martes, febrero 26, 2008

Historia del vendedor de helados


Después de haber paseado durante horas, vencidos por el sofoco del mediodía, entramos a la primera cafetería que encontramos abierta. Era domingo y la ciudad estaba como adormecida por el calor. Mi abuela pidió un vaso de avena fría y yo, dos bolas de helado de maracuyá.

— El helado no quita la sed— me recordó ella.

Lo cierto es que dos días atrás había estado en ese mismo lugar con una amiga y ya conocía bien el helado.

— ¿Querés probarlo? —le dije cuando vi que me miraba con curiosidad.

— No. No me gusta.

— Dale, abuela, probalo que está riquísimo— insistí.

La vieja se encogió de hombros y mientras enterraba la cucharita en una de las bolas volvió a decir que no le gustaba el helado, pese a lo cual se llevó a la boca una buena cantidad. Por un momento creí que iba a vomitar, los ojos inyectados y la repentina expresión de perplejidad. El asco. Me reí a carcajadas.

— Yo ya había probado estos helados— dijo con una gravedad tan desmesurada que por un rato no pude parar de reírme.

— Ya los había probado— repitió.

En la cafetería no había más clientes que nosotros pero mi abuela no dejaba de recorrer todo el local con la mirada, como si se le hubiera perdido algo.

En ese momento se escucharon voces al fondo del local, más allá de los grandes refrigeradores que custodiaban la entrada a la trastienda y cuya vibración era perfectamente audible en medio de ese silencio tórrido y perezoso. Poco después vimos aparecer a la mesera que nos había atendido, seguida de cerca por un viejecito que la reprendía cariñosamente:

— La próxima vez me pregunta primero…

De inmediato la mesera se puso a limpiar meticulosamente el cristal de un mostrador que exhibía tortas heladas. El viejecito, todavía dirigiéndose a la mujer con tono paternal y bonachón, pasó junto a nuestra mesa. La sola visión de mi abuela logró cortarle la frase por la mitad. Por un instante dudó si debía o no detenerse ante nosotros, pero acabó por afrontar el asunto.

— Doña Paulina, qué gusto verla.

Mi abuela no contestó de inmediato pero le estrechó la mano.

— El gusto es mío, don Tomás.

— ¿Este es su nieto? —preguntó.

— Sí.

— Qué grande.

Entonces yo también le estreché la mano y aproveché para elogiar los helados. Me pareció que la abuela y el viejo se miraban como dos viejos amantes, o al menos como dos cómplices.

— ¿Y a usted, doña Paulina, le gustan los helados?

— La receta no cambia.

El anciano sonrió complacido y pidió permiso para retirarse. En las puertas de la cafetería lo esperaba un taxi.

Poco después pagamos la cuenta y cuando salimos de nuevo al calor de la calle mi abuela empezó a hablar:

— Este hombre se llama Tomás Echandía. Antes, te hablo de hace décadas, tenía la heladería en el barrio Valencia, a dos cuadras de mi casa. Nosotros solíamos comprar en su tienda porque ahí vendían de todo, no sólo helados. Piola, alambre, tornillos, hojas de plátano para envolver tamales y hasta una chicha de piña muy buena que le gustaba a mi mamá Barbarita. Antes incluso de que mataran a Gaitán, el tipo empezó a hacerle trabajos a la policía chulavita. A tu abuelo lo tuvo retenido varios días en la estación que había junto al Hotel Monasterio, dizque para interrogarlo. Lo sapió, a pesar de que se conocían del barrio, y luego lo estuvo torturando horas y horas, le arrancó las uñas, le dio con bolillo de caucho en todo el cuerpo, lo dejó colgado boca abajo y no sé cuántas barbaridades más. Se cebó con él. Si un amigo de mi hermano no llega a intervenir, seguramente Echandía lo hubiera matado porque el abuelo, terco como era, no iba a decir ni pío. En esa época descuartizaban a la gente era con machete y éste tenía fama de hacerlo muy bien, limpiecito sacaba el brazo, la pierna, la cabeza. Según dicen, el tipo no tardó en perder la cuenta de la gente que había matado. No tenía remordimientos. Yo creo que ya no tenía conciencia, ni alma.

