lunes, diciembre 18, 2006

Carver, después de la muerte y aún con miedo


“(...)
Miedo a la muerte.
Miedo a vivir demasiado .
Miedo a la muerte.
Ya dije eso.”

Fragmento de Miedo, poema de Raymond Carver.

Advertencia: estas líneas no son nada más que una interpretación absolutamente subjetiva de la obra narrativa de Raymond Carver motivada por la sorpresiva aparición en español del libro “Si me necesitas, llámame”.

Pocos sentimientos tan hermosos como encontrar algo nuevo, inédito, de algún escritor que admiras profundamente. Siempre, talvez plenamente desde Kafka, encontrar un manuscrito puede cambiar el rumbo entero de la Historia. Ahora, muchos años después de su muerte, se encontraron algunos cuentos inéditos de Raymond Carver compilados en el libro mencionado más arriba. En este caso, el hallazgo es aún más interesante debido a la poca extensión de la obra narrativa de este escritor norteamericano.

“Si me necesitas, llámame” mantiene los grandes espacios narrativos carverianos: el profundo Estados Unidos, el abuso del alcohol, las familias disgregadas; en fin, el peso cotidiano de la existencia bajo el manto del Imperio según Negri. A su vez, mantiene sus rasgos estilísticos característicos: los finales atropellados, abiertos y enigmáticos, el lenguaje inmediato y simple, la narración directa, cruda y parca.

Mucho se ha hablado sobre estos dos aspectos: sus preocupaciones y su estilo. Sin embargo, me parece que en toda la obra de Carver está presente una intuición que modela todas sus creaciones: el miedo. De ahí que el poema que sirve de epígrafe a este artículo sea para mí el espacio donde se condensa todo su mundo narrativo.

Toda la obra de Carver está signada por el miedo a la catástrofe, a un giro malicioso del destino, expresada tanto a nivel externo como a nivel interno. El miedo a propiedades que nos exceden y que pueden cambiar la vida de manera terrible para siempre, el miedo a los demonios internos, tristes y malditos, que pueden acabar con la felicidad de manera definitiva.

En el primer caso, en términos externos ajenos a la decisión de los individuos, el miedo está orientado a fenómenos cotidianos que trastocan la existencia de las personas, de manera traumática e irreversible: un accidente de transito que mata a tu hijo, un par de jóvenes borrachos que violan a dos mujeres o un incendio que arrebata a una madre divorciada a sus dos únicos tesoros: sus hijos (como dice Carver en el citado poema: “Miedo de ver a una patrulla detenerse frente a la casa. (...) Miedo a tener que identificar el cuerpo de un amigo muerto.”); la muerte, la tristeza, el dolor infinito, son solamente cuestión de probabilidades, la existencia es sólo una lucha peregrina contra la posibilidad de la tragedia. En el fondo no somos más que títeres tratando de vencer al designio, casi siempre unívoco, del dolor, la nostalgia, la amargura y, siempre inevitable y certera, la muerte.

En el segundo caso, en términos internos relacionados a los estados de ánimo y las motivaciones emocionales, el miedo está orientado a la aparición de sucesos internos que se te pliegan al alma como sombras imperecederas: la depresión, la nostalgia, la debilidad frente a las drogas, la imposibilidad para poder escribir (de nuevo el poema citado: “Miedo de no quedarme dormido durante la noche./Miedo de que el pasado regrese./Miedo de que el presente tome vuelo(...) ¡Miedo a la ansiedad! / Miedo a la confusión.”). En el mundo carveriano, la acción cotidiana es sólo una insuficiente batalla contra la absurda existencia: el trabajo, las relaciones, el pasado y el futuro, son sólo estrategias nimias para tratar de engañar al peso funesto y doloroso del mundo. En el espacio carveriano, el amor siempre acaba, todas las relaciones son perennes, la pasión es una llama que se apaga inevitablemente, el cariño es sólo una acción que te vuelve más débil y vulnerable y el resultado siempre es la tristeza y la impotencia.

