lunes, septiembre 29, 2008

Pueblo crónico

No hace mucho tiempo tuve el desagrado de leer a algunas personas que justificaban su obrar y pensar racista hacia los indígenas del altiplano citando la obra de Alcides Arguedas (1879-1946) “Pueblo Enfermo”; a mi parecer este tipo de acciones son producto de la mezquindad con la que se trató esta obra, no solo por parte de estos sujetos, sino también por aquellos defensores acérrimos de lo indígena.

Arguedas realiza en esta obra una radiografía de la sociedad boliviana de principios del siglo XX, desde ese entonces a la fecha muchas cosas han mejorado notablemente como el caso del rol de la mujer en la sociedad y la participación de los indígenas en la toma de decisiones que hacen a la nación. Sin embargo la crítica que hace Arguedas respecto a los políticos nacionales sigue con plena vigencia, así como su concepción del rol de la prensa “factor de corrupción colectiva” como él los define.

Arguedas maneja el término raza desde una perspectiva psicológica, diferenciando tres grupos a partir de su comportamiento: blanco, mestizo (cholo) e indígena. A cada uno de estos grupos se les realiza una crítica implacable pero definitivamente la que se hace a los mestizos es la más dura de todas:

“Pues trae del íbero su belicosidad, su ensimismamiento, su orgullo y vanidad, su acentuado individualismo, su rimbombancia oratoria, su invencible nepotismo, su fulanismo furioso y del indio su sumisión a los poderosos y fuertes, su falta de iniciativa, su pasividad ante los males, su inclinación indomable a la mentira, el engaño y la hipocresía, su vanidad exasperada por motivos de pura apariencia y sin base en ningún gran ideal , su gregarismo, por último y como remate de todo su tremenda deslealtad”

Más adelante lo caracteriza así: “Del blanco tiene esa arrogancia despótica enfrente del que considera su inferior y como el indio, es sumiso, humilde y servil, aunque nada bondadoso delante del superior”

"´Piensa mal y acertarás´ este es el hecho en el que se resume la experiencia del cholo con la gente." Para Arguedas esta es la clase que domina al país, con el alcoholismo como su gran vicio y la duplicidad de su carácter. La hidalguía ya ha sido contaminada por este tipo de forma de ser.

Siguiendo la línea occidentalizadora de Arguedas podríamos definir a nuestro pueblo como un mal híbrido de dos culturas que lo único que hizo fue tomar lo peor de cada una; más allá del color de la piel todos somos parte de este retrato.

La megalomanía es descrita en esta obra como una de las enfermedades nacionales por excelencia. En un país ensimismado con poco contacto con el exterior lo común es exaltar la idiosincrasia y concederle un valor mucho mayor del que en verdad tiene, de ahí que la grandeza de la patria es algo que no se discute ni cuestiona al punto de caer repetidas veces en el absurdo. A esto hay que agregar el gusto por la oratoria rimbombante que los bolivianos tenemos y la solemnidad tan característica del los moradores de Alto Perú.

Como resultado tenemos los discursos y actitudes de los políticos plagados de demagogia “Al leer tales declaraciones, cualquiera, el más empecinado, no vacila en sostener que la república de Bolivia es la república y que a más alto progreso no llegaría ni la soñada por Platón; pero … no es así. Casi todas esas informaciones son hijas de la imaginación excitada, quizás de un vehemente anhelo patriótico; pero de nada más que de un anhelo” Arguedas refiriéndose a un pomposo discurso político; pareciera que los escuchó hace menos de un año

Arguedas señala con precisión todos los males que afectan a los bolivianos y que desembocaron en el oprobio de la guerra del chaco y que ahora nos están desintegrando dejando de lado un proyecto de país para reducirlo a meras ambiciones regionales, sectoriales o gregarias. Como ya mencioné con anterioridad, considero a Arguedas un defensor y promulgador de la cultura occidental, durante sus reiterados viajes a Europa tuvo la oportunidad de conocer la realidad en la que vivían en ese continente y contrastarla con lo que sucedía en el nuestro, y al igual que hoy las diferencias son abismales. Indignado por retraso del país (directamente relacionado con el número de “gloriosas” revoluciones nacionales) y furioso crítico de la ignorancia de nuestro pueblo; nos hace a los bolivianos los únicos responsables de lo que somos, en lo cual no puedo estar más de acuerdo.

