jueves, noviembre 13, 2008

La ética del Dude como forma de vida y Larry Sellers como el Macguffin según los hermanos Coen


Cursamos el año 2008 pasado el nacimiento del Flaco y nos encontramos celebrando los 10 años de la aparición de una película, una película que marcó muchos destinos e ilustró otros que habían desde hace mucho seguir esos derroteros, la película en cuestión es “The Big Lebowski” (El Gran Lebowski) de los hermanos Ethan y Joel Coen, ya que la película es más que una mera película, ya que en el universo que narra ilustra una forma de vida, una cosmovisión peculiar pero demasiado humana, un “ethos” como refiere el mismísimo Walter Sobchak, formidable personaje de la película, cuando se refieres a que “puedes decir lo que quieras acerca de las doctrinas del nacionalsocialismo, pero al menos es un ethos”, y es así, uno puedo decir lo que sea acerca de “The Big Lebowski” pero ciertamente marca una ética, una forma de estar en el mundo.

“The Big Lebowski” si no han tenido el placer de contemplarla, versa sobre the Dude, un zángano de ligas mayores, que dedica su dilatado tiempo a diversos trips lisérgicos, tomar rusos blancos y a jugar a los bolos con sus amigos Walter y Donny en Los Ángeles durante los principios de los 90. The Dude y Walter son dos sujetos anacrónicos por naturaleza, el primero se quedó estancado en el mundo pacifista y fumarolesco de Woodstok, mientras que Walter vive todavía rememorando las explosiones y los muertos de la guerra de Vietnam, de la cual es un ex-veterano.
El punto de inicio de la película, ya señala una paradoja, el gran héroe del filme, the Dude, fue bautizado como Jeffrey Lebowski, nombre que aborrece y que niega a utilizar, el se mueve por el mundo refiriéndose a si mismo y conocido por sus íntimos como, the Dude. El hecho de que tenga el mismo nombre de un millonario y que un chino le riegue la alfombra de una meada es la confusión que inicia la trama, y la paradoja emerge que la película lleve el nombre que the Dude se niega a adoptar y si quiera a aceptar, de ahí la primera noción paródica y de mofa que los Coen sacan de la galera es esta desternillante pieza de cine.

Las raíces de esta película se remontan a Raymond Chandler y a esa Los Ángeles de moral retorcida, de delirantes y preciosas mujeres fatales, de oscuras intrigas y de alcohólicos detectives de mirada sagaz, y a una novela y a una película puntual “The Big Sleep” (El Sueño Eterno) donde el mismo sentido de la trama se va difuminando tanto en sus recovecos y confusiones que por último la trama es lo de menos, y lo que uno disfruta a borbotones es el camino que uno recorre; como esa vieja anécdota en la cual le preguntaron al señor Dávalos que a donde pensaba llegar en ese coche tan destartalado, a lo que él respondió “lo importante no es llegar, sino ir”, y en eso coinciden y se nutren tanto la joya clásica de Hawks y Chandler “The Big Sleep” y su paródica relectura moderna “The Big Lebowski”, así como Marlowe y the Dude, sus respectivos detectives.
Dentro de la cadena de hilarantes absurdos que surgen de las peripecias del Dude y de Walter, en pos de resolver un secuestro, van apareciendo un cúmulo de insólitos personajes como el gurú de los bolos y notable pederasta de la localidad Jesús Quintana, una panda de músico, pornógrafos y nihilistas émulos de la banda alemana Kraftwerk, una artista hija de millonario tan liberal y vanguardista que deja a Yoko Ono a la altura de la alpargata, etc.; y se van sucediendo avatares varios que van hilando una trama confusa pero un divertidísimo viaje donde los “viajes de ácido” se conjugan con la intolerancia del mundo y con la excesiva codicia, aunque the Dude y Walter jamás parezcan percibirlo.

Hace unos días discutía con otros dos grandes seguidores y predicadores de la ética Lebowski y me decían que la trama es matemática y que pese a sus aparentes hilachas, todo termina en un pulcro tejido, yo defendía más bien una idea un poco contraria, pero finalmente haciendo el recuento de todas las bifurcaciones, se llegó a un episodio que dentro del abanico de situación intempestivas, delirantes y por sobre todo hilarantes, era la que más risas nos había causado y era cuando los protagonistas visitan a Larry Sellers, un niño de 14 años, un tanto subnormal, ya que en un arrebato de lucidez the Dude había encontrado su examen debajo del asiento de su auto, después de que este hubiere sido robado. Larry Sellers ni corto ni perezoso, era hijo del gran Arthur Digby Sellers, el escritor más importante de la serie televisiva “Branded” que había marcado indeleblemente el alma de Walter, en ese momento lamentablemente postrado en un gigante pulmón mecánico, dignísimo ejemplo de la perversa y genial imaginación de los Coen. En ese episodio la escasa paciencia del Dude y el hirviente temperamento de Walter provocan una hecatombe de suburbio norteamericano, que otorga como tantas otras máximas de la película “que pasa cuando jodes a un extraño por el culo” (“This is what happens when you fuck a stranger in the ass”), frase que Walter no para de repetir a Larry mientras da suaves caricias a un auto deportivo con una pata de cabra.
Todo el asunto Larry, que como digo a un nivel muy personal, es hoy por hoy, no sé mañana, mi secuencia favorita, y que surge como un pequeño engendro dentro de la trama “perfecta” para que sea la guinda sobre la torta dentro de una gama de absurdos y peladeras de cable. Larry Selles, el pequeño tarado que les permite a los protagonistas y a su corto entender, dar con la clave de toda la intriga, es un guiño que los Coen le brindan a Hitchcock y su famoso Macguffin, que sería cualquier cosa que pudiera hacer las veces de un pretexto irrelevante en sí, pero que le otorga diligencia y sabrosura a la trama. Pocas veces en la historia del cine ha habido un Macguffin más delicioso que el constipado rostro de Larry Selles y todos los sentimientos y exabruptos que se crean en torno a tan soso personaje.