En el fondo, en los cuentos de Carver, los seres humanos no somos más que protagonistas de un mundo que está vacío; no somos más que sombras que malviven día a día en base al absurdo; no somos más que sujetos viviendo una existencia cotidianamente triste, esperando el devenir del día a día, hasta que un suceso cambie nuestra existencia para siempre. Y ese cambio es siempre un camino, tamizado por nostalgias y sucesos dramáticos, hacia la muerte.

jueves, diciembre 14, 2006

El equipo chico más grande del mundo


A mi viejo


Recuerdo hace seis meses haber inaugurado este blog. Enmarcado entonces por el furor que creaba el fútbol en las fauces de un desenlace mundialista. Hoy la tesitura es diferente, el blog ha crecido, se está en la pesquisa de buscar su propia personalidad, ha diversificado sus afanes, sus intereses y sobre todo sus puntos de encuentro, que esos son los que más valen para nosotros los que lo elaboramos y esperamos que también para ustedes, caros lectores, que son los que lo sostienen, porque sin ustedes, nuestras pendejadas serían un antro de conceptos superfluos al oído de la nada. Pero bueno, he dialogado con muchos de nuestros lectores, he compartido nociones, preferencias, admiraciones y sobre todo críticas, reproches y reprobaciones. La más asidua, aunque inopinada, es su nacimiento casualmente futbolístico que perfilaba el blog como algo unívocamente futbolero, algo que en escaso tiempo probó ser incorrecto.

Hoy quiero hacer tributo, y miren que estoy tributero (el tributerismo es un género tremendamente boliviano), ha seis meses de la existencia del blog y quiero celebrar que haya gente a la que le interese lo que nosotros tengamos que decir, tanto como a nosotros nos interesa que nos lean y que nos repliquen lo que bien o mal que les parezca, que nos pongan a parir sobre todo y si les mola, mejor. Pero sobre todo celebrarlo por dos cosas: por la latitud temporal (valga la paradoja) alcanzada aunque es todavía muy escasa y por lo contumaz de su sino inicial: el fútbol.

Hoy es un día especial para los futboleros, sobre todo para los futboleros herederos de a quien nos debemos futboleros, de a quien nos ha convertido en futboleros y es a una persona en especial, a la que nos debemos pesados (para tantos lectores y para tantos familiares, incluida esa única dadivosa que te otorga la vida y te sonríe pese a las reiterativas futboleras constantes), a la que le debemos esa pasión tan peculiar por el fútbol. Sin rubor. Con orgullo. Con casta. Con cariño. Hoy con infinita empatía, porque es lo que toca.

Habrá que aclarar cosas: por sobre todo soy hincha de San Lorenzo de Almagro y Bolívar.

Seguimos aclarando cosas: hoy hay que celebrar, no por alguien, sino por el fútbol y por muchas cosas maravillosas que tiene (aunque en sí, ya he declarado que celebro tanto con alguien como por alguien).

Hoy cabe loar una hazaña(por ende lo inusual, lo inverosímil): Estudiantes de La Plata ha salido campeón argentino (y no porque sea Estudiantes, sino como lo logró, viniendo de atrás, rebasando impedimentos, superando barreras, sobresaltando actitud, alcanzando un heroísmo impremeditado como imprecedente) y se lo merece por todo lo alto.

Estudiantes es campeón, y quiero decir que es el equipo chico más grande del mundo, pese a los chicos que pese (que son innumerables, no te sientas mentado Gimnasia que tu antigüedad es equiparable a tu pequeñez por no decir enanismo) y pese a los grandes que pese (ya que infinidad de grandes, o inmensos, añorarían la grandeza pincharrata y sus tres copas Libertadores y SU copa Intercontinental, y como ayer se alzó con una corona que para el más pintado hubiese sido inexpugnable).