“Cuando una nación, en tanto que unidad, es crónicamente incapaz de dirigir sus actividades en el sentido de su propia conservación, debemos convenir, franca, corajudamente, sin ambages, que estamos enfermos y que nuestra disolución puede ser cierta, no como pueblo, porque esto sin ser imposible sería difícil, sino como raza, o más bien, como conjunto de individuos con unos mismos anhelos”.

Fernando Biadós

sábado, septiembre 20, 2008

El secreto del mal

En su Arbeitsjournal, aparte de un montón de reflexiones y notas, Berlolt Brecht solía enfrentar dos imágenes tomadas de los periódicos sin ninguna relación aparente. Esa operación tan sencilla, que ya había sido explorada en la agit-prop diseñada por los formalistas rusos y algunos miembros de dadá como John Heartfield o Raoul Hausmann, tenía, sin embargo, un efecto revulsivo de los parámetros originales de la lectura, convenientemente sobredeterminados en esa puesta en página de la ideología burguesa que es la prensa escrita. El choque de las imágenes literalmente las sacaba de su quicio en el edificio de la administración de la información. Hoy, mientras veía con estupefacción y enorme tristeza las imágenes de lo ocurrido hace poco en Sucre, me encontré con el otro vídeo, donde un Jaime Bayly hiperreal hecho de poliestireno entrevista a Federico Jiménez Losantos, ese malogrado cómico after-maoísta, mezcla adorable de actor secundario de película del destape y negro literario de Escrivá de Balaguer. Entonces se me ocurrió que no sería mala idea copiar a Brecht y enfrentar los dos vídeos en este mismo post para ver qué queda del choque.




Una de las cosas más cosquilleantes es que, después del enfrentamiento de vídeos, en la charla de Bayly y Federico aparece, desnuda, rotunda y transparente, la parodia. La pornográfica transformación de toda una ciudad en un escuadrón de linchamiento del Klu-Klux-Klan y la reacción de valiente indignación de parte de las víctimas, hace que la sabrosísima tertulia miamera de los dos bustos parlantes revele con sorprendente eficacia todo su carácter hueco, light, kitsch (por cierto, ¿quién coño es el peluquero de Bayly?). Es imposible no reírse casi a carcajadas. Tanto así que uno diría que se trata del sketch de un programa cómico de la televisión pro-chavista. En efecto, ahí donde aparece la parodia sale a la luz una ausencia, un vacío. ¿Qué es lo que mueve a estos dos individuos a discutir de modo tan peregrino y banal sobre el estado actual de la vida política en América Latina? Nada. Absolutamente nada. Si alguna vez tuvieron un motivo real, una causa, una preocupación legítima, ésta sin duda ha acabado por desaparecer en la gesticulación repetitiva. En últimas, el enfrentamiento nos muestra los dos extremos re-semantizados tras el choque: por un lado, la aparición contundente de los que literalmente no pueden actuar porque no los dejan -al fin y al cabo se trata de un grupo humano conformado por los históricos objetos de las acciones ajenas-, el surgimiento de su voz en tanto reclamo elemental de justicia, el esclarecimiento de su posición constructiva en contraposición a la estupidez, la irracionalidad y la necedad arrogante de la cultura patriarcal encarnada en este caso por los siniestros políticos locales de Sucre y el resbaloso rector de la universidad. Por otro lado, están Federico y Bayly, personas que se comportan como un agregado más o menos articulado de muecas, sumidos en una representación alienada que, por suerte, como dice Eagleton hablando del teatro de Brecht, "vacía las acciones cotidianas de su imaginaria plenitud, deconstruye sus determinantes sociales e inscribe en ellas las condiciones de su producción". Mal que le pese a esa parte de Bolivia que aún no supera la lobotomía colonial, los que quedan en pelotas son los segundos, nunca los primeros.

viernes, septiembre 19, 2008

Ahora sólo quedan ecos

Richard Wright (1943 - 2008) murió el pasado lunes y nos dejó a todos los fans de Floyd con la lágrima tambaleante en el ojo y el moco fluído en la nariz. Nunca más... resonó mi interior como en el poema de Poe. Nunca más Pink Floyd podrá sacar disco de estudio con la banda completa, nunca más ESOS conciertos, sólo ecos.

