Se emplea el término imaginal, prestado del gran islamólogo Henri Corbin, para referirse a un lugar real pero situado más allá de los sentidos o, mejor dicho, ese lugar solamente perceptible con los más sutiles sentidos. No se trata de un paraíso después de la muerte o al que se acceda teleológicamente, sino un lugar sincrónico a nuestro tiempo, paralelo, escondido. Es impropio referirse a este concepto gnóstico, a este espacio-sin-dimensiones, a esta “ciudad lúcida” como a un lugar imaginario; el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define imaginario como aquello que “sólo existe en la imaginación”, como negándole así su condición de real, limitándolo a la pura subjetividad. La diferencia entre imaginario e imaginal es, por ende, total y ontológica, lastimosamente el segundo concepto ni siquiera figure en el diccionario de nuestra docta academia.
Lo imaginal designa ese espacio en la frontera entre lo visible y lo invisible, entre lo sensible y lo puramente abstracto o incognoscible. Son esas imágenes vivas las que nos permiten intuir, aunque sea por reflejo, nuestro oscuro e inabarcable mundo interior. Hay imágenes más profundas que otras, eso es un hecho; hay imágenes más secretas, más misteriosas, más reveledoras que otras, hay imágenes que vehiculan ideas más cargadas de verdad sobre nuestra humana condición, hay imágenes que necesitan inteligencias gigantescas y apasionadas para poder ser rescatadas del oscuro pantano que es la mente humana.
David Lynch y David Cronenberg son dos demiurgos de monstruosidades y pesadillas cinematográficas que pueden llevar hasta al público más osado a la náusea o a simplemente abandonar la sala oscura y decir: “Qué asco, qué absurdo” , y alegrarse de ver nuevamente la luz de la realidad como la conocemos: ordenadita, sólida, idéntica a sí misma. Emanados de fines de los setentas, ambos partieron de técnicas artísticas diferentes, el estadounidense de la pintura y el canadiense de la literatura, sin embargo ambos forman parte de una generación con preocupaciones y obsesiones estéticas similares: a ambos les ha fascinado siempre la pintura de Francis Bacon o la literatura de Franz Kafka, los dos son de una generación post-beat y, si bien lo hicieron de maneras casi diametralmente opuestas, los dos consolidaron en sus respectivas obras lo que se podría ver como sistemas simbólicos autónomos que esbozan una arquitectura arquetípica de la monstruosidad. En ese sentido, estos dos realizadores no se separan de muchos de sus contemporáneos: en los años ochenta abunda el tema de la monstruosidad y la mutación en el género de terror de serie B e incluso dentro de la filmografía de aclamados directores como John Carpenter, Tim Burton, James Cameron o Paul Verhoeven. Es innegable que los dos David están impregnados por un contexto sociocultural que se refleja en el tema de sus preocupaciones, empero, lo que los distingue es la manera de abordar estas preocupaciones, con una pasión que linda en la obsesión tanto formal como temática que genera una especie de hermetismo que ha sido objeto de un gran culto entre los iniciados y un rechazo profundo en los no iniciados. ¿Cúal es su propuesta? ¿Qué mundos imaginales nos permiten transitar estas mentes de una creatividad soberbia? ¿Por qué estos dos trabajos sobre la monstruosidad y el “lado oscuro” de la mente han logrado un reconocimiento aclamado en ciertos circulos cinéfilos y hoy por hoy son considerados como la obra de grandes autores? Con el fin de responder a estas preguntas se recurre a la metáfora del mago para designar la relación que Lynch establece con el cine y la del científico loco para referir a su colega canadiense, ambos sirviendose de ese instrumento maravillosamente sutil que es el séptimo arte para extender sus respectivos universos ante nuestros fascinados (o espantados) ojos.
David Lynch se ha consagrado como el maestro de lo extraño y hoy, en el año 2006, es el director más jóven en recibir el premio a la trayectoria en el Festival de Venecia. ¿Qué ha empujado a ese niño del norte de Gringolandia, absorto ante las hormigas durante horas en el jardin, a convertirse en un auténtico Mostrorum Artifex, Tejedor de Pesadillas? Quizás, justamente esa idea de que detrás de todo césped uniforme, de un verde perfecto, yacen bestias voraces devorándose las unas a las otras sin un ápice de piedad. Sí, detrás de cada sueño hay una pesadilla, detrás de toda imagen bella se esconde un monstruo. Ese trayecto, ese pasaje de lo bello a lo monstruoso, de lo reconfortante a lo aterrador, de lo placentero a lo doloroso, ese es el pasaje en donde nos sitúa David Lynch. Una oscilación dantesca entre el estadio celeste y la ominosa visión del Mal que puede estar a la vuelta de la esquina. ¡Cómo la pureza es frágil y susceptible de convertirse en su contrario al más mínimo roce con el deseo insatisfecho o el amor amargo! ¡Cómo al éxtasis sigue la meláncolía y a la melancolía la muerte o algo más horrible aun!
