En el panorama actual de cineastas se puede detectar a un grupo de autores que se empeñan en darle a su obra un carácter experimental o, para no quedar tan ambiguos, en buscar – a través de una deformación, exageración u omisión voluntaria de las relaciones clásicas establecidas entre forma y contenido – un efecto hasta ese momento desconocido (o escondido) en las audiencias. Es la tendencia general de todo movimiento de vanguardia: romper con lo convencional. Por esa misma razón, negativa, es muy difícil encontrar un gusto común por todas las vanguardias. Es que lo único que tienen en común es que rompen, voluntariamente y en total consciencia, con ciertos códigos establecidos y nada más: es el equivalente de la oposición lógica según la cual una cosa o es un árbol o no lo es. Exactamente igual podemos decir, una obra es clasicista – es decir, estructurada en base a modelos concensuados histórica y académicamente – o no lo es. En el campo de ese “no ser” hay una gama infinita de posibilidades y de valoraciones.
Sin embargo, hoy por hoy no nos es difícil encontrar en el firmamento de creadores cinematográficos aquella constelación de rebeldes que, si se basan en las formas clásicas, es para renegar contra ellas y que, a partir de ahí, trazan nuevas leyes de nuevos universos, recalcitrantes a los códigos establecidos, abiertos a una nueva interpretación por parte del receptor del mensaje. Lars Von Trier, David Lynch, Peter Greenaway, Terry Gilliam, David Fincher y Lukas Moodysson son unos cuantos de entre muchos otros que forman parte de esta constelación de autores que rompen con los caminos trazados y, a través de su cine, muestran nuevos ángulos para entender al ser humano contemporáneo. A estos artistas se les puede tildar, sin mucho riesgo, de vanguardistas, inventivos, rompedores de esquemas, inagotables experimentadores de formas cinematográficas cuyos resultados han producido una metástasis de películas tan heterogéneas como difíciles de poner en paralelo: ¿Bajo qué parámetros? ¿Narrativos? ¿Visuales? ¿Sonoros? ¿Histriónicos? O simplemente en tanto que obras singulares en un panorama donde lo más clasicista es igual de raro que lo más posmoderno, donde un ch´enko* narrativo y visual es más común que una historia coherente de pies a cabeza. El problema de aceptar esa resignación posmoderna respecto a la manifiesta resistencia del cine actual a la crítica es que nos perdemos del (humano) gusto de la valoración. Pero si, justamente, es la adecuación a normas preestablecidas como estéticamente “aptas” (clasicismo) la que permite emitir un juicio de valor más o menos favorable respecto a cualquier obra de arte ¿Qué otros parámetros tomamos para juzgar una obra sino los establecidos por la tradición y la academia? He ahí uno de los problemas centrales del posmodernismo en donde todos los criterios parecen haberse aplanado a favor de una búsqueda incesante de adecuación a perspectivas singulares y no a formas – colectivamente aceptadas – que antecedan y predeterminen a la obra. Algunos incluso, prefieren pensar que el objetivo del artista posmoderno no es en absoluto crear un universo estructuralmente coherente sino, más bien, crear, a través de cierta pirotecnia formal, una maraña de sensaciones intensas, como una montaña rusa, sin importar tanto el sentido final como los sacudones del camino.
La adaptación a formas exteriores a la obra misma no puede ser un parámetro para la crítica en un panorama donde la ley es la búsqueda consciente de esa ruptura. Sería absurdo creer que el nuevo patrón de valorización sea la medida en que las reglas del clasicismo sean violadas. Con ese razonamiento “Eraserhead” o “Crash” tendrían el mismo valor que un mal vídeo casero hecho por adolescentes rebeldes o un matrimonio filmado por un melancólico padre borracho: cosa que no tiene ni pies ni cabeza, a pesar de que los cuatro documentos audiovisuales rompan con el clasicismo quizás en la misma medida.