Sólo una vez estuvo a punto de volverse completamente loco y fue con un enano que se llamaba Jorge Eliécer Múnera, liberal, buen hombre como ninguno, que se ganaba la vida arreglando bicicletas. Resulta que un mal día, me imagino que para amedrentarnos, se le ocurrió a Echandía matar al pobre enano en plena calle, a la vista de toda la gente que pasaba por ahí a esa hora. Vaya a saber por qué, pero al tipo éste le costó matar al enano. Como que al principio no se decidía o no sabía muy bien cómo entrarle con el machete. Y es que, claro, no debe de ser lo mismo matar a un enano que a una persona normal. El pobre Múnera agonizó durante horas en el suelo de la calle, dando alaridos horribles, mal matado como le había quedado al Echandía, que de la vergüenza prefirió dejar el trabajo hecho a medias y se fue para su tienda. Unos días después, Echandía se despertó en plena noche con ganas de orinar y cuando salió de la pieza en dirección al baño, se encontró de bruces con el enano Múnera, que se le apareció montado en una bicicleta chiquita, como de niño, en la que solía andar por la calle. El enano volvió, pues, a recoger los pasos. Y como era de esperarse, Echandía casi se vuelve loco con el visitante. Parece que el tipo armó tal alboroto aquella noche que su mujer y sus hijas le cogieron miedo y hasta prefirieron irse temporalmente a Santa Rosa, donde tenían una finca. Dicen que durante un tiempo dejó de matar gente para los conservadores. Le daba pánico salir a la calle. Pero claro, eso no duró mucho. Lo que cuentan también es que Echandía consultó a un brujo que le aconsejó comer de la carne del muerto para deshacerse del fantasma. No tengo ni idea si habrá hecho o no lo que el brujo le dijo. Al final estos son puros cuentos que me han llegado y no hay forma de averiguar hasta qué punto son ciertos. Echandía volvió a las andadas unos meses después con ímpetus renovados…en fin, mijo, que por eso no me gusta el helado.

miércoles, febrero 20, 2008

Ferrufino y la cita fantasma


"Cuenta Montaigne que cuenta el piadoso Santiago de la Vorágine que en un pueblo de Alsacia vivía un hombre que tenía adherido a su cuerpo el cuerpo más pequeño de otro hombre, una especie de bebé descabezado que se clavaba a su huésped más grande a partir del cuello. Un médico peregrino se ofreció a extirpar la anomalía con ayuda de un cirujano local. Una vez concluida la operación, el paciente se mostró muy agradecido y contento. El médico peregrino no le cobró un céntimo y a cambio sólo le pidió que le dejara llevarse el cuerpecillo extirpado y convenientemente disecado para exhibirlo por doquier como prueba de su talento. Semanas después, el paciente empezó a dar señales de una terrible melancolía: decía seguir sintiendo la presencia de aquel cuerpecillo, como si aún lo llevara adherido a sus carnes y declaraba que su ausencia le hería el espíritu mucho más que otrora su presencia el cuerpo. Según algunos comentaristas, el hombre acabó vagando por la tierra como un alma en pena. Otros autores afirman que el paciente sencillamente murió de tristeza dos meses después de la cirugía. Respecto a la suerte del médico el veredicto de todos es unánime: pagó su vanidad con la muerte a manos de unos salteadores de caminos".

La cita proviene de Monstruos y fenómenos extraordinarios de la Edad Media, de Patricio Ferrufino S.J., libro que alcanzó cierta popularidad en algunos países de América Latina en los años sesenta, cuando la desaparecida editorial caraqueña Espíritu Santo lo comercializó en fascículos ilustrados que se adquirían en los puestos de revista. Ignoro cuál de mis familiares hizo la colección entera. Lo más probable es que fuera César Villaquirán, un tío-abuelo aficionado a los asuntos paranormales. Sea como fuere, los fascículos siempre estuvieron a mi disposición en la biblioteca de mis padres, con sus coloridas imágenes de animales fabulosos y sus historias fantásticas. Tal vez debo apresurarme a decir que esta impudicia autobiográfica y la concesión casi voluptuosa a las fuentes plebeyas, como se irá viendo, están más que justificadas por la pertinencia de la cita.

Tengo a mano la edición en dos tomos de la Leyenda Dorada y los Ensayos completos y por más que me he esforzado en la búsqueda, no he hallado referencia alguna a esta historia ni en Montaigne ni en Santiago de la Vorágine, mucho menos una cita cruzada del primero al segundo. Todo apunta a que el padre Ferrufino habría abusado por partida doble del recurso de autoridad para hacer verosímil una invención, su caída en la tentación literaria. En otras palabras, creo que nos hallamos ante un fraude, si se quiere nada reprochable en una publicación tan poco prestigiosa, pero sí digno de atención por sus implicaciones para el tema que nos ocupa.