La figura del Mago es, según el Tarot, la esencia del Creador. Si esta una imagen genera desconfianza es debido a que el Mago maneja un lenguaje secreto capaz de transformar la materia, un lenguaje ignorado por el común de los mortales. Este poder, el de hacer que una cosa ocupe dos espacios diferentes en un mismo instante o que se transforme en otra totalmente opuesta o simplemente desaparezca, nos es aterrador porque nos pone en una situación de confusión o, hablando en lenguaje cartesiano, nos induce al error, desestabliza la identidad de lo real, la objetividad lógica en la que basamos nuestros esquemas básicos de presencia en el mundo. Ese lenguaje que utiliza nuestro director es el lenguaje cinematográfico que le sirve de tongo, a diferencia de que, en lugar de ocultar un conejo y sacar una paloma, oculta una rubia y saca una morena, oculta a un asesino a sangre fría y saca a un adolescente con una vida por delante, oculta a una joven actriz angelical y saca a una mujer atiborrada de odio y de pulsiones criminales.
En ese aspecto Lynch ha asimilado bien la estética y el imaginario diurno y luminoso de su pais de origen: Estados Unidos está basado en una mitología joven para la que Hollywood ha funcionado como savia escencial. El Olimpo de los Estados Unidos está poblado por una constelación de estrellas como Marliyn y John Wayne, pero también de un conjunto de héroes míticos como los bomberos, policías y soldados anónimos que dieron sus vidas para permitirle al ciudadano el lujo de vivir en el pais de la libertad, tranquilo en su radiante domicilio residencial rodeado de buenos vecinos y coloridos jardines. Pero, así como ocurrió con Marilyn, la cinematografía de Lynch deforma el mito, de la superficie más radiante conduce hasta las profundidades de la desesperación humana, a los límites de la lamentación y del horror.
Desde Eraserhead (1977) donde vemos a esta especie de Marilyn con cachetes hipertrofiados hasta Rebecca del Rio, la Llorona de Los Angeles en Mulholland Dr. (2001), que canta el clásico de amor de los fifties Crying de Roy Orbison en una versión para dar escalofríos, en castellano y en un teatro donde todo es posible, en Lynch la deformación es un instante cargado de energia y electricidad, una antesala a la metamorfosis total o a la desaparición, que es lo mismo. En ese aspecto, Lynch es fiel a su maestro pictórico Francis Bacon, quien, si bien nunca abandonó el arte figurativo, se empeñaba en brindarle un movimiento, una energía en la pincelada que practicamente llega a la abstracción por la deformación. En Lynch, todos tenemos la tentación de entrar en un espacio-tiempo narrativo clásico, caemos en la trampa: nos identificamos con el personaje; así es el cine, así y solamente así funciona. No solamente nos identificamos narrativamente, sino, y sobre todo, emocionalmente. El mago nos ha creado la ilusión perfecta, la ilusión de interioridad. Y de repente todo se derrumba, tú ya no eres tu mismo y el mundo tampoco es el mundo. Todo ha cambiado y ahora queda el horror de la metamorfosis, el rastro del otro lado del espejo. ¿Viste ángeles? Pues ahora verás lo contrario. ¿Viste héroes?
La deformación es la esencia del horror y de la construcción de la monstruosidad en David Lynch. Sus imágenes nos son familiares pero están impregnadas de algo que viene de otro lugar y, de repente, ya no las reconocemos más y por ende no
nos reconocemos a nosotros mismos. Funciona como una puesta en abismo. Es remarcable la trayectoria del imaginario heroico en este autor: Kyle Maclachlan, la quintaesencia del héroe lynchiano, debuta en Dune (1983) como una especie de Mesías, en Blue Velvet, Jeffrey penetra en el lado oscuro pero sale triunfante a pesar de haber dado ya un primer paso en el mundo sórdido de su (aparentemente) apacible sociedad. Pero si alguna vez ha existido un héroe lynchiano es Dale Cooper, el agente del F.B.I. en la serie Twin Peaks (1990). Excentrico pero puro, respetuoso de la naturaleza y poseedor de un sentido del humor muy genuino, un hombre intachable incapaz de sentir miedo. Es justamente cuando cae este héroe en el aterrador final de este bicho raro de la televisión que Lynch abandona la idea de un "héroe" y ahonda cada vez más y más en el universo de la ambigüedad y la pesadilla. En Lost Highway (1996) se ve como el héroe masculino Fred Madisson enloquece o es "obligado" a ello: todos los atributos luminosos de Dale Cooper como el humor, la valentía o el gusto por la naturaleza estarán completamente ausentes. En cierto modo, Lost Highway podría leerse como una deformación de Blue Velvet, donde todo lo que podía salir mal, sale mal. Después, Lynch nos presenta una historia dedicada a la vejez de una manera tierna y reflexiva, en Straight Story (1999) se mantiene esa continuidad en el abandono del héroe americano, prefiriendo la simplicidad y la reflexión sobre la vejez y las relaciones fraternales. En Mulholland Dr. (2001) desaparece la figura heroica-masculina para estar al cien por cien en mundo nocturno-femenino, donde el amor aparece como una brisa de melancolía en las colinas de Los Angeles para ceder paso a una realidad de pesadilla, una película dentro una película dentro de una película… El héroe estuvo ausente, siempre.