Se celebra una suerte de milagro, porque Boca perdió 9 puntos sobre 9, porque Estudiantes ganó 37 puntos sobre 39 viniendo de atrás, y porque ayer al infernal sol bonaerense hubo un solo equipo grande, un solo equipo que quiso ganar ante todo, adversidad, camiseta, trayectoria, influencia, experiencia, determinismo o vocación y ese fue Estudiantes y si los dioses del fútbol existen (malditos, cabrones obstinados) por una zorra vez se portaron benevolentes, aunque no por ello menos contumaces (véase el palo de Pavone en la primera parte como las infinitas atajadas de Bobadilla).

Se celebra el talento, ya que pese a denominarse el León a Estudiantes por su inmenso corazón, y que su insignia sea el enorme, incansable, intratable, insaciable, indefinible (y todos los ines que hagan falta) “Chapu” Braña, se agradece que haya un “Principe” Sosa que con su displicente caricia mande a guardar esa preciada esfera, providencial objeto de tantas glorias como angustias. Sosa permitió la remontada, Braña nos rubricó un campeón.

Dicho esto, huelgan las palabras para un sujeto monstruoso, indomable, inabarcable, inmarcable (y todos los ines restantes) que es Mariano Pavone, la estrella y emblema de éste campeón, ya que él con su polenta y sus goles buscó esta final, la encontró y por ende, con esa grandeza pincharrata que lo congracia, la ganó. Con un gol a lo suyo, desliz, potencia inopinada, sorpresa, anticipo, llegada y gloriosa culminación. Ergo: Estudiantes CAMPEÓN. Cortesía de numerosos guerreros capitaneados por el rey de la selva: el León Mariano Pavone.

Un párrafo especial para los ancestrales.

Primero: Cholo, si naciste para derrochar tu liderazgo tenía que ser en un equipo albirrojo, no importando la latitud ni el tiempo, en la cancha o fuera de ella, no importando que el rival fuera Albacete o Boca, era una cuestión de romper tendencias y quebrantar maleficios, tu lo hiciste y lo sabemos. Tu firma: tu talante indómito, tus insobornables cojones y tu indiscutible liderazgo.

Segundo:“Brujita” Verón, nada se siente como el humilde hogar, y tu supiste volver y al ejemplo de tu viejo quisiste dejar esa estela de grandeza que tu linaje otorga. ¡Vaya que lo lograste! Enhorabuena Juan Sebastián y los que digan que Estudiantes es una escuela de picapiedras, que primero piensen en los referentes de este legado y lo que Estudiantes es y ha sido desde aquel entonces del gran Zubeldía, es ante todo y sobre todo una escuela de valientes y ¡joder! de valientes e indómitos ¡CAMPEONES!

Tercero: Por último, rememorar las viejas gestas de Estudiantes, por las cuales hoy me es tan grato celebrar, congratular y reverenciar este lauro, y es que gracias a mi viejo que desde pequeño niño sanlorencista, me hacía brillar los ojos con épicas narraciones de esos platenses gladiadores que mis pupilas nunca contemplaron pero que no por eso no dejaron huella, admiración y empatía en mi memoria y en mi corazón de genealogía pincharrata.

¡Felicidades Estudiantes! Sólo y nadie más que ustedes se lo merece tanto.

martes, diciembre 12, 2006

El efecto hilarante* o ¿Qué ha hecho Dreyer para merecer esto?


Hace algunas semanas se estrenó en la cartelera española la última película del director Álvaro del Amo, “El ciclo Dreyer” que pasó sin pena ni gloria por los cines. Una lástima. Les juro que procure exhortar a todo el que se cruzó en mi camino a que fuera a verla, nadie lo hizo. Quería contrastar mis percepciones, la lectura que me tocó darle, ya que yo tuve la fortuna de verla en la Seminci de Valladolid donde compitió en la Sección Oficial y donde también exhorté a algunos amigos míos, miembros del jurado joven a premiarla, tampoco se dio. Pero ahora que la película está desaparecida me parece justo hacerle un pequeño tributo y esperar que alguien pueda cazarla por ahí en vídeo cuando esté disponible.

Mejor pasar a explicarme el porque de los lamentos y de las sendas exhortaciones.