En ese sentido el único esquema valorativo legítimo sería el que considere a una obra a partir de sus características absolutamente singulares: se trata, no de comparar el esquema de ésta con un canon sino más bien de detectar las leyes internas del universo particular que la obra posee en sí. Partiendo de estas mismas, lo que nos permitirá una aproximación axiológica será la constatación o no de un cierto nivel de fidelidad a estas reglas planteadas libremente por el autor, es decir, sin preocuparse por corresponder a otros patrones narrativos y estéticos que sean externos a los que plantea la obra.
Una crítica libre de academicismo es posible pero para ello, como dice Gaston Bachelard es necesario “simpatizar con la ensoñación creadora, intentando penetrar hasta el núcleo onírico de la creación (…) comunicando, por el inconsciente, con la voluntad de creación del poeta**”. El nuevo crítico debe penetrar en la obra para extraer su sustancia poética. ¿Cuán profunda es esa sustancia? ¿Cuán densa? Eso depende de dos cosas: de la profundidad misma del contenido simbólico de la obra y de los instrumentos estéticos, filosóficos e históricos que tenga la crítica para escarbar en ella. ¿Cuan profundo es el sentido de una obra? Por más absurda que resulte esta pregunta es la labor del crítico planteársela. A ello proponemos una respuesta heurística: una obra es profunda en la medida en que sus imágenes sugieran otras imágenes y su hermenéutica permita descubrir, como en el caso de la excavación de la tierra, capas de sentido cada vez más densas y sedimentadas, y, a la vez, que provoquen emociones hasta ese entonces latentes (en apariencia absolutamente nuevas) entre la audiencia; una obra es profunda en la medida en que permita una comunicación de inconsciente a inconsciente. Entre el arquetipo, imagen formadora, casi una figura, casi una abstracción, una representación profunda de nuestro ser escondido y el estereotipo hay una diferencia semiótica fundamental: el segundo, contrariamente al primero, responde a un código cultural. Es decir, es susceptible de ser de-codificado como una ecuación o un e-mail. Tanto un arquetipo como un estereotipo pueden hablar de la misma cosa, lo que varía es que en la búsqueda del arquetipo nuevas emociones y sentidos no cesan de aparecer, en cambio, un estereotipo, al ser código, detiene su proceso significativo de manera automática, como el significante refiere a su significado en el esquema estructuralista y de manera casi unívoca.
Es el carácter objetivo de la crítica el que pretendemos abandonar tanto por infértil como por imposible: toda obra es relativa a una época tanto en el contexto de escritura como en el contexto de lectura (o en el de producción como en el de recepción). El problema de la crítica que juzga en base a un canon que considera universal e inamovible es justamente su incapacidad de ver que sus cánones también son relativos a su propio contexto. Por paradójico que suene, la nueva crítica debe pretender, en primer lugar, considerar la obra como un todo dotado de absoluta singularidad y, al mismo tiempo, como un producto relativo a un contexto socio-cultural particular. La valoración aparece descubriendo la capacidad de una obra de trascender lo contextual para aproximarse a una universalidad – que jamás puede ser determinada a priori como los universales lógicos sino más bien solamente por acumulación etnográfica e histórica de datos –. Mientras más plagada de estereotipos esté una obra más rápido se cerrará su proceso de significación y más cargada de códigos culturales estará, así mismo, será ininteligible para las audiencias ajenas en el tiempo y el espacio a la cultura particular que la produjo. En cambio mientras más profundo sea el sentido de una obra más fácil le será trascender tiempos, culturas y espacios diferentes, acercándose así al famoso Arquetipo.
Esta prolongada introducción me permite esbozar una crítica sobre dos obras cinematográficas posmodernas que tuve la ocasión de ver no hace mucho: se trata de “The Fountain” de Darren Aronofsky y “The Saddest Music in The World” de Guy Maddin. ¿Por qué poner en paralelo específicamente estas dos películas que sólo tienen en común el título de posmodernas? Simplemente porque una me sacó de mis casillas y la otra me dejó fascinado.