Acompañados por esta sublime canción, recordemos a este brillante tecladista y portador de una voz privilegiada que aportó de manera decisiva a esa banda que nos hará estremecer ahora y siempre. Por último, ojalá que no decepcionemos al alma de Richard y gane Floyd a los Beatles en la encuesta del lar con justo merecimiento.

¡Dios o su equivalente te tenga siempre donde mereces Richard!

martes, septiembre 09, 2008

Las letras de Mario Levrero y un pequeño esbozo de la idiosincrasia uruguaya a raíz de las visitas del tío Lucho

Cada dos o tres años suele visitarnos nuestro tío Lucho, quien mora en el extranjero. En dichas visitas nos enfrascamos en largas, amenas y divertidas charlas que pueden oscilar entre Kafka, los trastornos existenciales del internet, la fealdad del jugador de fútbol mexicano o los amores de juventud de Kathy Kastulovich, prominente y reluciente doncella orureña en los tiempos de juventud del susodicho. Dentro de esta pléyade de temas de plática, últimamente me ha llamado la atención la extraña fascinación que mi tío profesa por lo uruguayo.

Me explico: En sus últimas dos venidas ha hecho cálidas alusiones a dos manifestaciones muy distintas de la cultura uruguaya. Primero el cine, sobre todo basada en el filme “Whisky”, pequeña pieza de palabras austeras, sentimientos reprimidos y silencios elocuentes, donde dos hermanos judíos, enfrascados en el amplio universo de la industria de calcetines, se reencuentran inevitablemente por la muerte su madre y deben pasar un tiempo soslayando el recelo que se tienen el uno al otro, así como disimular la verdadera realidad que ha cada uno le toca vivir. En clave Kaurismaki, el dúo de directores Stoll y Revella (lamentablemente fallecido de forma prematura el 2006), nos narra esta tragicomedia, plasmando mucho y nada la idiosincrasia uruguaya con esos matices secos, austeros y hasta hieráticos de esa existencia periférica y marginal que les toca llevar, siempre opacados ante la elocuencia, exageración y sazón de sus vecinos rioplatense, los argentinos.

En sus últimas visitas le tocó pasar mucho tiempo con mi abuelo, quien ya viejito, había perdido gran parte de sus facultades auditivas, por lo que la comunicación con él era bastante complicada sino fuera por estruendosas frases de escasa eficacia, por lo que cuando yo lo llamaba preguntando por sus quehaceres en la casa del abuelo, el me decía que estaba viviendo su propia película uruguaya: una sala, dos personas, mucho tiempo, palabras a cuentagotas y una solemnidad bañada de un triste humor. Él me exhortaba a poner la cámara y a conseguir auténticas joyas de ese cine de encuadre-tiempo, debí haberlo hecho.


La segunda alusión a su fascinación por lo uruguayo surgió en su última venida, cuando hablando de fútbol nos dijo que la única liga que soporta y disfruta hoy por hoy es la uruguaya, comentario, que debo confesar, me pareció no sólo raro y estrambótico, sino que también valiente e hilarante. Fui deduciendo que esa empatía se debe sobre todo a los aspectos menos futbolísticos del fútbol uruguayo, y si a los ribetes de pundonor, hombría criolla, violencia desasosegada, vívida teatralidad y regusto a marginal que puede tener un Peñarol-Cerrito con ese popurrí de lágrimas, sudor, bronca, goles maravillosos y patadas arteras, un compendio de lo que se podría entender como épica barrial.


Estas pinceladas de atracción a lo uruguayo causaron en mi una inmensa simpatía y un aprecio no por la percepción que mi tío tenía por ellas, sino que gestó en mi un aprecio propio que tuvo una reconfirmación en las últimas semanas con la lectura de un par de libros de escritor uruguayo Mario Levrero, recomendado hace algunos años por mi gran amigo Juan. Los volúmenes con lo que me toqué enfrentar son “Dejen todo en mis manos” y “La ciudad” ambos de un talante y tono muy distinto pero siempre con ese indeleble retrogusto a uruguayo.