La película se sitúa en la Madrid de los años 60, en la emergente cultura de los cine-clubs y en el descubrimiento de grandes maestros del cine, en éste caso Dreyer, de quien Carlos junto a Julia han planeado un ciclo. Dicho ciclo será el hilo conductor de la trama en la que también intervienen Elena, la novia de Carlos, y el sacerdote Santi, quien llega a la ciudad para realizarse unos tests médicos antes de irse a las misiones africanas, éste último desequilibrará la relación de los dos novios, haciendo cavilar a todo el mundo en los grandes temas de Dreyer, el amor, el adulterio, la pasión, la muerte y todo dotado de un envoltorio religioso.

“El ciclo Dreyer” es una mala película genial, que tiene que lidiar con dos protagonistas e interpretes masculinos terriblemente malos, con diálogos y una temática de una pasmosa ingenuidad (posee líneas dignas para cualquier antología de cine Z o de casposos telefilmes), una pretenciocidad que queda a leguas de alcanzarse y por último, todo ornamentado con un cierre bochornoso. La película en síntesis se podría enmarcar en el género de españolada de época (españolada: es decir un culebrón español, ya que el culebrón es un género nacido en Latinoamérica).

¿Cómo es posible que semejante bodrio produzca un momento agradable o acuñar el epíteto de genial? Si conjugamos todos los defectos anteriores, y como lo hizo del Amo, los batimos en el mismo crisol, sale una comedia amorosa ridícula, que por sobre todas las cosas causa un “efecto hilarante” descontrolado, que mantuvo a la sala riendo más de la mitad de la película, pero no digo riéndose normalmente, sino tirándose de las butacas, como lo oyen. “El ciclo Dreyer” ha sido para muchos la peor película del festival (yo me niego rotundamente y violentamente a solventar esta aseveración), pero creo que va ser innegable que para muchos de los espectadores que hemos paseado por las salas durante la Seminci, sea justamente ésta película donde mejor nos lo hemos pasado.

Si la búsqueda hubiera sido parodiar una suntuosa realidad del pasado, en clave comedia, la película hubiera dado en la diana, pero al presenciar la conferencia de prensa (no sin un cierto morbo), el director parecía estar despistado cuando le preguntaba si todas las risas provocadas por el filme habían sido deliberadas, el mentó que pretendía dotar a la película de un poco de ironía, pero parece que se le paso el arroz. En la misma conferencia de prensa, los actores trataron de justificar su amaneramiento, sus cándidos diálogos y las verdaderas pretensiones de la cinta. No lo lograron, simplemente nos dejaron en limpio que la película es un tiro por la culata para un director que pretendía versar seriamente sobre una época, una devota cinefilia y un tema tan propio como peligroso cinematográficamente como es el amor. Por lo tanto las carcajadas que nos provoco no venían en el menú, pero sinceramente se agradecen, ya que al final es el espectador el que hace su película final y da gusto ver una película que aunque pifiada de intención te haga pasar un rato tan grato en el cine, aunque me imagino que el pobre Carl Theodor estaría revolcándose en la tumba. Con el permiso del maestro, aunque sin su consentimiento, los invito y prometo que esta será la última vez, a ver esta hilarante rareza.


*Me tomo la licencia de pedir prestado el título a mi inestimable amigo J.S.

viernes, diciembre 01, 2006

Sobre la abstracción del movimiento en la representación espacial pura: homenaje a Francis Bacon y Jackson Pollock.



“Or moi
dans mon corps,
moi,
tout mon corps,
je sais tout”

Antonin Artaud


La reflexión sobre el sentido de una obra pictórica es uno de los deleites mayores que el espíritu pueda gozar. Este gozo es quizás solamente superado por la descarga de energía emocional que la misma obra transmite y cuya realidad es inaccesible por otra vía que por aquella que albergan los dominios de la intuición, la magia y el misterio.