Ahora bien, en uno de sus ensayos Montaigne sí describe a un niño monstruoso bastante parecido al que menciona Ferrufino, pero sólo para concluir en un antiguo argumento de inspiración platónica:

"Los que llamamos monstruos no lo son para Dios, que ve en la inmensidad de su obra la infinitud de las formas que en ella ha comprendido; y es de creer que esta figura que nos asombra refleje y dependa de alguna otra figura del mismo género desconocido para el hombre. De su infinita sabiduría nada sale que no sea bueno y común y ordenado; más no vemos nosotros ni la armonía ni la relación" (Ensayos, Cátedra, 2003).

Cabe recordar que esta idea, paráfrasis moderna de una vieja premisa mística, cara a la teología negativa, que afirmaba el carácter a la postre inescrutable de los designios divinos, sirvió durante siglos como argumento a favor de los milagros, las apariciones y otros fenómenos sobrenaturales. Veamos lo que el propio Santiago de la Vorágine nos cuenta al respecto:

"El maestro Silo rogó encarecidamente a uno de sus compañeros de claustro gravemente enfermo, que si moría no dejase de venir del más allá a comunicarle en qué situación se encontraba su alma. Unos días después de su fallecimiento, el difunto, vistiendo una hopalanda de pergamino interiormente guarnecida de llamas y plagada en el exterior de frases sofísticas escritas sobre la vitela, se presentó ante Silo, el cual, como no lo reconociera, le preguntó:

— ¿Quién eres?

El aparecido contestó:

— El mismo a quien pediste que después de muerto viniese a verte. Te prometí que lo haría; aquí, pues, me tienes, cumpliendo mi promesa.

— ¿En qué situación se encuentra tu alma en la otra vida? —inquirió el maestro.

El difunto le respondió:

— Fíjate en la capa que llevo puesta; esta vestidura me oprime y me aplasta con su insoportable peso más que si llevara sobre mí una torre de piedra. Me cubrieron con ella en cuanto llegué al otro mundo y me ordenaron que la llevase encima de mi alma para que recordase continuamente los éxitos que cuando vivía obtuve con mis sofísticos argumentos (…).

— Paréceme a mí —dijo Silo— que esas penas que te han impuesto son fácilmente tolerables.

— ¿Fácilmente tolerables, dices? —replicó el difunto con viveza—. ¡Anda! ¡Tócame con tu mano y comprobarás por ti mismo que el suplicio que padezco no es tan liviano como piensas!

Alargó el maestro su brazo, mas retirólo al instante porque, antes de que las yemas de sus dedos hubiesen llegado a tocar la capa de su compañero, sintió en su mano un vivísimo dolor al caer sobre ella una gota de sudor desprendida del rostro del difunto. Pasmado quedó Silo al advertir que aquella mera gota de sudor, cual si hubiese sido un dardo, habíale perforado la mano y traspasado la encarnadura de la misma y dejádole en ella un agujero, en un imperceptible instante" (La leyenda dorada, Alianza 1982, traducción de Fray José Manuel Macías).

Más allá de que aparezca típicamente como el emisario aleccionador, voz de la conciencia, azote de las pretensiones racionales humanas, lo más llamativo de este espectro es, por una parte, la definición que proporciona de sí mismo, una definición aplicable también al cuerpecillo fantasma del cuento de Ferrufino: "El mismo a quien pediste que después de muerto viniese a verte", que en la traducción inglesa de William Caxton (1483) adopta una forma más acorde con el carácter del aparecido y que acaso se adelanta a las sofisterías del fantasma de Hamlet: "I am such one that am come again to thee", algo así como: "soy ese mismo que ha venido de nuevo hasta ti". El fantasma, pues, sería en primer lugar aquello que no deja de volver, lo que se repite, lo que no acaba de morir ni de resucitar, lo que está siempre-por-venir, siempre de paso y por tanto se encuentra, como las partículas elementales, en un estado incierto y paradojal del tiempo, del espacio y la materia.