Así dentro de esta pintura de confusiones, absurdos, porros, ideas iluminadoras y risas, risas y más risas, the Dude y Walter nos dan una lección, y sobre todo el Dude que pese a perder los nervios de vez en cuando, lo cual es normal para cualquier ser humano que se precie, puede darnos una lección de vida que reza: tomárselo con tranquilo por todos aquellos que no lo hacemos. Quizás Karl Marx no hubiera comulgado con éste ethos dudiano, pero ahí está, esa oda a la flojera, proveniente del inmenso, exquisito y perverso sentido del humor de los hermanos Coen, retorcidamente llamada como “The Big Lebowski”.

martes, noviembre 04, 2008

Top 5: Álbumes de Rock

Pink Floyd, “Animals”
Con cinco canciones, este álbum encarna toda la grandeza de Pink Floyd y los corona como los dioses del rock conceptual. Oscuro, enrevesado y angustiado; agresivo y lírico, proto-industrial, inspirado, profundo, inteligente, psicodélico y maquinizado, metafórico, humano, demasiado humano, divino... ni todo eso alcanza a definir el disco en cuestión. Dogs, la perla de diecisiete minutos, es, a mi juicio, el momento más álgido de Floyd (vaya piropo): la letra, la música, los arreglos, el solo de guitarra (Gilmour le hace el amor a la Fender como pocos) y el final glorioso. ¡Dios bendiga a Pink Floyd!

Iron Maiden, “Somewhere in Time”
Cada una de las canciones contenidas en este álbum es perfecta, el orden es perfecto y los cinco músicos se muestran más sincronizados que nunca en un momento inspirado de la historia del rock. Desde Caught Somewhere in Time hasta la épica e inigualable Alexander The Great, se viaja por una red de filigrana metalera que deja la piel de gallina a propios y a extraños.

The Cure, “Disintegration”
De toda la corriente post-punk, “Disintegration” constituye uno de los instantes más líricos y poéticos. Teclados bañados de melancolía acompañan la voz de un Robert Smith ensimismado, más melancólico que nunca y dispuesto a sumergirnos en un pantano de sentimientos hermosos y dulces empero atormentados. Un aura de adiós flota en el ambiente perfumado dentro de este manifiesto estético de The Cure que, junto con “Pornography” y “Bloodflowers”, había de conformar la llamada Trilogía.

Tiamat, “A Deeper Kind of Slumber”
Tal es la grandeza musical y conceptual de este álbum que no se lo puede catalogar en ningún género. Habiendo venido del doom satánico-atmosférico y asimilado influencias tanto de Floyd como de las corrientes dark y post-punk (Sisters of Mercy, etc.), Tiamat alcanza su madurez y auge creativo el año en que parió el “A Deeper Kind of Slumber”. La atmósfera que crea Johan Edlund en este opus es comparable a la de un viaje opiáceo, cuya realidad y luces no son de este mundo, sino de uno mucho más bello y triste, un mundo al que ya no podremos pertenecer. Los colores que sugiere la música y el ambiente del “Deeper…” evocan la paleta de un Chagall afiebrado, un Kupka o un Redon en medio de un trance chamánico de otro planeta. Imperdible.

The Mars Volta, “Amputechture”
Es difícil elegir un disco de The Mars Volta, dado que los cuatro LPs que llevan son sumamente comparables en potencia, técnica y creatividad. “Desde el De-loused in the Comatorium” hasta el “The Bedlam in Goliath”, los perturbadísimos chicanos nos regalaron joyas y reinventaron un género sediento de nuevas vetas. Me quedo con “Amputechture” porque es el que más marcó mis días y con canciones como Asilos Magdalena y Day of the Baphomets alcanzan niveles inauditos de caos y terror en la historia del rock. Pienso que Grunewald, Memling y El Bosco hubieran quedado más que impactados ante la correspondencia entre su imaginario y las notas que Omar Rodríguez y Cedric Zavala perpetran sin piedad ante las audiencias absortas e indefensas ante semejante descarga de decibeles.