El presente texto pretende a la vez relacionar y homenajear a dos grandes pintores de vanguardia que fueron el irlandés Francis Bacon y el norteamericano Jackson Pollock. Nada en apariencia liga la obra del uno con la del otro excepto, justamente, en que ambos pertenecen a una generación de vanguardia tatuada en su impulso creativo por el surrealismo y, ante todo, por el maestro Picasso, un faro en la pintura contemporánea; a la vez condensador de la obra anterior a él e impulsor de tendencias de vanguardia inéditas en la historia de las artes plásticas. En ese sentido, la importancia de Picasso es tal, que se puede decir de él que fue un gran inspirador tanto como un gran frustrador: el pintor vanguardista había de ir más allá del genio malagueño ¿Pero cómo?

Sería pretencioso continuar mentando la importancia de Picasso en su contribución a la concepción entera que nos hacemos sobre el espacio, el cuerpo y su representación. Empero, si algo necesitamos rescatar de este genio para continuar nuestra humilde reflexión es su voluntad, entre muchas otras, de plasmar la condición temporal del ser, es decir, el movimiento incesante, vital y aniquilador de la experiencia humana. El “montaje interno” sugerido por la descomposición cubista es un hermoso ejemplo: se trata de un desafío que para el clasicismo en artes plásticas hubiera sido impensable; el espacio era concebido justamente como una dimensión estética capaz de contener los rasgos atemporales, arquetípicos, liberados de la descomposición inherente a la condición temporal del sujeto representado. En el gigantesco ensayo de Georg Simmel sobre Rembrandt, el filósofo ya destacaba la capacidad del pintor flamenco de concentrar en su pincelada la fuerza vital que había atravesado el trayecto de la vida de sus sujetos alejándose así de la concepción clásica de que en el retrato debe quedar plasmada la esencia ideal de la persona o cosa en él representada.

Después de Picasso ya nada podía ser igual, la domesticación pictórica del movimiento sería de ahí en adelante el desafío para muchos de los pintores de vanguardia. La pintura, desde esta perspectiva, ya no tendría por misión estética (emocional) representar realidades ideales sino intuiciones viscerales, oníricas; realidades sometidas a la deformación inherente al ser condenado a la condición temporal. La pintura, desde Picasso, debía representar al ser sometido a la continuidad metonímica con la cosa, con el animal y con la muerte. En ese sentido, el giro es casi de ciento ochenta grados respecto a la concepción general que había de la creación pictórica hasta ese entonces.

Dentro de los seguidores de la veta abierta por el maestro malagueño están nuestros dos homenajeados y quizás sólo sea ese el común denominador que los vincula a primera vista (además del amor por la botella y sus infernales contenidos). Uno, Francis Bacon, irlandés, autodidacta, salido de un grupo londinense de pintores de vanguardia. El otro, Jackson Pollock, nacido en Wyoming y criado en California, ha emanado de una formación más académica. Él, desarrolla su obra en Nueva York y nunca cruza hacia el antiguo continente. Ambos pintores han sido radicalmente innovadores y han tenido una posición tan experimental en relación a su época que, en una primera instancia, el contenido de su obra no era de lo más comprendido. Sin embargo, rápidamente, la crítica ha sabido apreciar el valor estético de los lienzos de estos anglosajones de extraordinario talento.

