domingo, diciembre 12, 2010

Burn after reading: o la perfección cinematográfica según los hermanos Coen

Joel y Ethan Coen se caracterizan por proponer un cine autoral que difícilmente se puede encerrar en claves de lectura o conceptos reductores como en el caso de ciertos de sus contemporáneos (Lynch, Kusturica, Almodóvar, Cronenberg, Egoyan, etc.). De hecho, a primera vista, se podría decir que la única marca común que se encuentra en su obra variopinta es que sus películas son buenísimas, requisito insuficiente para ser llamado “autor”. Para ello, la crítica y el análisis cinematográfico necesitan leitmotifs, obsesiones, autoreferencias, universos, etc. Al parecer, la apuesta de estos maestros, consiste en revertir el paradigma del “autor” como un renegado contra los géneros cinematográficos y el cine convencional.

La primera marca de su cine, y es imposible darse cuenta de ello tomando en cuenta las películas de manera aislada, es la voluntad de rendir un homenaje al cine mismo, al arte cinematográfico, a sus géneros, a sus clásicos, a sus fetiches y a sus divinidades. Cada filme que nos presentan representa una vocación (consciente o inconsciente, ¡qué importa!) de servir al cine más que servirse de él. Así, los amantes del film noir, del género policiaco, del cine de gangsters, de la comedia, del surrealismo, del realismo, etc., seguramente van a encontrar una o más pelis de los Coen que los van a interpelar.

Y, sin embargo, hay algo en esta obra, algo tan coeniano que no permite encasillar ninguna de sus películas en los cánones de los géneros arriba mencionados. No es fácil encontrarlo y es casi increíble que este misterioso elemento estructural se concentre tanto en propuestas como “Barton Fink” y “The man who wasn´t there” como en “Ladykillers” o “Raising Arizona”.

Después de darle vueltas y vueltas a esta obra sale a la luz la piedra angular que mueve el cine de estos singulares hermanos: la poética del error humano. Fue tras ver con sumo placer, y por tercera vez, la infravalorada “Burn After Reading” que tuve la revelación. Esta macabra historia, centrada en el corazón de Washington vestida con una traje burocrático-existencialista, nos regala un elenco de antología: John Malkovitch, Tilda Swinton, George Clonney, Frances McDormand y Brad Pitt, en uno de sus papeles más brillantes.

Quizás debido a que salió posteriormente a la ganadora del Oscar “No Country for old men”, esta joya pasó sumamente desapercibida y eso que, para algunos puristas (valga la diplomacia), se trata de un legado aun mayor que la acreedora de la estatuilla. En todo caso “Burn after reading” nos muestra imagen tras imagen, la quintaesencia del cine de estos hermanos que es uno de los mayores aportes a las artes audiovisuales de nuestra era.

Así como nos hicieron vivir la glamorosa locura de Los Angeles en “The big Lebowsky”, el frenesí capitalista de Nueva York en “The hudsucker proxy” o el spleen monocromático de Fargo en “Fargo”, en esta ocasión nos transportan a la capital de los USA – es menester resaltar la fascinación que tienen estos directores por recorrer su país de origen en su travesía por el universo del cine –. Malkovitch, viejo funcionario de un servicio de inteligencia se ve desempleado por su dipsómano afán, su infiel e inescrupulosa mujer quiere el divorcio y una justa separación de bienes. En una confusión informática, un disco con información secreta cae en manos de un asistente de gimnasio que no está dispuesto a salir sin una tajada del asunto, acompañado por una señora solitaria y, en apariencia, inofensiva. Toda la trama ya está planteada, la película de espionaje perfecta está sobre el tablero y el espectador se sienta esperando el giro maestro. Pero (esa es la palabra que marca esa tendencia narrativa y estética en la propuesta coeniana) lastimosamente las cosas en la vida real, como en el cine de este par, no son siempre tan perfectas, los giros no son tan maestros, tan matemáticos, las mentes no son tan brillantes, las historias de unos se cruzan con las de otros, las consecuencias de los actos son imprevisibles por el actor de los mismos, el ser humano es débil, caprichoso, egocéntrico, inseguro, coqueto y, la mayor de las veces, estúpido. Pesimista perspectiva antropológica pero suficiente como para servir de base para una creación sublime (recordándonos la contrahecha humanidad que embellecía un tal Velásquez).

Una vez planteados los personajes, el suspenso y la tensión narrativa, las cosas empiezan a desencadenarse de una manera muy poco probable para un esquema narrativo clásico pero no para la vida tal y como es y, menos, para estos dos conocedores de la esencia humana. Sin entrar en detalles, “Burn after reading” se burla, de una manera genial, de los servicios de inteligencia: de su proceder, de su confiabilidad en una época no apta para guardar secretos (no me voy a prolongar recordándoles Wikileaks). Sin artificios, plantean la (considerable) posibilidad de la injerencia del error, de las pasiones, de los irracionales consejos del bajo vientre, en los procedimientos institucionales más oficiales.

Revisando “Blood Simple”, “The Big Lebowsky” (casi un remake alucinado de “The Big Sleep” de Howard Hawks) y otras películas de este maravilloso corpus, se puede reconocer la pasión que tienen los Coen por el film noir, en el sentido ortodoxo del término. A veces, se deja ver, en sus historias, una obsesión por encontrar variaciones a las estructuras del género. Una de esas “estructuras” de la narrativa noir es, indudablemente, la femme fatale: esa mujer que deviene, por su belleza, sus encantos y el poder que aquello le otorga, en aquella emisaria de la fatalidad para ella misma y su entorno. En “Burn After Reading” esta experimentación narrativa alcanza niveles sumamente inesperados y nos presenta a Frances McDormand (que ya nos había mostrado algo de esta faceta en su tierna juventud en la opera prima de los hermanos) encarnando a una femme fatale inédita en la historia del cine y que, sin embargo, cuela perfectamente con el rol estructural de este paradigma: su ambición, su vanidad y su egoísmo, sirven de motor narrativo para los sucesos nefastos que acaecen. Cincuentona en búsqueda de ese quimérico self-respect, valor tan caro para una sociedad en exceso competitiva, se ve en la situación perfecta para mover los hilos a su favor y lo hará con la misma frialdad que una Ava Gardner, Jane Greer o Lauren Bacall en aquellos memorables clásicos del género.

Sutil, discreta, sin desmesuradas pretensiones artísticas, comerciales o narrativas, este filme da en el clavo en todos los aspectos que pueden hacer de un filme una experiencia sensacional, fresca, reconfortante, entretenida y nos deja, servidita sobre la mesa, la clave para entender la pretensión global de la obra de Joel y Ethan: el error, la falla del sistema, la incomunicación, el desencuentro, como bases estructurales del acontecer en la vida humana. Pero la cosa no se queda ahí, sino que vemos la capacidad de generar una estética, una sublimación, una poética cinematográfica de esta condición tan olvidada tanto por el cine de Hollywood como por los autores llamados “realistas” que creen que se puede mostrar los hechos sin la participación activa de la subjetividad.

Sin nada que envidarle a lo mejor de su obra (lo mejor de lo mejor) como “The big Lebowsky”, “Millers crossing” o “Barton Fink”, esta historia debería quedar como un testimonio de que se puede hacer buen cine en una época donde hasta algunos de los más grandes han perdido el norte en cuanto al (no tan) noble ejercicio de esta práctica artístico-industrial. No duden en verla o volver a verla que, en este caso, no hay pérdida alguna.