domingo, octubre 09, 2011

Baile y Fuga

(Texto publicado en la revista Quimera, sept 2011)


Sergio Pitol

Una autobiografía soterrada

Anagrama, 2011

La prosa de Pitol se aproxima a la fuerza de atracción de los conceptos. Gira acompasadamente en su órbita, baila, aumenta la velocidad y luego emprende la fuga. La prosa jamás pretende llegar al corazón del concepto ni lo hace surgir como una revelación definitiva que a la larga se sentiría como algo banal, pedante hasta la irritación. En cambio la prosa surca y pule lo que toca en una danza sencilla y a su paso no queda más que una corriente llena de vórtices donde flotan los pedacitos del concepto, pulverizados. Se trata de una forma de conocimiento cada vez más anómala cuyo signo es el placer del movimiento, el devenir y la mutación de las ideas alentado por el pulso secreto de la poesía. Esa forma anómala de conocimiento se llama literatura. Y la formidable red fluvial Pitol queda expuesta, más aún si cabe, en este libro que reúne fragmentos de diarios, notas ensayísticas, apuntes borrosos, anécdotas y una entrevista con el amigo Carlos Monsiváis. A estas alturas ya no nos sorprende que Pitol se las haya arreglado de nuevo para que semejante diversidad no zozobre en un cansino pastiche de simulaciones, sino que todo ese material heterogéneo fluya en el cauce de la prosa, con sus corrientes internas, sus remolinos y las infinitas ramificaciones de la desembocadura. Como lo aclara él mismo al describir sus sospechas hacia el vanguardismo del nouveau roman y Tel Quel, la necesidad de innovación formal no podía partir del rechazo de los recursos desarrollados por la novela del XIX, ni mirar con ciego desdén a Dickens o a Galdós por su fidelidad a la trama. Del mismo modo, su pertenencia a la cultura mexicana jamás estuvo reñida con una apertura hacia todas las tradiciones y literaturas. De hecho, su obra quizás pueda entenderse como un viaje incesante de idas y venidas entre lenguajes, donde las identidades se vuelven dudosas mascaradas, códigos pervertidos de utilidad imprecisa.

Siempre en deuda con el gran Alfonso Reyes, el clasicismo de Pitol no es el refugio aristocrático de la armonía apolínea, libre de todo conflicto. Su clasicismo es tensión muscular, agonística, placer, lucha, fiesta. Laocoonte y la temible serpiente, el invasor longobardo que en plena batalla, iluminado por la visión fantástica de una ciudad, se cambia de bando y muere defendiendo a Roma. “Hay un aspecto que especialmente me toca del legado romano”, escribe Pitol, “su permeabilidad a las otras culturas. Durante años Roma envió a sus mejores hijos a la Escuela de Atenas, y a sus propias deidades incorporó rebautizándolo el amplio reparto del Olimpo griego; aún más, el culto a esos dioses coincidió con otros: Isis y Osiris, Mantra y también con las creencias de cristianos y judíos (…). Ese carácter de simultaneidad en lo diverso es el que realmente me interesa del mundo latino. Estrechar los límites y encerrarse en ellos siempre ha significado empobrecerse.”

En franco pleito contra ese empobrecimiento, contra la gravedad de los descubridores de verdades, contra la autocomplacencia de los melancólicos, contra la afectación de los sepultureros, Pitol nos propone su paganismo celebratorio. Una actitud vital que es a la vez un estilo, la auténtica elegancia: la manera sobria y risueña de enfrentarse a la muerte, la natural aceptación de la simultaneidad de los tiempos, la serena transformación del cuerpo de la escritura en el definitivo carnaval de las sensibilidades históricas.


Como ocurre con Montaigne, Pitol hace lo que le da la gana. Grita, susurra, brinca, nos hace guiños, suelta una carcajada, llora discretamente, reconoce valientemente sus limitaciones y, delante de nuestras narices, transforma esas supuestas carencias en sus principales virtudes, de modo que allí donde parece haber un agujero teórico, surge un fructífero pozo de genuinas reflexiones sobre las relaciones entre el arte y la vida. Tanta libertad resulta contagiosa.