“The Fountain” me parece formar parte de esa interpretación desacertada de la posmodernidad: sí, sus artificios formales son tantos que hacen creer al director (y a algunos espectadores) que por ello son capaces de tapar el vacío que transmiten sus personajes y la estructura de su guión; exactamente igual que en el lamentable manifiesto moralista “Requiem for a Dream”. Muchas veces una película peca de pretensiosa, de querer abarcar dominios de la mente, de la psicología o la historia humana sin los recursos que estos requieren para poder significar su magnitud: “Ran” de Kurosawa es una película pretensiosa pero toda su pretensión queda satisfecha y con creces dado que los recursos artísticos, filosóficos e históricos implicados eran los necesarios para llevar a cabo la tarea semejante de plasmar en la pantalla a Shakespeare adaptado al Japón medieval.
El nuevo bodrio de Aronofsky nos sumerge en una (aburridísima) historia atravesada por otras dos historias que pueden verse como “realidades paralelas”. Se trata de una reflexión pseudo-poética y pseudo-mística en donde colonizadores españoles, yoghis, árboles mágicos (me hace pensar en la ayahuasca), neurocirujanos y una pareja desesperada se juntan en un melodrama que oculta, bajo el abigarramiento estético y conceptual, estereotipos ingenuos y superfluos que llevan a un desenlace tan absurdo como fácil.
El director de “The Fountain” piensa que tiene todos los recursos para abarcar cualquier tema profundo con la profundidad que amerita y a penas logra descubrirnos sus complejos, ingenuidades y moralismos maravillosamente disfrazados con un formalismo pedante (pedorro). Las dos últimas de este hombre son las típicas películas de las que se sale rescatando la gran fotografía, el maravilloso montaje, la música extraordinaria pero ni la historia ni los personajes han transmitido nada. Esas son las clase de películas que me emputan, las que no se difunden en el espíritu como un todo emocional y significativo. Hay películas maravillosas en donde ni la fotografía ni el montaje ni la música tienen algo de extraordinario si se toman come elementos aislados pero sí como partes orgánicas de un conjunto significativo.
En el caso de “Requiem” vemos que detrás de su montaje hip-hop, la maravillosa y torturante música de Kronos Quartet se esconde una mentalidad moralista que, contrariamente a la sutileza de “Naked Lunch” de Cronenberg, “Trainspotting” de Boyle, no hace sino retratar, de una manera estéticamente sofisticada, la mentalidad puritana de los años treinta: si te drogas morirás o algo peor. Esa es la lección. Vamos al cine a recibir una lección, no a incorporar un personaje, sus conflictos, su ser y sus esperanzas, no a salirnos de nosotros mismos (que es lo que buscamos al encerrarnos en una sala oscura durante dos horas). La falacia reside en el hecho de que, por más innovador que sea este filme en apariencia, guarda en su estructura un sustrato reaccionario: lo que pretende es reconfortar, a través del asco, del castigo, a las audiencias conservadoras en sus valores conservadores cuando el cine, y el arte en general, es un medio para explorar fenómenos desde una perspectiva que ponga en tela de juicio los valores en boga sin necesidad de sangre y revoluciones.
Aronofsky parte de la separación (involuntaria) de contenido y forma, en vez de buscar una unificación simbólica: piensa que al tratar temas espinosos como la drogadicción o la inmortalidad va lograr películas visionarias y, si a esto le aumentamos una sobredosis de artificios formales, el tema esta resuelto (al menos en apariencia). Aronofsky no sabe que la profundidad simbólica no depende del tema, depende de cómo enfoques ese tema. Aronofsky hace una película sobre la drogadicción que en vez de ser polémica y visionaria sólo logra adornar de linda manera ciertos valores morales puritanos muy a la moda entre la facción republicana y conservadora de su país de origen. Aronofsky hace una película sobre la inmortalidad con pretensiones tarkovskianas y a penas llega a Paolo Coelho (si no se escribe así: me cago). Denuncio dos películas plagadas de estereotipos: eso es lo que no les permite a sus personajes desplegarse en nuestro ser hasta poseernos. Los humanos que vemos en la pantalla no son individuos sino códigos, tipos sociales: los jóvenes que se pierden en las drogas, el místico en busca de la inmortalidad (caricaturalmente sentado en posición de yoga para meditar sobre el árbol de la vida azteca). Todo es superficial en el sentido más puro de la palabra dado que si el director no se ocupa de la superficie tendríamos películas vacías y más aburridas que una partida de Monopolio comunista.
