"- ¡Mire esta vaca, Serafín! Musa inspiradora de miles de composiciones escolares... ¡Y ahora es acusada de traficante de colesterol por el naturismo apátrida! Nos da su leche, su carne, su cuero. ¡Lo quiero ver a usté haciéndose una campera de zapayitos!"
Inodoro Pereyra, Roberto Fontanarrosa
Mi primera ida a Buenos Aires trajo una constatación y dos suculentos descubrimientos. Mi constatación fue la fascinación que desde muy pequeño había sentido por el fútbol argentino y por la imparangonable pasión que se vivía en las tribunas; fue tal la constatación que creo que en mis primeros 14 días en Buenos Aires asistí a unos 10 partidos de fútbol en diversas canchas de capital y provincia.
Los descubrimientos, en cambio, fueron de índole muy distinta. El primero fue el asado de tira; la fama de la carne argentina es mundial pero hasta que uno no la pone en contacto con el paladar y los dientes no sabe que así como la pasión cantada de las tribunas futboleras, es incomparable, pese que para pasmo de mi hermano, mi viejo y mío uno de los comensales que nos acompaño a nuestra primera incursión al “Palacio de la Papafrita” (guardo la identidad para privar del escarnio público al buen hombre que nos hizo compañía), ni corto ni desvergonzado lo primero que hizo al ser servido fue pedir ketchup de acompañamiento y como bien decía un caro amigo del vecindario madrileño de Moratalaz “esto en mi barrio es movida”, yo suscribo y certifico la frase ante tal atentado de lesa gastronimidad.
Pero el descubrimiento más inopinado y fascinante creo que fue “Inodoro Pereyra: El Renegau” (como él se describe "Pereyra por mi madre, Inodoro por mi padre que era sanitario"), historieta creada por el finado escritor “Negro” Fontanarrosa, que narra las lánguidas y filosóficas desventuras de un gaucho de indomable flojera (o como él mismo se define "timido para el esjuerzo"), hirsuta y rebelde cabellera y portentosa y redondeada nariz (o como la llaman los loros "nariz de taco alto"). Inodoro es la hilarante parodia del tesón y enjundia gauchesca, llevada a sus más grotescos e imaginativos derroteros con díalogos como los siguientes: "- ¿Y usted cómo se gana la vida? - ¿Ganar? ¡De casualidá estoy sacando un empate!" o "- ¿No andará mal de la vista, don Inodoro? - Puede ser. Hace como tres meses que no veo un peso". Ahondarse en la lectura de Inodoro fue una de las costumbres más celebradas de nuestra estadía en Argentina, ya que arribando tarde en la noche mi viejo nos leía las historietas con acento gaucho explicándonos mucho de la jerga utilizada y en breve mi hermano y yo nos desparramábamos de risa con las conversaciones, elucubraciones y máximas de Pereyra al lado de su insobornable compañero el crestiano emperrado (o perro crestiano) Mendieta, de su abundante esposa Eulogia y una bandada de loros que no hace otra cosa que difamar y vilipendiar al sufrido mártir telúrico. Las lecturas duraban horas, lo que provocó que lo único relevante, si es que lo es, de Buenos Aires que no conocimos ni por asomo fue la mañana, Pereyra nos privó de tan sutil y madrugador privilegio.
Ese humor argentino ambientado en un personaje de tierra adentro, tenía amplificadas todas esas virtudes de un pueblo con una finísima ironía, un privilegiado sentido para las comparaciones insólitas, tremenda capacidad para hablar alverres (al revés) y para el trastorno del sentido de las palabras (un rasgo más bien propio de humor de Fontanarrosa), factores que a la larga han sido no semillas para el cultivo de la risa, sino una escuela de humor y de manifestación verbal de la cual me siento pésimo, pero honrado epígono, así que quería rendir mi pequeño homenaje a un gigante del humor mundial como el “Negro” y no el día después de su muerte, sino un poco después, porque los homenajes no se deben quedar en meras crónicas recopilatorias sino en el verdadero legado que el finado te dejó.
Qué grande Fontanarrosa, que en su obra nos legó todo el sustrato de los descubrimientos y constataciones argentinas: el amor por el fobal, la veneración del sagrado vacuno y la más rutilante destilación y digestión del humor a través de Inodoro y compañía. ¡Qué lo parió al Negro, hasta siempre!
4 comentarios:
Imaginense si desde que murió Hitchcock los pájaros estaban ya tan desorganizados, ahora que se nos fue Fontanarrosa ya queda extinguido el sueño de un ser humano sometido al ave o, en su defecto, exterminado por el ave.
¡Gracias Fontanarrosa!
Aqui en este cuento esta resumida la estetica del Negro, un escritor de verdad, sin intermediarios ni etapas ni sucursales. El en si y para si. Saludos, Luis
"Puto el que lee esto."
Por Roberto Fontanarrosa
Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato.
Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora.
Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. "Puto el que lee esto", y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento..." Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross MacDonald.
Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ése es el golpe que necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés.
No me muevo bajo la influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo la línea marcada por un grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medio medianos. Pumba y a la lona. Paf... el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tan clara que tenía para hablar: "Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos". Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo.
El lector no es mi amigo. El lector es alguien que le debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. "Puto el que lee esto." Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones.
"Es un golpe bajo", diría algún crítico amanerado, de ésos que gustan de Graham Greene o Kundera, de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris Review y están suscriptos a Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor -les contesto-, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien, mil golpes bajos, para que me presten atención de una vez por todas. Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir "me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que escribí, no los molesto más con mi producción", no. Ahí están los libros de Molière, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las pelotas todavía en las mesas de saldos.
Sabios eran los faraones que se enterraban con todo lo que tenían: sus perros, sus esposas, sus caballos, sus joyas, sus armas, sus pergaminos llenos de dibujos pelotudos, todo. Igual ejemplo deberían seguir los escritores cuando emprenden el camino hacia las dos dimensiones, a mirar los rabanitos desde abajo, otra buena frase por cierto. "Me voy, me muero, cagué la fruna -podría ser el postrer anhelo-. Que entierren conmigo mis escritos, mis apuntes, mis poemas, que total yo no estaré allí cuando alguien los recite en voz alta al final de una cena en los boliches." Que los quemen, qué tanto. Es lo que voy a hacer yo, téngalo por seguro, señor lector. Millones de libros, entonces, de escritores importantes y sesudos, de mediocres, tontos y banales, de señoras al pedo que decidían escribir sus consejos para cocinar, para hacer punto cruz, para enseñar cómo forrar una lata de bizcochos. Pelotudos mayores que dedicaron toda su vida, toda, al estudio exhaustivo de la vida de los caracoles, de los mamboretás, de los canguros, de los caballos enanos. Pensadores que creyeron que no podían abandonar este mundo sin dejar a las generaciones futuras su mensaje de luz y de esclarecimiento. Mecánicos dentales que supusieron urgente plasmar en un libro el porqué de la vital adhesividad de la pasta para las encías, señoras evolucionadas que pensaron que los niños no podrían llegar a desarrollarse sin leer cómo el gnomo Pirlimplín vive en una estrella que cuelga de un sicomoro, historiadores que entienden imprescindible comunicar al mundo que el duque de La Rochefoucauld se hacía lavativas estomacales con agua alcanforada tres veces por día para aflojar el vientre, biólogos que se adentran tenazmente en la insondable vida del gusano de seda peruano, que cuando te descuidás te la agarra con la mano.
Allí, a ese mar de palabras, adjetivos, verbos y ditirambos, señores, hay que lanzar el nuevo libro, el nuevo relato, la nueva novela que hemos escrito desde los redaños mismos de nuestros riñones. Allí, a ese interminable mar de volúmenes flacos y gordos, altos y bajos, duros y blandos, hay que arrojar el propio, esperando que sobreviva. Un naufragio de millones y millones de víctimas, manoteando desesperadamente en el oleaje, tratando de atraer la atención del lector desaprensivo, bobo, tarado, que gira en torno a una mesa de saldos o novedades con paso tardo, distraído, pasando apenas la yema de sus dedos innobles sobre la cubierta de los libros, cautivado aquí y allá por una tapa más luminosa, un título más acertado, una faja más prometedora. Finge. El lector finge. Finge erudición y, quizás, interés. Está atento, si es hombre, a la minita que en la mesa vecina hojea frívolamente el último best-séller, a la señora todavía pulposa que parece abismarse en una novedad de autoayuda. Si es mujer, a la faja con el comentario elogioso del gurú de turno. Si es niño, a la musiquita maricona que despide el libro apenas lo abre con sus deditos de enano.
Y el libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que compiten con él para venderse. Sabe, con la sabiduría que le da la palabra escrita, que su tiempo es muy corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte. Después, si su reclamo no fue atractivo, si su oferta no resultó seductora, saldrá de la mesa exclusiva de las novedades VIP diríamos, para aterrizar en algún exhibidor alternativo, luego en algún estante olvidado, después en una mesa de saldos y por último, en el húmedo y oscuro depósito de la librería, nicho final para el intento fracasado. Ya vienen otros -le advierten- vendete bien que ya vienen otros a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia el filo de la mesa para que te caigas y te hagas mierda contra el piso alfombrado.
No desaparecerá tu libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como fuere, es un símbolo de la cultura, un ícono de la erudición, vale por mil alpargatas, tiene mayor peso específico que una empanada, una corbata o una licuadora. Irá, eso sí, con otros millones, al depósito oscuro y maloliente de la librería. No te extrañe incluso que vuelva un día, como el hijo pródigo, a la misma editorial donde lo hicieron, y quede allí, al igual que esos residuos radioactivos que deben pasar una eternidad bajo tierra, encerrados en cilindros de baquelita, teflón y plastilina para que no contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en abono para las macetas de las casas solariegas.
