
jueves, diciembre 25, 2008
"Detour", el noir, la carretera, el destino y su tragedía

lunes, diciembre 15, 2008
Modigliani, Chagall y Soutine: Genio, judaismo y universos inclasificables








lunes, diciembre 08, 2008
El festín simbolista





Franz Von Stuck: No hay nada más oscuro en el alma que el habitáculo de aquella bestia. A lo lejos nada se distingue. Al aproximarse uno (con pavor inevitable), el velo espeso de profunda tiniebla deja entrever el rostro de la más fea de las noches humanas. El cutis viperino, los ojos grandes de brillo maléfico, los gestos desesperados y ansiosos, el aliento impuro, lo que está a punto de morir. Al fondo cae una estructura de hueso y, con ella, el mundo: gigantesca pecera de cristal. Los corceles del infierno se apresuran para llegar a casa, bajo la lluvia, mirada escarlata e inclemente. La medusa se retuerce bajo el colchón. Algún día te morderá la serpiente, desnuda, excitada y desprevenida. Así sabrás quién es el hombre sentado en el rincón sombrío.
Jean Delville: Satán tiene un secreto bajo el castillo de agua. Nosotros; tú, yo y aquel: el que no se puede nombrar.
Arturo Borda: La naturaleza como epifanía de una Voluntad Suprema y la Cordillera de los Andes como monumento máximo de esta unión energética entre las inteligencias arcangélicas y las fuerzas inclementes de la Tierra; no tanto el planeta como la entidad espiritual. El diáfano silencio de las montañas no es sino silbido divino, a través de los tiempos. La vida, los campos, el Illimani y los Yungas, todo es producto de la misma Voluntad Creadora, de un inmenso despliegue espiritual, psíquico y material hasta encontrar esa eutexia que funde todo lo separado y distinto en aquello que, por intuición, llamamos instante y que sin embargo concentra en sí mismo todos los misterios del universo. El artista, como sugería Poe, ha de capturar esa Voluntad como una antena del más allá y recrearla a una escala menor pero no menos perfecta y sagrada.
lunes, diciembre 01, 2008
Cuando fuimos niños (o una breve disquisición sobre una novela de Kazuo Ishiguro)

jueves, noviembre 13, 2008
La ética del Dude como forma de vida y Larry Sellers como el Macguffin según los hermanos Coen


martes, noviembre 04, 2008
Top 5: Álbumes de Rock





martes, octubre 28, 2008
Disquisiciones sobre la táctica en el fútbol

"Ningún equipo juega regularmente bien en el mundo. La causa principal es que si ganara el que desarrolla mejor sus capacidades creativas, se jugaría bien. Pero se juega a neutralizar las capacidades creativas del rival. Entonces, el juego, que originalmente era quien elaboraba mejor, es ahora quien neutraliza mejor. Se desnaturalizó la esencia del juego porque es mucha más peligroso perder que reconfortante ganar"
Marcelo Bielsa.
Desde estas dos premisas, la crisis y la complejidad, a modo de reflexionar sobre la táctica en el fútbol, planteo en este escrito la forma cómo yo jugaría si fuera técnico, o mejor aún, la forma en que juegan los equipos que me gustan.

Cuando Rinus Michels dirigió Holanda en el mundial de 1974, construyó también una nueva idea esencial en el juego: la movilidad, la obsesión por el desmarque, la invención de espacios para atacar con mayor amplitud. Lo que los periodistas llamaron "la naranja mecánica", era una estructura de constante movimiento, buscando agrandar la cancha, habilitar la mayor cantidad de opciones de pase, inventar mayores y mejores caminos al arco contrario; en suma, era la búsqueda creativa por demostrar que son infinitos los derroteros para llegar al gol. Ese equipo, compuesto entre otros por Cruyff, Neeskens, Van Hanegem y Resenbrink, era un homenaje a la creatividad y al compromiso con el balón, era una oda a la alegría y a la valentía.

