lunes, diciembre 28, 2015

Plato Paceño de Alfredo Grieco y Bavio, peripecias argentófugas por los picantes linderos de la bolitafilia.

“Durante horas podía hablar de drogas, narcotráfico,
trata de blancas (perdón, “de personas”), tráfico de órganos,
Derecho Humanos, colonización y descolonización,
gangas y supergangas, cholas, cholitas y wrestling cholitas.”
(Plato Paceño, Alfredo Grieco y Bavio)


Nos nutrimos del sabroso Plato Paceño (Plural, 2015) con la misma dinámica que exige el esencial manjar de la cultura chucuta; una dinámica modular, en cápsulas independientes. Ya que si algo tiene de peculiar el plato paceño como estructura gastronómica es la cualidad de ubicar los ingredientes de forma autónoma; ya sean las habas, la papa, el choclo o el queso fundido, nada se entremezcla y quizás  el único vehículo capaz de provocar el menjunje sea la llajwa: magnífica salsa, a la vez picante e hidratante, que permite la sublime combinación de estos primordiales ingredientes  altiplánicos.

En forma de cápsulas independientes y breves, Alfredo Grieco y Bavio nos va narrando las peripecias de Andrés Aribau, una suerte de meta-intelectual gaucho bolivianista de apellido català, que cae en la ex-república y actual estado plurinacional enfrentándose a todo tipo personajes (bolivianos y foráneos) y situaciones, abarcando gran parte de la geografía boliviana desde las ferias alteñas, a los taxis cruceños y su arquitectura narcodecó, a las sacras islas del Titicaca o el barrio de Següencoma en su modalidad baja como alta, por citar un puñado de localidades.

Andrés está acompañado la mayoría del tiempo por su novia Macarena, otra rioplatense de tendencias bolivianófilas (futura autora del estudio “Neocholas posbirlochas: comercio, sociedad y mujeres empoderadas en El Alto”), con la que, generalmente, mantienen una mirada divergente de la realidad. Ese contraste acentúa el aspecto hilarante de algunos episodios, como la suculenta aparición de L., un críptico personaje altermundialista que deambula por las orillas del Lago Sagrado que fascinó a Macarena en la misma proporción con la que le rompió las pelotas a Andrés. 

Plato Paceño sigue la estela formal y cómica que Bruno Morales (alter ego narrativo de Sergio Di Nucci y Alfredo Grieco y Bavio)  inició con Bolivia Construcciones (Sudamericana, 2007) y Grandeza Boliviana (Eterna Cadencia, 2010),  con un cambio de óptima en esta ocasión, ya que es un argento el que se mueve por Bolivia, en lugar de un tal Quispe, albañil bolita (citado en Plato Paceño), quien pulula como pez en el agua en los barrios de Liniers, Once, Flores, etc. de la colosal Buenos Aires entre estuco, cervezas y fritangas.

Escrita de forma “derecha por líneas torcidas”, la novela termina devolviéndonos al punto de partida, a territorio argentino con Andrés, nuestro viajero y retorcido “guía”. La gustosa y nutritiva sensación que nos deja Plato Paceño es la de un lúcido discurrir sobre las infinitas posibilidades de reírse de uno mismo (seas bolita, gaucho o simplemente terrícola), del otro mismo o del mismo mismo.


Soberbio quizás, como muchos argentinos –como Andrés Aribau, que osa instruir a un poscosteño neoplurinacional de cepa sobre un tango con el nombre del nevado más hermoso de La Paz–, el autor denota, un soberbio, paródico y autoparódico sentido del humor, a veces tan escaso en el catálogo de atributos de una (alta) cultura solemne, autoindulgente y recalcitrante a cualquier postulado “exógeno” sobre sus luces y sus sombras.