En “Dejen todo en mis manos” nos enfrentamos a un escritor en precaria situación que con afán de ganarse unos pesos y la posible publicación de su novela se aventura a un pequeño pueblo en el interior de Uruguay con la empresa de descubrir la verdadera identidad de Juan Pérez, escritor de una excelente novela política. Con una profunda influencia Chandleriana, nuestro alicaído héroe pretenderá emular al mitiquísimo Philip Marlowe en sus pesquisas y tribulaciones en el quasi desértico pueblo de Penurias, ubicado entre los pueblos de Miserias y Desgracias, con lo que nos podemos imaginar el jocundo ambiente de la zona. Durante los diferentes avatares de investigador privado nuestro protagonista se enfrenta a una variedad de variopintos mas paradigmáticos personajes que van haciendo leves o graves mellas en su a priori indiferente alma logrando en su quehacer no sólo procurar resolver el enigma sino reencauzar su precaria existencia.

“La ciudad”, por otro lado, tiene una fuerte vena kafkiana, donde un desorientado protagonista sale de “su nueva” casa en búsqueda, durante una noche tormentosa, de un almacén que nunca encontrará y que lo enfrascará en una extraña aventura en desiertos y deshabitados parajes donde el escaso y confuso contacto humano nos hace pensar en una ilógica humanidad robótica, alcanzando una “ciudad” que es más bien una desvencijada y envejecida ciudadcita de Lego, ya que contaba con un puñado de edificaciones donde sobresale la impoluta y absolutamente innecesaria estación de servicio, ya que pese a ser el único recinto bien mantenido tenía una utilidad nula al no pasar por allí transporte motorizado alguno. Los confusos y fantasmales hábitos de los pobladores de la “ciudad” colocarán al personaje en atribuladas e incómodas conjeturas y disyuntivas poniendo al lector en una incómoda pero disfrutable travesía literaria donde los Samsas, Kas o Agrimensores de turno se mudan a una de las Miserias Levrerianas en el interior de Uruguay para vivir un traumático episodio de confusión burocraticohumorístico.

Las dos facetas que he descubierto de Mario Levrero me dan cuenta de un narrador sucinto y preciso en sus palabras como en sus tramas, con un don de saber llevar sus historias, sus personajes y el interés de los lectores en la prosa que nos profesa y en los baldíos universos donde se desenvuelven los acontecimientos, haciendo del humor parco y polvoriento, de lo recóndito y periférico de toda vicisitud, de lo extrañamente telúrico y barrial un fascinante mapa de lo que es el ser uruguayo con todo eso que le pertenece a lo humano y a lo universal, pero con esos rasgos que solo tienen los profundamente orientales, lo que les permite a ellos mismos disfrutar y lamentarse de forma soslayada y solemne de qué son y de dónde son. Así como a partir de ese mismo mapa levreriano comprender de forma más honda esos matices que han seducido a mi tío a disfrutar de una película, un libro o un partido venido de ese fascinante confín de nuestro continente conocido como la República Oriental del Uruguay, bicampeón del Mundo.


martes, septiembre 02, 2008

J.G. Ballard: La matemática de la subversión, la poética de la enfermedad


“Identificándose con la isla, contemplaba los coches en el cementerio de chatarra,
el cerco de malla de alambre, el bloque de cemento detrás de él.”
James Ballard, La Isla de Cemento

“El yo sucumbe, pues, al vencer, y vence al sucumbir”
Georg Simmel, Intuición de la vida

El espejo:
Rompiendo las fronteras establecidas por el racionalismo, James G. Ballard patea el tablero de la hegemónica cosmovisión nacida de la epistemología cartesiano-positivista, al plantear una posición en la que el mundo exterior es un espejo del mundo interior y viceversa, ambos se entremezclan en una totalidad fenomenológica hermética e inextricable. No se puede conocer al uno sin conocer al otro. A la par de su maestro E. A. Poe, este insaciable creador propone mundos cerrados, universos monótonos llenos de reproducciones a escala de sí mismos. El o los personajes se alienan en su entorno; a medida que lo comprenden (fieles al sentido primitivo de este concepto) se dejan comprender por él.