Hace menos de un mes Lynch impactó nuevamente a la crítica con su esperadísima INLAND EMPIRE, de casi tres horas y unanimemente la más extraña y desafiante de las pesadillas que este demiurgo nos ha presentado. El mago nuevamente ha puesto en funcionamiento un lenguaje poderoso capaz de actuar sobre la materia y la identidad de las cosas: nuevamente una historia centrada en un torturado personaje femenino (Nicki Grace), nuevamente una historia sobre Los Angeles, nuevamente una historia sobre el interior misterioso de las cosas. La tecnología digital permitió al realizador liberarse de algunos imperativos del rodaje en film, esperemos que esto no vaya en desmedro de la calidad de la imagen. Sin embargo, es admirable que un creador explore todos los instrumentos que estén a su alcance para pintar universos complejos. El lenguaje con el que el mago David Lynch conjura la identidad de las cosas es – en este caso – el lenguaje audiovisual y nos sugiere que el cine, al estar como un puente entre lo figurativo – es materia – y lo abstracto – es lenguaje –, tiene un poder transmutador que recuerda la alquimia. Se espera con ansias el nuevo opus, dejarse viajar durante tres horas por el misterioso barrio de INLAND EMPIRE y salir metamorfoseado.
En cambio, hace ya más de un año se nos ha satisfecho las más altas exigencias cinéfilas con una hermosa película que combina cierto minimalismo narrativo con una tremenda y aterradora complejidad emocional: se trata de A history of violence (2005) del genio canadiense David Cronenberg. Fue una grata sorpresa ver al “rey del horror venéreo” adaptar esta novela gráfica que trata sobre la degradación de las relaciones cuando cunde la violencia en lugar de mostrarnos nuevos órganos sexuales, instrumentos para operar a mujeres mutantes o máquinas de escribir-insecto con un ano parlanchín - iconografía que caracteriza a este creador poseedor de una imaginación fuera de toda norma - ¿Por qué? Se suele concensuar el hecho de que el alfa y omega de la propuesta cinematográfica de Cronenberg es el cuerpo y la metamorfosis. Sin embargo el tema es más complejo o, digamos más precisamente, que el sistema signficativo que maneja este autor abarca más que el cuerpo y la metamorfosis: Dead Zone (1984), Spider (2002) y A history of violence lo demuestran y en épocas diferentes ya que, si bien no tocan directamente el tema del cuerpo, no dejan de ser rigurosamente cronenbergianas.
Cronenberg, como bien dice Vaughan, su alter-ego monstruoso en Crash, tiene un “proyecto” que consiste en el “remodelaje del cuerpo humano por las nuevas tecnologías” . Este proyecto se debe entender sobre todo bajo el precepto de que es la imagen del cuerpo la que sirve para asentar un concepto de identidad. Sí, la gran travesía griega hasta llegar a la lógica identitaria aristotélica va acompañada de una visión y modelaje del cuerpo. El concepto que sirve de núcleo para este cineasta es el de
fusión. En este sentido el universo cronenbergiano coincide con el universo marxista, o sea, un universo carente de cielo o de trascendencia metafísica. Es más bien una visión donde todo es materia y la lógica que gobierna es la lógica de la materia. El cuerpo diferenciado de la estética clásica cede el paso a un cuerpo en todo momento susceptible de fusionar-se, de contaminar-se, en consecuencia también la identidad.