Pretensión, desajuste de forma y contenido, personajes estereotipados, situaciones estereotipadas, estructuras reaccionarias escondidas tras imágenes falsamente vanguardistas, pedantería… no sé lo que es pero algo en el cine de Aronofsky me repele y genera una barrera sólida como pocas en mi proceso de identificación con los personajes. Si invertimos todos los calificativos anteriormente citados quedaríamos bastante cerca de la impresión que me dejó la extravagante comedia del canadiense Guy Maddin titulada “The Saddest Music in The World”. Retrasada joya expresionista (por unos setenta años), la película en causa satisface plenamente sus intenciones estéticas y narrativas fusionando una formalidad barroca y temeraria con una historia excéntrica, ingeniosa y llena de humor negro-negrísimo pero humor al fin. ¿Se imaginan si metemos en una licuadora a Wiene, Murnau, Buñuel, Lynch e Iñárritu? ¿Se imaginan esa hermosa monstruosidad? ¿Esa monstruosa hermosura? Ambientada en los años de la depresión, la narración se sitúa en el corazón de la melancólica Winnipeg; fría y pesadillesca urbe donde reinan (literalmente) el desempleo y la ebriedad con brazo riguroso. Isabella Rossellini encarna maravillosamente a Lady Port-Huntley, ambiciosa e inmoral, la glamorosa mujer posee la hegemonía de la venta de cerveza y eso le propicia una fortuna descomunal ya que Winnipeg ha sido catalogada como la “Capital Mundial de la Tristeza” y, como bien dice ella: “If you´re sad and like beer, i´m your lady”. Pesadilla etílico-surrealista, comedia musical, historia de amor, historia de terror: todo se combina en el corazón de este filme cuyo núcleo narrativo es un concurso sumamente original. Los personajes son caricaturas en filigrana de las mentalidades americana, canadiense y europea de entre-guerras. El estereotipo encuentra el único camino que tiene como agente activo de significación a través del humor. El cine de humor, al igual que el de vanguardia, tiene la posibilidad de romper con los esquemas estereotipados a través de una caricaturización o exageración de estos mismos: así vemos como Chester Kent (Marc McKinney) ilustra de una manera tan cómica, despiadada e inteligente al gringo modelo; llega a revelar ese “algo más” tan carente en el uso involuntario de estereotipos en contextos sumamente “serios” o dramáticos como en el caso de “The Fountain”.
En el complicado mapa del cine posmoderno es difícil encontrar una tendencia unificadora positiva, ya que, como vimos, la marca en común parece ser el desligamiento o re-lectura de las formas clásicas y modernas. Una escuela basada en una negación no es una escuela en sí. Por eso mismo creo que me lancé a la crítica en cuestión: para mostrar que muchas y muy heterogéneas estructuras pueden ocultarse tras el (tramposo) término de posmodernidad, es necesario hacer hincapié sobre este hecho para elaborar una crítica que sea a la vez sea libre y de las cadenas academicistas y de la anarquía axiológica; libre y del positivismo absolutista y del subjetivismo ultra-relativista según el cual todo vale. La ruptura de las formas clásicas y su negación no quiere decir que no sea posible detectar el Gran Cine, esa faena sigue y seguirá siendo aquella que corresponde a la crítica concienzuda, consciente de sus límites pero resistente todavía a decirle papá al perro sin discusión previa.
* Caro término andino: Enredo irresolube
** Traducido por (D.L.)O
2 comentarios:
Vamos, vamos, que vais consiguiendo que lea vuestros artículos de cine sin pensar en ya están con sus digresiones... Diste en la tecla Diego, el ritmo, la poesía en cada palabra, la verdad de lo que se siente, la sinceridad del pensamiento desnudo. Me gustó mucho, sobre todo eso de calificar como ultrarelativismo al todo vale.
Un abrazo...
Iñaki, jolín, lo que pasa es que te estás contagiando de nuestro catarro filosófico-esotérico-burlescomatográfico ilícito... Pronto, sin darte cuenta, serás uno de nosotros. Gracias por el comentario.
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