Bacon, De Chirico:
Al igual que estos dos pintores quienes, a su manera, adoptaron las normas clasicistas y se sirvieron de éstas para pintar paisajes interiores atravesados por la lógica caótica del sueño, Ballard recurre a una narrativa clásica, lineal, ontológicamente plana y formalmente convencional; sin embargo los relatos resultan monstruosos, herméticos, inexplicables. ¿Cómo logra esto? Justamente gracias a que, como Kafka en su tiempo, Ballard niega, de manera elegante, cualquier separación entre la objetividad y la subjetividad. El personaje, como el lector, está cautivo en una telaraña significativa donde una palabra tiene el mismo peso, valor y propiedades que una cicatriz, un pedazo de metal oxidado o una playa desierta. El relato es un paseo por un paisaje interior; la elección de imágenes, densas en significado, conlleva a una exploración dantesco-freudiana de nuestras interioridades frías e inexploradas como una terra incognita. En pocas palabras: inevitablemente, al leer a Ballard, estaremos con y dentro del personaje en todo momento, el genio del autor radica en hacernos caer en una trampa de objetividad.

Totemismo post-industrial:
Esta concepción del mundo exterior como espejo no es nueva y está lejos de serlo: los pueblos totemistas conciben el mundo animal y vegetal como un reflejo perfecto del mundo espiritual, psíquico y social (la mentalidad holística no permite separar estos elementos orgánicamente ligados en la vida). Estos pueblos, como confirman los antropólogos estructuralistas, perciben una expresión de la jerarquía sociopolítica y metafísica en la jerarquía que existe entre las especies del entorno que les toca vivir. Cada humano tiene un lazo místico con un ente específico del mundo natural y es este lazo el que le otorga una posición e identidad en la sociedad, al repetirse la estructura del primero en esta última. Esa relación metafórica con el entorno ha sido extirpada del modo de vida del hombre moderno. Sin embargo, Ballard, cual científico loco, reinyecta la cosmovisión totemista, sólo que con los artefactos de nuestro entorno tecnológico. Objetos que, según nos han hecho creer, poco en común tienen con nosotros, justamente por el hecho de ser nada más que eso: objetos.

El automóvil, por ejemplo, se ha constituido, innegablemente, en una prótesis de nuestro propio cuerpo: dependemos de él para ejercer nuestra vida normalmente. Asimismo hoy las computadoras, Ipods, teléfonos celulares, máquinas de lavar, refrigeradores, vibradores y televisores han poblado nuestra vida y se han hecho partes orgánicas de nuestro ser-en-sociedad, tentáculos de nuestras mentes, piernas, penes, oídos, ojos, etc. Y eso desde un punto de vista diurno, objetivo. ¿Qué relación tenemos con esos objetos desde una perspectiva nocturna, onírica, inconsciente? Recuerdo que un gran amigo me contó una pesadilla infantil que le marcó la memoria; ésta consistía en que no podía cruzar una calle porque automóviles, en ambos sentidos, pasaban sin cesar, a alta velocidad y sin dejar un intersticio de tiempo y espacio como para que él, niño aun, pudiese atravesarla con seguridad. Ese silencio de los objetos durante el día, en la noche, a través del sueño, deja de ser silencio. Los objetos se animan y dicen, comunican porque son humanos, así como nosotros también, para vivir, nos hemos cosificado irreversiblemente (no es casualidad que la gente apele a metáforas de mutilación o discapacidad cuando se ve privada de coche o de conexión a Internet). La ilusión cartesiana cede a una benigna pesadilla en la que, desde una mirada similar a la de la infancia, la cosa, mágicamente, adquiere cualidades de sujeto. El ser humano moderno es un monstruo híbrido e inabarcable, así como su interioridad que está dibujada en esas inmensas ciudades que ha construido como laberintos de concreto, señales, redes de asfalto, humaredas negras y luces de sodio para esclarecer, desde el otro lado del espejo, el misterio del deseo y del miedo que nos consume.

En búsqueda del Yo Superado*:
Ballard, al contrario de lo que proponen las lecturas superficiales, no es un escritor negativo, sino más bien (pro)positivo. Los personajes que pueblan estos universos de maravilloso colorido son, por lo general, pioneros, aventureros tanto en el cosmos de las cosas como en el cosmos de los significados. Los personajes ballardianos son parcialmente autodestructivos o de tendencias suicidas, sin embargo, en ningún caso esto se debe a la existencia de un mundo que los haya aplastado o vencido: la autodestrucción en Ballard es una fase embrionaria en una serie de acciones que llevan a una trascendencia. Ésta última obedece a la voluntad artaudiana de la consolidación de un Nuevo Cuerpo como raíz de un Nuevo Ser. La identidad (nacional, socio-profesional, sexual, familiar, religiosa, etc.) que el humano moderno carga como una “caja de acero” es una tara para encontrar la verdadera identidad: expansiva, ilimitada, creadora y destructora, aunada irreversiblemente con su entorno y las ánimas que lo pueblan. Si el precio para ese estadio del Ser es la muerte de la identidad social y del cuerpo anatómico (en oposición al famoso “cuerpo atómico”), los personajes de Ballard están dispuestos a pagarlo y no parecen estar asustados al respecto.