El personaje de Cronenberg es sujeto de un deseo brutal de fusión. La fusión está metonímicamente ligada con la enfermedad y en especial, con el virus. El virus es, en sí, una fusión del cuerpo con un agente externo, una penetración que altera completamente la materialidad del ser y lo metamorfosea, lentamente, degenerativamente. Lo que Cronenberg propone es una lectura de la enfermedad como cosmovisión, por ende, una anulación del concepto de enfermedad a favor de un nuevo concepto de identidad. La enfermedad lo es solamente desde el punto de vista de la especie amenazada, sino, se trata de una variedad más de las formas de la vida. La fusión con otro organismo, material o imaginario, animado o inanimado, genera en el héroe cronenbergiano un deseo contra el que no opone casi ninguna resistencia y lo lleva a convertirse literalmente en un monstruo. Empero ese monstruo es visto con frialdad, una frialdad casi clínica que es lo que hace que las audiencias se sientan desauciadas. La ecuación cronenbergiana permite un mundo de infinitos peligros y, por ello, es infinitamente deseable. Desde esta perspectiva, el sexo, medio de fusión por excelencia, se vuelve metáfora de enfermedad, y la enfermedad en metáfora de sexo. La lógica de la materia es la fusión y eso conlleva tanto al sexo como a la muerte, dentro de esa lógica ambos son axiológicamente neutros, ambos interpelan al héroe como un insecto que se sabrá devorado después de copular y no parece tener sentimientos respecto a ello. No es sencillamente el cuerpo la obsesión de Cronenberg sino la fusión viral, el ente extranjero que se mezcla con el ser. En ese sentido, por ejemplo, la primera enfermedad sería el lenguaje.
Si la deformación es el rasgo caracteristico de la dinámica imaginal lynchiana, en Cronenberg se trata de la degeneración como
Weltanschauung, como principio para acceder a nuevas realidades, no metafísicas sino más bien a las realidades emergidas de la matemática viscosa que guía nuestro mundo interior: visceral, sexual y oscuro. Lo extraordinario en esta propuesta es que los héroes se ven envueltos en esta telaraña de deseo que apenas comprenden y se dejan llevar, casi sin resistencia, como ante una fatalidad. Una vez que han contraído el virus – que este consista en buscar el orgasmo chocando autos, pincharse veneno para cucarachas o conectarse a un juego virtual a través de un cordón umbilical – los personajes se sumergen absortos en el nuevo mundo al que les permite acceder la fusión degenerativa y, si salen con vida, nunca vuelven a ser los mismos, lo que es equivalente a la muerte.
Es la concepción moderna del Sujeto que Cronenberg desdibuja con sus personajes, ese Sujeto con mayúscula, dueño de sí mismo, dueño de su destino y de la naturaleza, aquel capaz de construir máquinas para dominar el mundo. Es por eso que se asocia al genio canadiense con la figura, ya arquetípica en la modernidad, del científico loco que se ve sobrepasado por sus "inventos" y esto lo lleva a él y a sus seres queridos a la muerte (Frankenstein, Jekyll y Hyde). Cronenberg, con un ojo quirurgico se sirve del cinematógrafo para hacer una disección de los mundos interiores, sin juicio alguno sobre el bien y el mal, emanada de la degeneración de la identidad después de una fusión, de la búsqueda de fusión, sólo alcanzable defnitivamente con la muerte.
Cronenberg ha tocado la toxicomanía, la ninfomanía sadomasoquista, los juegos de video, la pornografía, la clarividencia, la esquizofrenia, la transexualidad, la psicosomatización y todo dentro de un sistema donde la fusión altera cuerpo e identidad, mente y materia se ven envueltos en una serie de eventos guíados por la lógica del deseo, de muerte o de placer, para el caso es lo mismo: fusión. La frialdad de cada plano, la ausencia de control que tienen los personajes sobre lo que les ocurre y lo que provocan hacen de este cine una experiencia desoladora, ciertamente, pero no desprovista de un humor kafkiano que para muchos puede resultar repulsivo, sobre todo para todos aquellos que no quieren ver a través de los ojos de la enfermedad y de la incontrolable e incognoscible energia que mueve a la materia y a nosotros como seres materiales.
Dos cineastas sin par, explorando cada uno a su manera esos lugares imaginales donde se sitúan nuestras emociones y deseos escondidos como hijos (¿bastardos?) de la modernidad. Es imperativo mencionar esa cualidad transfiguradora del arte que hace que a través de él, lo monstruoso se convierta una apuesta plástica de indudable belleza ya que tanto Lynch como Cronenberg son artistas que buscan una revelación estética de la realidad humana, ambos se han unido con equipos de artistas plásticos y actores de primer nivel para que cada una de sus obras sea una experiencia total, un viaje físico, emocional y mental, es decir estético. No es extraño que después de semejantes trayectorias, estos dos autores se encuentren en el pedestal que merecen en la historia del cine: uno, sirviendose de él como mago que busca el conjuro que transforme los símbolos más oscuros de nuestro ser en los más luminosos y el otro como un científico loco, procurando cambiar la especie, fusionandola con los objetos de su creación y sus pesadillas, creando así un hombre entero, total.