El Ajax de Van Gaal bebía de las mismas vertientes. Su marca de identidad era la posesión de la pelota y la búsqueda del arco contrario. De nuevo, Bielsa: “El modelo ajeno que más me gusta es el Ajax de Louis Van Gaal, o sea un equipo con flexibilidad para componer sus líneas de acuerdo a las exigencias del planteo del rival, en el momento de la recuperación. Además, a mí me interesa que el equipo tenga un proyecto propio e independiente en ofensiva”. Ese equipo, marcado por la intención de penetrar por los costados a través de la profundidad de Overmars y Finidi, de apoyar el juego en la lucidez de Litmanen, de buscar obsesivamente una nueva oportunidad pasando la pelota hacia atrás antes que intentar achuntar un pelotazo al pecho del centrodelantero, fue tal vez uno de los últimos grandes equipo que existió.
A estos distintos condimentos aparecidos en la historia, yo le añadiría otro aspecto esencial: la presión sobre la pelota, la voracidad por recuperar el balón, el vértigo que debe tener un equipo de fútbol cuando no está con la pelota. Este condimento se puede observar en los equipos de Bielsa. Tanto en la Argentina que clasificó al Mundial de Corea y Japón como en el Chile contemporáneo. Los equipos de Bielsa te asfixian a través de la presión, te conducen al error, te maniatan; esto sucede porque su búsqueda primigenia es recuperar la pelota, necesitan de esta materia vital para construir sus proyectos.
Amor por la pelota, creatividad para agrandar el terreno, presión insaciable y respeto por el juego serían los valores esenciales de la forma cómo jugarían mis equipos. En términos más pragmáticos, jugaría con dos punteros y un centrodelantero, un volante central y un armador, dos volantes por las bandas y una línea de tres defensores; es decir: jugaría como juegan los equipos de Bielsa. Una manera de jugar que bebe desde una herencia larga marcada por los valores más importantes del juego: la creatividad, la alegría y la búsqueda honesta de la victoria.
miércoles, octubre 22, 2008
John Cage. Paisajes imaginarios, conciertos y Musicircus . Castellón, del 4 de octubre al 13 de diciembre en el EACC
Un camino, todos los caminos
Ya desde el exterior del museo podía escucharse en sordina una extraña masa de ruidos. El revuelo que en la explanada de acceso al edificio formaba un nutrido grupo de curiosos, por no hablar del conjunto de niños armados con instrumentos de viento, hacía presagiar que ahí adentro se estaba cociendo algo excepcional. Bastó abrir la puerta para comprobarlo. La masa de sonidos salió a recibirme, desnuda, rotunda. La sobria instalación de las piezas, imágenes y artefactos de producción sonora estaba atravesada de punta a punta por una madeja inextricable de estímulos. El vacío sin vacío, el silencio colmado de ruidos. La confusión resultante llenó de duda los primeros pasos. ¿A dónde ir? ¿Qué seguir? ¿En qué punto, en qué camino tendría que centrar la atención? Aquel caos, explicaba el programa, era el resultado del Musicircus, un evento creado a partir de la interpretación casi simultánea de varias composiciones de John Cage, ya fuera en el piano preparado de Sonatas & Interludes (1946-1948) y She is asleep (II) (1943), en los doce tocadiscos de 33 1/3 (1969), en el conjunto de flauta, oboe, clarinete, trombón, percusión, piano, dos violines, una viola y un violoncelo de Ten (1991), en la turbulencia generada por las cabezas sin aguja de cuatro tocadiscos de Cartridge Music (1960), en la voz burlona del Aria, for voice solo (1958), en el arpa de In a Landscape (1948), en los estridentes juguetes de Quest (1935) o en las doce radios de Imaginary Landscape n.4 (1951). En medio de semejante pandemónium recordé las páginas que Clément Rosset dedica a hablar del azar en Lo real. Tratado de la idiotez. Refiriéndose a las derivas del Cónsul, ese personaje de Malcolm Lowry que encarna inmejorablemente el lema etílico de Long