martes, agosto 26, 2014

Humareda de colores, humareda de fantasmas

Más allá de la leyenda romántica y bohemia que rodea la vida de Víctor Humareda, es indudable que su obra constituye una de las más poderosas y estimulantes propuestas en las artes plásticas sudamericanas del siglo XX.


Nacido en Lampa, Puno, en 1920, el joven Humareda mostró desde muy temprano su pasión por el color: en una ocasión, según contaba refiriéndose a su infancia, no metió un gol encontrándose solito frente al arco; la majestuosidad del atardecer lo había hipnotizado, desconcentrándolo por completo en su labor deportiva.

En sus años de estudiante se situó en el corazón de un conflicto de escuelas: una, la de José Sabogal, pretendía lograr una “nueva estética peruana”, optando por el motivo indígena y alejándose voluntariamente de las tradiciones y vanguardias europeas. Al contrario, los llamados independientes, liderados por Ricardo Grau, preconizaban un dialogo abierto con el viejo continente y sus escuelas. 

Este dato biográfico sólo nos importa porque revela el carácter sintético de la sensibilidad de Humareda que no se contentó con reproducir la tendencia indigenista de la pintura sino que, consecuente con su espíritu aymara, escogió la vía cosmopolita. Con esa admirable audacia criolla, el pintor optó por devorar a los maestros europeos, por comerse a los renacentistas, románticos, impresionistas y simbolistas que tuvo la oportunidad de estudiar; para devolverlos, transfigurados por una Weltanschauung bien peruana, chola, mestiza y, fundamentalmente, chi´xi.

Así, implicado en una peligrosa pesquisa estética, el temerario Humareda se enfrentó a uno de los grandes desafíos formales del siglo XX en el arte figurativo (como lo harían, en otras latitudes, un Picasso, un Soutine o un Bacon): ¿cómo conjugar la fuerza y la intensidad del claroscuro de Rembrandt o Goya, con el explosivo colorido de Van Gogh o Ensor? Es justamente esta propiedad sintética del espíritu andino; rural y urbano, católico y pagano, despreciador y admirador de lo europeo, comunitario y neoliberal, primitivo y sofisticado, que facilita al puneño a conjugar con desenvoltura a los maestros premodernos como Tiziano, El Greco, Velázquez, Rembrandt, Daumier y Goya, con las vanguardias postimpresionistas y la “nueva estética peruana”.

La obra del puneño, en relación a la pintura europea, resulta muy afín a la producción de Die Brücke. Humareda, a primera vista, podría ser catalogado como un perfecto expresionista de entreguerras. La pincelada vertiginosa, la intensidad cromática, la deformación expresiva de la figura coincide con la búsqueda de estos bravos alemanes.  Pero Humareda, ya lo dijimos, se sitúa en un contexto al margen de las escuelas europeas. Más allá de la etiqueta que se le adjudique, el maestro peruano se enfoca en el color, como alfa y omega del lenguaje pictórico, como materia prima de la belleza ideal.

Humareda es el pintor-héroe por excelencia; uno de esos individuos que se aproximan al arquetipo del artista crístico, alguien que va más allá del bien y el mal, y se posiciona voluntariamente al margen de los valores de su sociedad: para ver con claridad, para encontrar lo bello en estado puro. Los motivos no importan, todo es susceptible de transfiguración y purificación por el color: las calles de Lima, las corridas de toros, la anatomía humana o un par de viejos zapatos, devienen en una conmovedora avalancha de sensaciones cuando se encarnan en el lienzo de este espíritu salvaje e iluminado. En lugar de subordinar el color a la figura, en Humareda es el color el que incorpora la figura y la somete a su lenguaje. Como en ese juego infantil que consiste en encontrar formas en las nubes hasta que se desvanezcan en agónicas contorsiones, los cuerpos de Humareda emanan, efímeros e inestables, de una apoteósica marisma de color que parece anteponerse ontológica y estéticamente a las formas que de ella surgen.


Aunque afirmaba sostener misteriosas conversaciones con Sócrates, este superlativo pintor defendía una concepción platónica de la belleza. Todo es pasajero y sujeto a la mutación, excepto la belleza pura, que, a pesar de yacer en una realidad ideal, tiene el soporte sensual del color para acercarnos a su esencia; sobre todo cuando el que sostiene el pincel es un maestro y se llama Víctor Humareda.