La ética ballardiana:

Más allá del bien y del mal, más allá de la vida y de la muerte: esa parece ser la consigna de Vaughan o el doctor Mallory (emblemáticos héroes ballardianos en Crash y El Día de la Creación, respectivamente). ¿Qué hay más allá de todas estas cosas? El verdadero Yo, el Yo Superado. El lúcido sociólogo francés Émile Durkheim estableció una relación sistemática entre lo social y lo moral, al punto de postular que todo acto moral es un acto social y viceversa. Social es aquello que, ajeno a la esencia del individuo mismo, se instala en él y regula su actuar de manera exógena, como un virus (aunque el individuo lo ignora, habiendo interiorizado el sistema de normas). La moral es una estructura de obligaciones exterior al sujeto y cuyos beneficios tampoco recaen sobre él sino más bien sobre la “colectividad” considerada como un todo orgánico. Los personajes y las novelas de Ballard son amorales. No se los puede tildar de inmorales porque el inmoral, para transgredirlo, tiene que acatar un sistema de normas. A ellos no les importa el bien y el mal impuestos por un concepto frío y abstracto de colectividad y de ahí que, por lo general, hablamos de sociópatas de calibre olímpico, marginales peligrosos para la sociedad porque su voluntad y sus acciones no tienen sentido desde una perspectiva moral, dado que no hay lugar en ellos para culpas o gratificaciones exógenas. Lo maravilloso y complejo de estos personajes es que, a pesar de carecer completamente de moral, no carecen de ética: una ética muy singular pero ética al fin. Dado que lo moral no abarca lo ético si entendemos esto último como la disciplina filosófica que concierne a los patrones de acción a un nivel más general que aquel implicado por estructuras sociológicas. Lejos de ser nihilistas, los personajes salidos de esta demente mente se sienten investidos de una misión trascendente para la humanidad, una misión que consiste en remodelar a la especie, devolverla a su mística unión con su contexto material. Lo patológico, lo amoral de este actuar radica en el hecho de que para lograr esta unión, el precio más seguro es la vida misma: la nueva humanidad se conquista a través de una erotización de la muerte, una domesticación de la materia inerte en virtud de una nueva materia, encantada, reinventada. Tal el designio nietzschesco-milleriano de estos héroes, designio contrario a las exigencias morales y solares de la modernidad. Trascender la muerte: sí, pero con (y a través de) la viscosa y fluida materialidad del ser. Lo que sería equivalente a decir: trascender la muerte a través de la muerte misma. Se trata de héroes inspirados que renuevan los ideales de un Jean Jacques Rousseau al erigir la posibilidad de un humano independiente de la sociedad, superior a ella. Después de enfrentarse con Ballard, es imposible no sentir ese mal-estar-en-sociedad tan aterrador para el pensador francés. Queda claro: Más allá de los ideales de la vida en colectividad, basados en el miedo a la muerte y la coerción, hay un ser humano puro, prístino, libre e inevitablemente atraído por el peligro.