John Silver que los Situacionistas hicieron suyo, “bebed que el diablo se encargará del resto”, Rosset escribe que el borracho de Bajo el volcán no ha perdido el sentido de la orientación, sino que son los caminos los que han desaparecido y, con ellos, cualquier dirección posible. En efecto, un Pandemónium: un espacio donde hay mucho ruido y confusión, la capital imaginaria del infierno, ese reino del sinsentido donde viven todos los demonios o, para devolverle a la palabra su matiz pre-cristiano, todos los hados, todos los espíritus posibles. No hay dirección alguna porque están todas ahí, disponibles. Como decía el propio Cage sobre el Musicircus, “no oirás nada, lo oirás todo”.
De pronto, sin pensarlo demasiado, enciendo la grabadora de MP3 y empiezo a deambular por todo el espacio atendiendo a esto o aquello, guiado apenas por el aturdimiento absoluto. Un grupo de flauta, oboe, trombón, contrabajo y percusión interpreta Ryoanji, una pieza que Cage compuso entre 1983 y 1985 basándose en la forma del jardín zen del templo sintoísta de Ryoanji, en Kioto. Dicho jardín está compuesto por quince rocas dispuestas sobre una superficie de arena en la que se han dibujado surcos. Superponiendo la imagen del jardín y el esquema de la partitura, Cage escribió / dibujó la pieza de modo que las partes de los solistas correspondieran a la posición y forma de las rocas, mientras que las partes del acompañamiento coincidían con los surcos en la arena. Las notas de este sector parecían desleírse en el aire como si estuvieran hechas de una sustancia que pudiera estirarse hasta el infinito sin llegar a romperse nunca. Entretanto, numerosos sonidos intrusos, en este caso más cristalinos y festivos, aparecían por doquier para desviar la atención. Imposible detenerse mucho tiempo en cada foco. El formato de este experimento sonoro y social nos obliga a movernos de un lado a otro, como en los cuadros de El Bosco, sin que se consolide un centro productor u organizador del sentido: el tableteo afelpado y los castañeos de las cuerdas violentadas con tornillos y diversos objetos en el piano preparado (cuando el pianista se levanta de su silla no aguanto la tentación y toco unos cuantos acordes hasta que una señorita de la seguridad del museo se da cuenta y me frunce el ceño), los teclados de juguete interpretados por niños, las voces y los comentarios de los visitantes, el ruido amplificado de los papeles rasgados, los conjuntos de percusión, las risas, los coros.
Y así, de tropiezo en tropiezo, como el Cónsul ebrio, hasta llegar a uno de los momentos más emotivos de la jornada. Me refiero a Branches (1976), una especie de obra de land art para espacios interiores que por unos minutos acaparó gran parte de la atención y la actividad colectivas. Esta composición fue creada por Cage para un conjunto de varios tipos de cactus y otras plantas espinosas, vainas con semillas y sonajeros vegetales que, conectados a pequeños micrófonos, se pueden usar como instrumentos musicales de percusión, tocando, por ejemplo, las espinas con palillos de dientes, golpeando los travesaños de madera o agitando las vainas. Por si fuera poco, en esta pieza apareció una bailarina que, lejos de limitarse a ilustrar el sonido con un correlato coreográfico, consiguió situar su cuerpo en una frontera de gran tensión entre los movimientos asignificantes y una gestualidad de gran expresividad.