Y es precisamente ese carácter material del fantasma el otro aspecto destacable de las dos historias. Como ha señalado Jean-Claude Schmitt, "lejos de relacionarse únicamente con el espíritu del soñador o del visionario, [los aparecidos] también pueden actuar sobre un cuerpo; lejos de ser totalmente inmateriales, pueden poseer una cierta corporeidad; lejos de estar totalmente desapegados del cuerpo del muerto, pueden, en el caso de la aparición de un muerto, mantener relaciones con el cadáver". (Les revenanats. Les vivants et les morts dans la société médiévale, Galliamard, 1994). Dicha materialidad, en el caso de Ferrufino, se manifestaría en un movimiento de inversión de lo real a través de lo que podemos describir como un deseo sin objeto, propio, según Freud, del pathos melancólico. En este sentido, no podemos pasar por alto el aporte de Giorgio Agamben en Estancias, su admirable genealogía del fantasma en la cultura occidental. Después de trazar un itinerario que lo lleva desde el demonio meridiano, hasta los procedimientos psíquicos del fetichismo en Freud, pasando por la melancolía dureriana, Agamben concluye que "la pérdida imaginaria que ocupa tan obsesivamente la intención melancólica no tiene ningún objeto real, porque es a la imposible captación del fantasma a lo que dirige su fúnebre estrategia. El objeto perdido no es sino la apariencia que el deseo crea al propio cortejar del fantasma y la introyección de la líbido es sólo una de las facetas de un proceso en el que lo que es real pierde su realidad para que lo que es irreal se vuelva real" (Estancias, Pre-textos, 1995).

A estas alturas ya podemos concluir que el cuento de Ferrufino, incluso en su propia confección, apoyada en una cita siamesa inexistente, reúne con asombrosa capacidad de síntesis un buen número de atributos fantasmáticos. Se trataría, por tanto, de una historia falsa pero plausible, fraudulenta pero verosímil, una singular coincidencia de forma y contenido, el contrabando de un diminuto organismo fantasma dentro de un estudio erudito concebido para el consumo popular.

viernes, febrero 08, 2008

El ilustrador de anatomía (NOVELA)


Siento la ausencia de un órgano vital y las funestas consecuencias que acarrea este hecho. No sé cuando lo perdí, cuál era su ubicación en mis entrañas, cuál su función. Sólo sé que el susodicho órgano era vital y que sin él, el único destino es la muerte; de ahí el adjetivo que le acolo sin la menor exageración. A veces paso las noches a esbozar con lápiz – mi talento de dibujante me llevó a ilustrar el noventa por ciento de los libros de anatomía que se publican en el país – las diferentes figuras que me vienen a la cabeza para delinear a este elemento tan crucial para el funcionamiento de mi ser: a veces lo hago parecer a una vejiga tornasolada con escamas en espiral, pero inmediatamente me decepciono ya que el órgano, si bien puede contraerse y extenderse con mayor facilidad y alcance que cualquier vejiga conocida, posee un tamaño fijo y pre-determinado. A veces pienso que es verdoso y fosforescente y otras que se trata más bien de una válvula semi-ósea llena de espinas que se encargan de la faena de protección contra otros órganos que envidian su condición supralunar. Estoy convencido de que este órgano tiene algo que ver con los sueños y lo que los provoca así como con la transpiración y la búsqueda del más allá. Otras veces, la mayoría, lo imagino como un sentido nuevo que tiene un funcionamiento sólo comparable a lo que sería un arrecife de coral ígneo e interestelar. Un sentido más bien emanante que percibidor. Un sentido raro. Empero es imposible saber cuál era su plaza exacta en el organismo y sólo se la puede deducir negativamente, a partir de su ausencia. Un curandero me dijo que su posición real estaba en la entrepierna o en los hombros; un médico naturalista que se podía regenerar uno completamente nuevo comiendo lagañas de perro sofritas en plata derretida, todos los amaneceres durante un mes lunar específico, cuando, por última vez, se contempla el aura del sol sin que sus rayos ataquen la vista. No les creí porque nunca me dijeron el nombre que le correspondía ni quién me lo había extirpado. Ahora sólo espero paciente el fin. Los dolores, según aquellos que experimentaron semejante ablación, se harán persistentes y, en algún momento, insoportables. Aquí, en la habitación que da a la cordillera, los esperaré con bravura. De hecho, en algunas ocasiones, cuando pernocto en una disposición específica, siento el espacio que le correspondería pero al intentar palparlo, reaparecen los riñones, corazón, pulmones, testículos e intestinos: todos ellos se encargan de tapar su ausencia no sin cierta solidaridad – yo vivo de ellos y ellos de mi – pero todos sabemos que sin él moriremos y no una sino dos o tres veces, quizás un millón.