viernes, abril 30, 2010

El secreto de los Oscares

La fórmula para fabricar un blockbuster que gane el Oscar de la Academia de Hollywood, y de paso una buena cantidad de billetes, es filmar la historia de un amor complicado en un ambiente social sórdido y corrompido. Los elegidos se salvan luego de cruzar el Purgatorio.

“El Secreto de Sus Ojos”, la pelicula recién galardonada con el codiciado trofeo, tiene un lejano parentesco con "Slumdog Millonaire", también premiada con un Oscar. No es casualidad. La fórmula del amor complicado es impactante.

El director Campanella es un viejo zorro del cine que conoce todos los trucos para hacer buenas películas. Por buenas películas se debe entender a las que reconfortan al espectador, que se siente bien, sin poner en riesgo su seguridad existencial. Para ello la trama más convincente son las que generan los “amores complicados”, o sea relatos que no terminan al estilo Cenicienta, donde la chica buena triunfa sobre las adversidades y consigue el Principe soñado.

"El Secreto de sus Ojos" narra la historia del amor que siente un empleado judicial, pobre y de clase baja, por una abogada aristócrata y graduada en el extranjero. La tensión se enfoca en la pasión secreta, e indomable, que siente Benjamin Esposito por la doctora Irene Menéndez Hastings.

La anécdota, o sea la relación disfuncional entre Espósito y Menéndez Hastings, transcurre en el ambiente sórdido que impuso la dictadura militar en la Argentina durante la década del 70. Un período tétrico, por el costo que significó para esa sociedad. El escenario principal de la película es un juzgado, con escritorios repletos de legajos amontonados, apolillados por la falta de atención. Los legajos son la evidencia de una sociedad carcomida por la dejadez y el derrumbe.

Entre los funcionarios de la Corte hay un juez que es cómplice del sistema represivo, que decide la vida o la muerte de las personas que considera un estorbo. Obviamente Espósito es candidato al cadalso por su obsesión en investigar un crimen ocurrido años antes, cuyo autor resulta ser un asesino psicópata que trabaja para la Triple A, el aparato represivo de la dictadura.

Pero el bueno de Espósito tiene un hada madrina que lo protege, la abogada Menéndez Hastings, que por relaciones familiares y posición social no tiene nada que temer de la represión. Ella le consigue un trabajo en Jujuy, donde su familia es dueña de la provincia. Luego de varios años de acumular angustias Espósito retorna a Buenos Aires para esclarecer el crimen que lo obsesiona. De paso mirar a la chica para transmitirle el secreto de sus ojos.

La pareja, luego de sobrevivir el Purgatorio, admite que entre ellos hay un asunto “complicado” que deben resolver. Para hacerlo cierran la puerta de su oficina y ahí acaba la pelicula. Al espectador le queda sobreentendido que por lo menos se besan. No termina en un baile frenético.

El relato esta salpicado con simpáticas narraciones del folklore urbano porteño, como la de los hinchas de Racing, que con su sapiencia futbolera ayudan en el esclarecimiento del crimen que investiga Espósito. Hay que citar a Guillermo Francella, que en una actuación memorable hace de un empleado judicial alcohólico, que resulta ser el héroe de la historia.

Desde el punto de vista técnico la película es impecable, y desde el punto de vista comercial, mejor aún. Campanella compagina bien la manera en que la industria norteamericana hace cine con el lenguaje estético del cine argentino. Es obvio que la habilidad de Campanella es fundamental para que el experimento no sea un bodrio.

"El Secreto de sus Ojos" me recordó a la película Slumdog Millonaire, que es la historia del amor entre dos personas separadas por barreras infranqueables. En ese ambiente dickensiano, de una sociedad caótica y corrompida, la suerte de los inocentes está en manos de un presentador de la televisión, como en la de un juez corrompido en caso el El Secreto.

Esta simplificación es el mensaje destinado a las audiencias de los países modernos y prósperos, a las que la fórmula les permite sentirse bien, felicitarse por vivir en una sociedad civilizada en la que la justicia funciona y los poderes se contrabalancean unos con otros para evitar los excesos brutales que ocurren en las sociedades oprimidas en las que el amor suele ser una aventura complicada.

Luis Minaya

jueves, abril 08, 2010

Julio Cordero Castillo: Del instante al arquetipo (parte II)


Concentraremos el presente texto en una fotografía específica de 1915* que el autor bautizó “Libando está”, mentando, con mucho humor, el clásico de la música nacional “Nevando está”. Es inmensa e inmensamente significativa la colección de retratos, paisajes y eventos que aportó este ojo implacable y plagado de arte. Ese hecho hace imposible o inadecuado abarcar semejante obra en un pequeño ensayo. La toma en cuestión resume y enaltece como pocas la contribución de este titán de la imagen.

La fotografía, por su veracidad, nos hace olvidar que es, ante todo, una imagen, como un cuadro abstracto o un monolito. La fotografía, representa, está en lugar de algo o alguien. Lo que hay que estudiar en realidad son las propiedades de la fotografía en su manera de ser imagen. A diferencia del retrato clásico en lienzo, la toma fotográfica retrata y nos sugiere el concepto de instante. El pintor, cuando retrataba un noble o un clérigo, hacia abstracción del instante en que lo pintaba para proponer al espectador una imagen de la esencia, de lo permanente del sujeto, en otras palabras, proponía una idea de aquel que representaba. La modernidad de la pintura también implicó una nueva aproximación del sujeto: Degas, Seurat o Lautrec se empeñaron, en capturar instantes de la vida cotidiana. Sin embargo, esa labor recayó, sobre todo, en la fotografía por su velocidad en la toma, su propia mecánica y su veracidad.


