se la pasaban babeando ese líquido verdoso, mal oliente y en extremo espeso. Tampoco se puede negar la particularidad de estos estafermos en materia de locomoción. Estas bestias quasi-bípedas, tenían un andar ornitomorfo (haciendo especial referencia a las grandes aves carroñeras andinas como el Vultur gryphus) combinado con ciertos dejes de crustáceo decadópodo: lo que complicó entonces y complica aún la ubicación taxonómica de su especie de una manera alarmante. Pero nada sería eso en comparación con sus habilidades cognitivas: si bien poseían aptitudes para el lenguaje, éstas eran muy limitadas e inconstantes. Algunos tienen la teoría de que su lenguaje, por momentos, no les permitía comunicarse ni entre ellos y que, durante períodos muy breves y sumamente discontinuos, afloraba un débil feed-back. Generalmente las conversaciones eran monopolizadas por un individuo que se olvidaba del significado primero que lo había llevado a tremenda disquisición. Usualmente estos amagues de oratoria terminaban en griteríos y peleas cuando de machos se trataba (rara vez un keftópedo atacaba a un hombre o a una mujer pero, cuando lo hacía, era brutal e imprevisible) y en copulación indecente y desinhibida, en suma promiscuidad, cuando machos y hembras se veían envueltos. El vocabulario de su lengua era en extremo limitado y, generalmente, para poder ser comprendidos tenían que recurrir a gestos grotescos y movimientos descoordinados. No era extraño verlos estallar en carcajadas irritantes y carentes de fundamento humorístico. No es certeza de nadie que estos engendros tuvieran cultura, sin embargo, era remarcable notar que, los machos, a pesar de su desnudez, portaban corbata (generalmente babeada y vomitada): la intensidad de sus colores y su tamaño eran elementos para atraer al sexo opuesto. Los machos, ya que estamos en el tema, tenían una desmesurada prolongación peniana de textura casi ósea y porosa en la parte baja y en el escroto (por lo que también le servía de arma contundente). Las hembras, con afán hedonista - dado que la reproducción de esta especie se daba exclusivamente a través de la ingestión del mentado brebaje -, tenían los labios vaginales y la vulva al final de una trompa que se prolongaba (en función de la excitación del individuo) hasta un metro de largo, con este tentáculo envolvía a su pareja y le sugería, de manera violenta, el coito. Algo que no se podía negar era la atracción de la especie keftópeda hacia la danza y su sensibilidad para la música. No era raro encontrarse en la calle con una de estas bestias llorando al son de alguna canción melancólica y/o de amor. Asimismo, no faltaban los que brincaban como monos en transe ante la presencia de una banda y sus ritmos endiablados. Es de remarcar el hecho de que estas criaturas no vivían más de tres o cuatro días y sus cadáveres se descomponían completamente en un tiempo semejante, lo que impedía que uno pudiera encariñarse un mínimo con algún miembro de la especie. Su comportamiento errático, caprichoso, grosero y casi sonámbulo, también contribuía a ello. Ni qué decir de su agudísimo hedor.
El objetivo de la bruja con esta propagación de keftópedos dentro de las fronteras de nuestra nación era simple: el control absoluto sobre el humor y la motivación de los habitantes de esta noble sociedad. Tan dolorosa era la gestación y la parición de estos monstruos que la persona quedaba totalmente abatida y se hacía presa de un dolor y una melancolía indecibles, además de una incapacidad absoluta para la concentración y el trabajo, se hacía víctima también de una semi-muerte de la líbido. Esta situación era insostenible para el cotidiano vivir, así que los individuos recurrían al brebaje de la bruja para recuperar el vigor, las ganas de trabajar, las ganas de socializar y de tener relaciones sexuales, cómo no. No es necesario hacer hincapié sobre el círculo vicioso que generó esa mujer maligna en nuestra difunta población con esa maniobra.
De repente, y en un muy poco tiempo, proliferaron a cualquier hora y en cualquier lugar, los keftópedos: metiendo bulla, fornicando, zarandeándose, dando rienda suelta al trolerío, peleando, bailando como monos piojosos o gritoneándose en ese estilo tan propio de gramática que poseían. Las madres cubrían los ojos de sus hijos al ver a los monstruosos, pero lo hacían a sabiendas de que, pronto, ellas engendrarían otros similares, a sabiendas de que también portaban en su seno la potencialidad del mal y que serían ellas mismas o sus esposos los que traerían más keftópedos al hogar. Quizás la asociación entre el misterioso tónico y la propagación de humanoides se omitió de manera voluntaria en la población. El jarabe de la bruja era la causa y la solución de los males que generaban estos bichos raros: en ella se encontraba el embrión de un keftópedo, pero éste era tan sólo una potencialidad si no conseguía un cuerpo que lo hospede en el cual pueda desarrollarse hasta el alumbramiento. Es decir, era necesaria la contribución de los hombres para que los keftópedos proliferen.
La situación devino a la vez que insostenible, absolutamente normal (por paradójico que suene). La sociedad se negaba a sí misma los lazos entre el brebaje – cuya receta siempre permaneció secreta e inaccesible – y la invasión keftópeda. Hombres y mujeres de toda edad y clase social se nutrían en exceso de la demoníaca amalgama (la bruja se encargó de hacerla accesible en precio y distribución) y se cegaban ante la posibilidad de asociarla con el nacimiento de las bestias. Todos las llevaban dentro, éstas esperaban salir con paciencia y cuando lo hacían, no dudaban en hacer su agosto. Los keftópedos se apoderaron de todos los espacios y campos de la sociedad: la política, los medios, la ciencia, el futbol, el área de servicios, la docencia y el arte.
Hoy por hoy algunos se empecinan en reducir la existencia de los keftópedos y la debacle socio-demográfica de mi nación a un mito. Sin embargo los rastros ahí quedan y se constituyen en evidencias… en medio de esa inmensa aridez abandonada. Tierra de nadie. Quién diría que este paisaje seco y penumbroso hubiera albergado a una nación fuerte, hermosa en paisaje, sociedad y espíritu ¿Quién diría que allí mismo bullía la vida como una fábrica de transfiguración de la luz? Creo que soy el último y pronto moriré pero espero que estas palabras sirvan de advertencia a otras naciones, potenciales víctimas de esta siniestra señora que sólo quiere engrandecer su imperio – el imperio de la decadencia y la putrefacción –, a costa de la exterminación de las poblaciones con este método que tiene tanto de inteligencia como de maldad cuando de envilecer la especie se trata.
Cuadros
1. Pintura, Francis Bacon
2. Cha cha cha chaaaaan, Juan Carlos Eberhardt
3. El triunfo de la muerte, Pieter Brueghel (el viejo)
4. La pesadilla, Henry Fusseli
5. El infierno, Hans Memling
6. Sensualidad, Franz Von Stuck
6 comentarios:
que mas quiero, estoy echo un sanguche entre bacon y brueghel
me gusta como escribis
un abrazo
JC: Me encanta tu arte: además no entiendo otra gramática
El mito keftópodo= literatura borgiana+babas y humores cronenberianos+perversidad disneylandesca concretada
ay qeu copular con los keftopodos y haber que sale! jajaja, muy bueno, abrazos
AGL: ¿Todo a la licuadora?
Lucía: La única manera de saberlo es ingiriendo el brebaje, sólo así lo sabremos. Por lo demás cualquier acto sexual que se cometa con esas ratas de alcantarilla es por puro (y cochino) placer ¡Dios nos pille confesados!
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