Otro de esos momentos, que podrían compararse a los picos de intensidad en un gráfico que registrara los incesantes movimientos sísmicos de un terreno, fue la participación de la soprano Pilar Jurado con su versión del Aria, for voice solo. En una de las paredes del espacio se alzaba el dibujo enorme de una singular partitura hecha a partir de frases en varios idiomas y una serie de curvas similares a las que se emplean en la notación musical tibetana, además de unas discretas notas que apenas especificaban los estilos vocales a emplear y la irrupción de sonidos no musicales. La cantante debía, pues, recorrer el espacio de un extremo a otro a medida que interpretaba la partitura. Un acierto curatorial. Pese a ello, en muchos tramos Jurado se mostró demasiado histriónica en su lectura y, al hacer tanto énfasis en el carácter humorístico de la pieza, no supo revelar que ese humor debía ser el resultado involuntario de la conjunción de elementos muy heterogéneos en la partitura. Hubo momentos en que el mohín malicioso del maestro zen se transformó en una mueca bufa. Pequeño traspiés que, no obstante, quedó mitigado y totalmente vaciado de significado en medio del ruido adyacente, que insistía en desmentir cualquier lectura unívoca, cualquier conceptualización inflexible. Ese supuesto desacierto en la interpretación no dejaba de ser una mera percepción subjetiva y prejuiciosa de mi parte que, si bien era pertinente de un modo particular, no venía a cuento en un conjunto en constante mutación.
Al final de la jornada el cansancio entre los músicos y el público era evidente, pero aún así el ruido continuó como si se estuviera generando por sí mismo. Por un momento creí que seguiría allí cuando todos nos hubiéramos marchado. Pero no fue así. Al término de la última pieza en la que intervinieron doce radios y veinticuatro intérpretes, el ruido, al menos el que provenía de las composiciones de Cage, cesó. Sólo quedó el murmullo de la gente. Y poco a poco, ganando terreno, porfiado siempre, esperando pacientemente la retirada de todos los visitantes, volvió el silencio. Y con él, la soledad de las piezas. La pared con el gigantesco dibujo de un mesóstico, las hermosas transparencias con las partituras de Cartridge Music, los tocadiscos, los cactus, los juguetes, los pianos, la reproducción del jardín de Ryonaji y una sorpresa más: el sonido casi imperceptible de un viejo órgano tocado con pequeños pesos de metal en las teclas, reproducción parcial y abreviada de ASLSP As Slow As Possible, la famosa pieza destinada a durar 639 años.
Salí del museo dando tumbos, totalmente borracho. La fiesta había terminado. Entré al bar más próximo y pedí una caña. El camarero me preguntó qué había sido todo ese ruido y yo no fui capaz de explicarle nada. Balbuceé un par de frases ininteligibles y el tipo se encogió de hombros.
De camino al hotel, aún bajo los efectos del Musicircus, intenté darle sentido a lo experimentado durante todo el día. En vano. Entonces volví a recordar al Cónsul y a Clément Rosset en sus reflexiones sobre el azar y la necesidad. “El camino recto se ha perdido en la selva oscura, como en el comienzo de la Divina Comedia de Dante”, escribe Rosset, “(...) La pérdida del camino recto no tiene lugar porque los caminos hayan desaparecido en el ánimo del Cónsul, sino, al contrario, porque pululan en él, porque han investido toda la realidad, una realidad que no es más que una infinita encrucijada de caminos, una impenetrable selva de caminos”.
De vuelta en la habitación del hotel me eché en la cama con las luces apagadas y reproduje en el ordenador lo que había grabado en el MP3. Descubrí sorprendido que, pese a lo azaroso de mi deambular ebrio, como lo confirmaba el registro sonoro realizado durante todo el día, sí había recorrido un camino. Uno y no otro. Uno que era cualquiera pero que no dejaba de ser ese y nada más que ese. Para decirlo con Rosset, la determinación apareció como una marca de lo fortuito.
¿Significados? ¿Sentidos? ¿Interpretaciones? Nada de eso, claro. Como explicaba Cage incansablemente, un sonido es un sonido es un sonido. Y nada más.
viernes, octubre 17, 2008
Dunga y Basile o la incógnita sobre la dificultad (o casi imposibilidad) de hacer una selección que juegue bien al fútbol en base a jugadorazos

lunes, octubre 06, 2008
Mujeres fatales: Jenny Saville y Cecily Brown



Llagas en la memoria.
Agonía estirada hasta el olvido.