Si Bacon va a contracorriente de su generación es por negarse rotundamente a caer en la abstracción. Si algo le obsesionaba justamente, era la figuración, la figuración en exceso. Heredero de Rembrandt y Goya, Bacon hace de la figura humana su universo y paisaje, el principio y el fin de un estar-en-el-mundo más “real” desde un intimismo esotérico y visceral que desde un objetivismo exotérico o clínico. La obra del irlandés nos señala una “trampa” de la representación clásica del cuerpo humano que es la ausencia de representación de la experiencia corpórea como una experiencia energética. El cuerpo clásico, representación estética ligada a una idea de trascendencia platónica, oculta la condición heraclitiana del ser, el flujo continuo de humores y oscuras intenciones carnales que mueven al sujeto desde un adentro desconocido y en constante metamorfosis. Entre el estado máximo de diferenciación del cuerpo como representación del Sujeto – el héroe solar helénico –, a la fusión total con la res extensa que implica la muerte, hay un estado intermedio, donde la figura humana queda como rastro, cediendo paso a los arquetipos del caos. El cuerpo baconiano, representado como experiencia energética en un plano bidimensional, difiere del cuerpo clásico en que, en lugar de ocultarla, pretende revelar con la violencia que amerita, la condición fluida y continua de la identidad sometida al yugo del tiempo; la pincelada de Bacon describe ese pasaje constante a la fusión con la cosa, metáfora y realidad sobre la muerte, condición implacable del ser corpóreo. He ahí la “trampa” del clasicismo: el cuerpo, que parece tan verazmente representado, es en realidad una abstracción, una realidad trascendente, existente solamente en el espíritu humano; un cuerpo desprovisto de mierda, sangre o semen: auténticas señales de nuestra condición pasajera, líquida e inestable por el mundo como sujetos idénticos a sí mismos. Bacon, en lugar de matar el cuerpo para conocerlo por dentro como los anatomistas, emplea una apuesta estética para palpar la experiencia visceral como una representación más real del cuerpo y por extensión metonímica, de la identidad misma de las cosas.

Si hay terror y pesadilla en los lienzos de Francis Bacon es quizás por su apego a la figuración heredada del arte renacentista (en especial flamenco y español). Es como si el cuerpo clásico, idealizado, diferenciado, sufriera un descenso hacia el oscuro mundo de la carne y la materia y allí se licuara, se triturara y explotara en un torbellino de energía viscosa: lo fascinante y aterrorizante es la marca que queda de aquella realidad idealizada, ahora devenida mueca de horror. No es casualidad el apego que tenía nuestro pintor por el retrato del papa Inocencio X de Velásquez; Bacon prácticamente lo revela desde una simbología nocturna, pesadillesca, como manchado por un aura oscura y difusa que transforma el rostro del clérigo en el rostro desesperado de un hombre al borde de la caída definitiva.


El objetivo de Bacon, por desafiante o imposible que parezca, es la figuración del tiempo, del movimiento vital como una condición intrínseca a la experiencia humana y todo en una dimensión estética puramente espacial – el lienzo –. Decimos figuración del tiempo y no abstracción porque el proyecto consiste en insertar esa dimensión temporal en una concepción pictórica figurativa y clásica, y no extraerla (abstraerla) de su contenido. Es por eso que el retrato forma uno de sus temas predilectos: tratando de buscar una forma de representación más acorde a la realidad de aquello que se representa, Bacon deforma, así como el tiempo nos deforma en los hechos. En el fondo, la deformación y la figuración excesiva provocada por el movimiento tienen un fin de calcar la experiencia humana con mayor apego a la realidad. En esta obra, las conquistas del arte clásico son un instrumento más para revelar una realidad interior donde las formas ideales juegan un papel más parecido a la melancolía que a la trascendencia.

Es la figura representada la que sufre la metamorfosis del movimiento en los lienzos del dublinés, el contenido mismo del cuadro. Por eso decimos, que el objetivo pictórico de este hombre no es tanto la abstracción del movimiento como su figuración. Sin embargo, en su empeño de representar el movimiento como un exceso de figuración, Bacon logra hacer explotar la figura cediendo el paso a una forma de movimiento puro que se aproxima a la abstracción del mismo: una dinámica más energética que formal que, como él decía, ataca directamente al sistema nervioso sin pasar por el intelecto: facultad analítica e identitaria del espíritu.

Muy diferente es la trayectoria del norteamericano Jackson Pollock quien lastimosamente no vivió tantos años como su colega irlandés, encontrando la muerte en un accidente trágico a los cincuenta y cinco años. Pollock se inició en el oficio de una manera académica con Hart Benton y emprendió un viaje de experimentación y búsqueda de nuevas formas hasta consagrarse, alrededor de 1945, como uno de los más grandes pintores abstractos de su época con la famosa técnica de salpicar el lienzo sin que éste sea tocado por el pincel creando así una constelación densa y electrizante de colores y formas abigarradas y entretejidas en una composición hipnótica.