La poética de la enfermedad:
El racionalismo y el triunfo político de la ciencia positiva durante la modernidad, si bien han traído beneficios a la sociedad, también han engendrado complejos irresolubles y perspectivas mutiladas en los miembros de la misma. La idea de un funcionamiento normal del cuerpo como sistema ha servido de modelo para extrapolar esta visión organicista a otros estratos como la familia, la psiquis, las instituciones o la sociedad entera. La noción de normalidad acarrea inevitablemente su contrario que sugiere marginalidad, disfuncionalidad y/o, por último, inmoralidad. Lo patológico rara vez ha servido de base para generar una cosmovisión legítima, justamente porque es en base a la discriminación de este aspecto que se yergue y legitima el buen accionar o el buen funcionar de un organismo. Ballard, a través de este matrimonio con la muerte y sus epifanías metafóricas y/o metonímicas (la enfermedad, la putrefacción, la soledad, la desviación), no busca tan sólo aniquilar sino también crear, abrir nuevos horizontes a la mirada achatada y temerosa de la modernidad. Lo patológico deviene lógico dado que es una forma de domesticar, en vida, aquella muerte que nos llegará a todos implacablemente. Bobby Crawford, en Noches de Cocaína, roba, incendia, filma pornografía y reparte drogas pero no como un fin en sí. Su teoría radica en que una sociedad se hace consciente de sí misma y de su potencial creativo sólo cuando se siente amenazada. Triste desenlace a la enfermiza búsqueda de tranquilidad, retiro y seguridad del primer mundo: lo que nos hace vivir es el conflicto, la amenaza.

La matemática de la subversión:
Las novelas de Ballard son sistemas articulados orgánicamente, tejidos corporales de un animal aterrador e inevitablemente atractivo, tejidos que destruyen enérgicamente los valores que sustentan la modernidad oficial, pedante y primermundista; esos valores que mutilan al ser humano de sí mismo y de su auténtico cuerpo, permitiendo un contragolpe descontrolado de los objetos (de deseo) en lo profundo de las pesadillas. Sin embargo Ballard consigue eso simplemente a través de otra visión de la modernidad, más próxima a la visión primitiva de los pueblos totemistas y animistas. El postular la enfermedad como relativa y cuestionar la normalidad desde una asimilación poética de lo patológico es romper barreras que los racionalistas creían sumamente herméticas e indestructibles. La tenaz inteligencia de este autor provoca terror como toda inteligencia, pues lo que ilumina es aquello que voluntariamente hemos oscurecido para creer que vivimos en un mundo donde lo conflictivo, enfermizo, mortal, psicótico o sociópata son elementos disfuncionales en lugar de darnos cuenta de que son esos los elementos que constituyen el motor del ser-en-el-mundo y el sino que nos marca como especie.

El abismo de la libertad:

Henry Miller, en Trópico de Capricornio, hace referencia, con una intensidad literaria inigualable, a la búsqueda de esa Libertad Absoluta, inalienable, ajena a todas las libertades relativas a las que el hombre común está acostumbrado. Esa libertad no es cuantificable ni placentera (jamás confundirla con los campos de concentración de jubilados primermundistas en las ciudades balneario de España o Florida), su precio es un dolor semejante al de una madre en un parto complicado; es convivir con el peligro, ver más allá de la vida y de la muerte, aceptar la soledad fundamental con la misma resignación con la que se acepta el día final, encontrando el auténtico amor por la vida que no es sino despojo, puro y duro. Así como Robert Maitland en La Isla de Cemento, el ser libre de Ballard es como un animal de presa lanzado a lo salvaje o como un niño que se niega a cerrar la compuerta de su imaginación, la que se inyecta a los objetos y les da vida. Libre, en el sentido ballardiano, es aquel que comprende que los límites del universo son los límites del lenguaje; libre es aquel que fusiona la materia con el espíritu para recrear ad infinitum la unión prístina y onírica con su entorno… conjunto de objetos que están lejos de ser sólo eso. Libre es, desde la pluma de este genio, aquel que no teme a morir para encontrar, de manera orgásmica, el talismán que va más allá del miedo y el deseo, impulsado por la quimera de una Nueva Humanidad. Por eso y mucho más, las novelas, los paisajes y los personajes de este pintor del alma son abismales en esencia, pues en su manifestación se revela también, implacablemente, enceguecedoramente, el abismo de la libertad.


* En inicio había hecho referencia a un Super-Yo, pero para evitar connotaciones freudianas opté por llamarle Yo Superado dado que en el caso de Ballard estamos más próximos a un Super Hombre de Nietschze o a la voluntad gnóstica de trascendencia del ego terrestre que a la instancia de idealidad moral a la que se refiere la teoría psicoanalítica.

PARA LOS MÁS BALLARDICTOS, AQUÍ LES PROPONGO UNA VERSIÓN DE CRASH ANTERIOR A CRONENBERG DONDE EL ACTOR ES EL MISMO BALLARD (UNA JOYA SETENTERA):

http://pescotis.blogspot.com/