El instante es, por excelencia, la idea de una totalidad espacio-temporal. El instante, como dijimos antes, no existe en los hechos. Es una construcción mental y el arte fotográfico es un soporte privilegiado de esa construcción. Sin embargo, la gama de posibilidades en la fotografía es tan amplia como en la pintura. Desde esas construcciones abstractas y oníricas en estudio de Joel Peter Witkin (aunque no se pueda creer, el mismo Cordero tiene una serie sumamente semejante a la de este tenebrista y muchas décadas antes) hasta la vertiginosa imagen fuera de foco o en movimiento de los fotógrafos de guerra, podemos barajar una cantidad inmensa de posibilidades que se pueden obtener a través de la “escritura con luz” con relación a la captura de un instante irreproducible. “Libando está” puede considerarse en el medio justo entre esos dos extremos. Por un lado, vemos que la locación es al aire libre y el evento es una chupa-asado campestre. Todo eso genera una buena cantidad de condiciones no manipulables. Sin embargo, por otro lado, vemos que la disposición de las personas y el encuadre sugieren una puesta en escena, una construcción.

La fuerza de esta imagen radica en esa tensión. De alguna manera, nos evoca la espontaneidad, la alegría, la ligereza y hasta la banalidad de un momento cualquiera en una reunión de ocio cualquiera. Sin duda, las copas que ingieren los extraordinarios personajes, colaboran a ese ambiente laxo y a ese aire de naturalidad en el retrato. Por un lado vemos un instante, claro, uno en medio de una secuencia infinita de instantes. Lo que equivale a pescar, al azar, un segmento en una lógica diacrónica. Y, a pesar de eso, por la disposición, la imponencia del paisaje y el encuadre, también estamos frente a una visión que trasciende el momento, retrata una época, una sociedad, un tipo de hombre, como hacía Velásquez, siglos antes, en “Las Meninas”.

Sí, así es como estas personas pasan a ser personajes y más aún: arquetipos, del boliviano, del hombre. Cada gesto, postura y acción delata, revela una condición que escapa a toda perspectiva diacrónica para hablarnos de nosotros mismos a través del tiempo, independientemente del tiempo. De repente, la magia de esta disciplina que es arte y ciencia (probablemente esa sea la naturaleza de toda magia) se manifiesta y deja ese vértigo fantasmal que no cesa de sorprendernos por más que estemos más familiarizados con la fotografía que con el aire que respiramos. Esa magia radica pues, en una paradoja.

Son la coincidencia y la tensión entre la inmediatez y la permanencia idealista de la imagen de Cordero que le dan un valor simbólico único, y una poética conmovedora. Al estar, a la vez, posando y distraídos a la toma o, mejor dicho, atentos a otros sucesos que la toma, los sujetos de la foto se asemejan a esos personajes que pintaba Ingres en “La apoteosis de Homero”. Asimismo, el paisaje, abismal, de la hoyada paceña (un valle inhóspito aún) no aparece como una objetividad sino que más bien consta de un cariz simbólico que remite a los cuadros religiosos del renacimiento. La presencia fantasmal del Illimani, esa “bestia solemne y rígida” sugiere incluso una cierta metafísica, un otro reino respecto del reino temporal y efímero de la sociedad y de la vida del ser humano. En ese sentido, el encuadre sugiere un ordenamiento similar al del “Entierro del Conde de Orgaz” del Greco, donde las dos realidades están bien delimitadas.

Entre los personajes, como en las grandes obras, vemos arquetipos humanos: el vividor, el desconfiado, el artista, el glotón, el soñador, los amigos, etc. Asimismo, vemos un retrato cautivador de la sociedad boliviana: machista, estratificada y hedonista (por no decir alcohólica) pero no desprovista de un poderoso espíritu gregario y de una saludable cohesión microsocial. En este aspecto es menester rescatar la posición de la duendesca imagen del único aymara de la foto, al pie, cómo no, encarnando como nadie la metáfora de la “pirámide” social. Vistiendo harapos, porta una bandeja vacía a no ser por la humilde copa de alcohol que le toca beber. Su mirada es de las pocas que fija en la cámara, más aún, fija en nosotros, en el futuro. Mientras los otros disfrutan el instante y se olvidan del problema esencial de nuestro ser en la tierra, como en una Vanitas, el indio encara como nadie la visión de la cámara y, como por intuición, nos reta, reta al tiempo. Todos ellos son fantasmas y por ende, la mirada del aymara lo confirma, nosotros también somos fantasmas. He ahí lo fantástico y aterrador de una fotografía: frena el tiempo y, al contrastar ese hecho con el flujo de la vida, nos sugiere la muerte. Como la luz de una estrella apagada, vemos a los ojos a los muertos, que somos nosotros.

Cordero lleva su arte a profundidades místicas. “Libando está” es sólo un ejemplo del poder alquímico de la fotografía fija que, a diferencia de la cinematografía – que imita la vida –, remite misteriosamente a la muerte. Mientras más pasa el tiempo, más espesor cobran esas miradas, esos gestos que, aunque hace casi cien años, son también los nuestros. La memoria lo es todo y no es nada. Vivimos en el pasado igual que esas luces y sombras plasmadas en el celuloide del maestro, pues sólo somos eso: luces y sombras viajando hacia un destino común.

*Se recomienda al lector admirar la foto, ya que la disponemos en altísima resolución (cortesía de Gordo Colapsos).