Es imprescindible citar las influencias de Pollock, ya que justamente, si bien él llega a un grado altísimo de abstracción no es sino después de atravesar un largo camino de experimentación dentro de una perspectiva figurativa inspirada en Picasso, el surrealismo y José Clemente Orozco, el célebre muralista mexicano. En Male and female (1942) es quizás cuando se hacen más patentes estas influencias.

Es la propia sensibilidad del pintor la que lo lleva a adoptar la técnica de salpicar el lienzo, dispuesto en el suelo, en una especie de danza extática próxima al transe. Pintar para Pollock – y en eso no es una excepción en la historia de las artes plásticas – implicaba una forma de descargar, de sublimar, física y espiritualmente, una energía muy poderosa, que, si no se expresaba de esa manera devenía en una actitud sumamente (auto)destructiva y antisocial. Si en Bacon el contenido es extremadamente importante y, a partir de ahí, se explaya el transe de la aventura plástica, en Pollock es como si se quisiera plasmar en el lienzo solamente lo que el acto de pintar implica emocionalmente para el autor.

Si Jackson Pollock abandona completamente el arte figurativo no es por desprecio al mismo sino que esta ruptura representa una liberación de la figura a favor de una abstracción del movimiento puro. Hemos visto que Francis Bacon se propone figurar la condición temporal – el movimiento – de sus objetos representados y en sus objetos representados: es el contenido mismo del cuadro sobre el cual recae la acción y el movimiento. El cuerpo representado es, en el caso del dublinés, el que figura y representa el movimiento vital. En el caso de Pollock ya no hay cuerpo representado: en realidad, hay un movimiento representado, el movimiento de un cuerpo que es exterior a la representación y es el movimiento del cuerpo mismo del pintor. Por ello, en Pollock, llegamos a un estado casi puro de abstracción del movimiento a través de una traducción de este en capas de colores salpicados tras diversos tipos de movimiento e intensidades. Es la abstracción de una especie de danza la que queda plasmada en el lienzo del norteamericano. El cuerpo, al igual que en Bacon, es esencial en la pintura de Pollock pero no como contenido, figura, sino como motor de una dinámica de transe que se refleja en el enredo de salpicaduras de fascinante efecto cromático que queda tatuado en el lienzo.

Los dos pintores anglosajones han sido obsesionados pictóricamente con el movimiento y, por ende, con la “explosión de la figura”. Lo fascinante es como ambos han llegado a crear universos tan dinámicos y como ambos han domesticado a su manera la condición heraclitiana – de perpetuo movimiento y ausencia de identidad – del cuerpo y la han plasmado en dos de las obras pictóricas más importantes del siglo XX: uno, a través de la figuración excesiva y viscosa de las formas clásicas y el otro por el abandono absoluto de la figuración en favor de una liberación pura del “acto de pintar”, de descargar la energía física y emocional sin aferrarse a un contenido sino a una sensación. Es innegable la belleza creada por estos dos espíritus a la vez torturados y de una sensibilidad fuera de lo común: su aporte a la representación de lo humano-en-movimiento, es decir, humano realmente, ha sido invalorable tanto para la pintura figurativa como para la abstracta. Pasear por los universos pictóricos de Bacon y Pollock – cada uno de una manera muy diferente –, emociona, da vértigo, asusta y conmueve con esa mirada dinámica y melancólica de la condición humana sin que podamos definir, en ninguno de los casos, el sentido preciso de la obra. Sería más justo decir, que el sentido propio de una obra de Jackson Pollock o de Francis Bacon es el que cada uno le otorgue en el contexto de la observación pero siempre a través de una representación del tiempo en una dimensión atemporal. La historia del arte siempre deberá resaltar la labor de estos dos grandes genios que vivieron y murieron en el siglo pasado, donde las barreras institucionales del arte se derrumbaron a vertiginosa velocidad, cediendo paso a una dinámica vanguardista tan aniquiladora de las antiguas formas como creadora de nuevas visiones sobre la impenetrable y misteriosa condición humana.