De última, reaparecerá de nuevo, Lázaro impreso, en la mano de algún boliviano indocumentado, junto a otros dos libros y una birome, como oferta por única vez y en carácter de exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren suburbano, todo por el irrisorio precio de un peso. Entonces, caballeros, no esperen de mí una lucha limpia. No la esperen. Les voy a pegar abajo, mis amigos, debajo del cinturón, justo a los huevos, les voy a meter los dedos en los ojos y les voy a rozar con mi cabeza la herida abierta de la ceja.
"Puto el que lee esto."
John Irving es una mentira, pero al menos no juega a ser repugnante como Bukowski ni atildadamente pederasta como James Baldwin. Y dice algo interesante uno de sus personajes por ahí, creo que en El mundo según Garp: "Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina la historia". Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses y ahora te está explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas a la mujer de Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba que Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito termine con su relato, entendelo. Mirás el reloj como buen dominado que sos, le pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina la historia, querido, eso querés.
Entonces yo, que soy un literato, que he leído a más de un clásico, que he publicado más de tres libros, que escribo desde el fondo mismo de las pelotas, que me desgarro en cada narración, que estudio concienzudamente cómo se escribe y cómo se lee, que me he quemado las pestañas releyendo a Ezra Pound, que puedo puntuar de memoria y con los ojos cerrados y en la oscuridad más pura un texto de setenta y ocho mil caracteres, que puedo dictaminar sin vacilación alguna cuándo me enfrento con un sujeto o con un predicado, yo, señores, premio Cinta de Plata 1989 al relato costumbrista, pese a todo, debo compartir cartel francés con cualquier boludo. Mi libro tendrá, como cualquier hijo de vecino, que zambullirse en las mesas de novedades junto a otros millones y millones de pares, junto al tratado ilustrado de cómo cultivar la calabaza y al horóscopo coreano de Sabrina Pérez, junto a las cien advertencias gastronómicas indispensables de Titina della Poronga y las memorias del actor iletrado que no puede hacer la O ni con el culo de un vaso, pero que se las contó a un periodista que le hace las veces de ghost writer. Y no estaré allí yo para ayudarlo, para decirle al lector pelotudo que recorre con su vista las cubiertas con un gesto de desdén obtuso en su carita: "Éste es el libro. Éste es el libro que debe comprar usted para que cambie su vida, caballero, para que se le abra el intelecto como una sandía, para que se ilustre, para que mejore su aliento de origen bucal, estimule su apetito sexual y se encame esta misma noche con esa potra soñada que nunca le ha dado bola".
Y allí estará la frase, la que vale, la que pega. El derechazo letal del negro Monzón en el entrecejo mismo del tano petulante, el trompadón insigne que sacude la cabeza hacia atrás y hacia adelante como perrito de taxi y un montón de gotitas de sudor, de agua y desinfectante que se desprende del bocho de ese gringo que se cae como si lo hubiese reventado un rayo. "Puto el que lee esto." Aunque después el relato sea un cuentito de burros maricones como el de Platero y yo, con el ángelus que impregna todo de un color malva plañidero. Aunque la novela después sea la historia de un seminarista que vuelve del convento. Aunque el volumen sea después un recetario de cocina que incluya alimentos macrobióticos.
No esperen, de mí, ética alguna. Sólo puedo prometerles, como el gran estadista, sangre, sudor y lágrimas en mis escritos. El apetito por más y la ansiedad por saber qué es lo que va a pasar. Porque digo que es puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a contarles por qué lo afirmo, por qué tengo autoridad para decirlo y por qué conozco tanto sobre su intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca hubiese temido imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora y aquí, el que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con nombre y apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el apodo. A usted le digo.
Roberto Fontanarrosa
Algunas de las noches que pasé en La Paz, después de haber escrito desde el recuerdo doloroso, cojía del estante uno de esos libros de Fontanarrosa, y me reía, casi me descojonaba de la risa...
Y hoy, al leerte Alvaro, otra vez he soltado un par de carcajadas de esas que casi has tenido que oir a pesar que estoy al otro lado de la bañera, aunque bien lejos del agua salada.
Un abrazo, y ¿podemos decir ya, bienvenido kirulanga?
Oneiros creo que Hitch creía en el ser humano sometido o exterminado por los avechuchos, el Negro creía en el ser humano vilipendiado y humillado por el Ave, pobre "Renegau", ¡pinches loros!, como le van a decir "Nariz de taco alto" o que la Eulogía no era su esposa, sino su tío.
Luis, el texto que provees, como tu bien dices, elucida las entrañas del humor del Negro y de su estilo literario, no lo conocía y no pude evitar cagarme de risa.
Iñaki, me percaté de tus estruendosas carcajadas, lo cual no hizo más que echarlas de menos en la cercanía. Por si acaso el pequeño Kirulanga ya está entre nosotros ostentando el innombrable y quebradizo frontis del padre.
Saludos y abrazos a todos!!!!
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