¿Qué tienen en común Sunset Boulevard, Le Mépris, 81/2 o Persona ? Que todas conllevan a esa sensación tan profundamente inquietante respecto a la modernidad cinematográfica: el cine se mira a sí mismo, el medio se enfoca en tanto que medio generando una puesta en abismo no apta para un público que carezca de audacia y de defensas contra las maldiciones del espejo.
¿No es esa la marca fundamental de la modernidad de todo arte? La toma de consciencia y el dominio de la re-presentación es lo que hizo que Cervantes hablara del Quijote en el Quijote o que Velásquez indujera al observador a un laberinto semiológico cuando se pintó pintando un cuadro que, en realidad, está de espaldas a sí mismo. De la misma manera, el cine, arte joven, conoció ese abismo con los filmes mentados en el párrafo anterior.
No era de extrañarse que Takeshi Kitano se empeñase en meter su cuchara en esa sopa de artistas absortos por el metalenguaje que, en su caso, no es otro que el del cine. Este director japonés es un autor con todas las de la ley: se puede decir que él abarca varios géneros pero que ningún género lo abarca a él. Sí, en un inicio Kitano era encasillado como un director de películas de yakuzas: cintas como Boiling Point y Violent Cop correspondían perfectamente al estereotipo, pero ya desde hace bastantes películas que este hombre no ha cesado de imponer su visión del mundo más allá del cosmos yakuza – que aparece más como un pretexto que como un fin en sí -. Hanna-Bi, Dolls y Zatoichi son testimonios de una voluntad poética gigantesca.
Recién llegó a mis manos Takeshis, opus que pasó desapercibido en los círculos cinéfilos en comparación con los tres anteriores: se trata de una película capaz de dejar absorto al mismo Fellini. La puesta en abismo de la puesta en abismo de la puesta en abismo. Takeshis es, para ubicar al lector, la Mulholland Drive de Kitano (entiéndase bien esta última aclaración, es decir, no esperar gritos rompevidrios ni viejos demoníacos dopados con pastillas de chiquitolina). Este genio japonés siempre había proporcionado guiños metalingüísticos y/u onírico-surrealistas (léase el baile final en Zatoichi que, hasta ese momento, había respetado meticulosamente el estilo japonés medieval), sin embargo esta obra va más allá, mucho más allá.
La historia se basa en la fábula “El Príncipe y el Mendigo”. Beat Takeshi es una exitosa estrella del cine yakuza que tiene el mundo a sus pies. Por otro lado está el Sr. Kitano, actor frustrado a más no poder, perdedor nato y condenado a la más sórdida soledad. Él sólo tiene un rasgo distintivo: es idéntico a Beat Takeshi solamente que con el pelo teñido rubio como su ídolo en uno de sus mayores papeles de yakuza. El filme nos sumerge en la vida de ambos: la una plagada de glamour bizarro y la del otro de tedio y melancolía. Sin ceder al “final abierto”, Kitano (que, como se esperarán, interpreta a los dos) nos mete en un mundo fascinante y taciturno como sólo él sabe: tan crítico de sí mismo como megalómano, este genio japonés se permite una libertad onírica y poética rara vez vista en la historia del cine. El montaje está plagado de insertos descontextualizados, el sopor y la locura infectan constantemente la imagen “real” y todo, impregnado de esa flema kitaniana que carga las emociones de tedio, vacío y, en fin, dulce y abrumadora nostalgia.
Una joya rara en la cinematografía de Takeshi Kitano: es una peli tan Kitano (en ella encontramos todas sus obsesiones) que probablemente sólo satisface a sus más encarecidos fans. Ahora entiendo por qué pasó desapercibida. Empero eso no quita que se trate de un manifiesto de autor, un manifiesto del cine contemporáneo y la obra más personal de este coloso del cine asiático.
¿No es esa la marca fundamental de la modernidad de todo arte? La toma de consciencia y el dominio de la re-presentación es lo que hizo que Cervantes hablara del Quijote en el Quijote o que Velásquez indujera al observador a un laberinto semiológico cuando se pintó pintando un cuadro que, en realidad, está de espaldas a sí mismo. De la misma manera, el cine, arte joven, conoció ese abismo con los filmes mentados en el párrafo anterior.
No era de extrañarse que Takeshi Kitano se empeñase en meter su cuchara en esa sopa de artistas absortos por el metalenguaje que, en su caso, no es otro que el del cine. Este director japonés es un autor con todas las de la ley: se puede decir que él abarca varios géneros pero que ningún género lo abarca a él. Sí, en un inicio Kitano era encasillado como un director de películas de yakuzas: cintas como Boiling Point y Violent Cop correspondían perfectamente al estereotipo, pero ya desde hace bastantes películas que este hombre no ha cesado de imponer su visión del mundo más allá del cosmos yakuza – que aparece más como un pretexto que como un fin en sí -. Hanna-Bi, Dolls y Zatoichi son testimonios de una voluntad poética gigantesca.
Recién llegó a mis manos Takeshis, opus que pasó desapercibido en los círculos cinéfilos en comparación con los tres anteriores: se trata de una película capaz de dejar absorto al mismo Fellini. La puesta en abismo de la puesta en abismo de la puesta en abismo. Takeshis es, para ubicar al lector, la Mulholland Drive de Kitano (entiéndase bien esta última aclaración, es decir, no esperar gritos rompevidrios ni viejos demoníacos dopados con pastillas de chiquitolina). Este genio japonés siempre había proporcionado guiños metalingüísticos y/u onírico-surrealistas (léase el baile final en Zatoichi que, hasta ese momento, había respetado meticulosamente el estilo japonés medieval), sin embargo esta obra va más allá, mucho más allá.
La historia se basa en la fábula “El Príncipe y el Mendigo”. Beat Takeshi es una exitosa estrella del cine yakuza que tiene el mundo a sus pies. Por otro lado está el Sr. Kitano, actor frustrado a más no poder, perdedor nato y condenado a la más sórdida soledad. Él sólo tiene un rasgo distintivo: es idéntico a Beat Takeshi solamente que con el pelo teñido rubio como su ídolo en uno de sus mayores papeles de yakuza. El filme nos sumerge en la vida de ambos: la una plagada de glamour bizarro y la del otro de tedio y melancolía. Sin ceder al “final abierto”, Kitano (que, como se esperarán, interpreta a los dos) nos mete en un mundo fascinante y taciturno como sólo él sabe: tan crítico de sí mismo como megalómano, este genio japonés se permite una libertad onírica y poética rara vez vista en la historia del cine. El montaje está plagado de insertos descontextualizados, el sopor y la locura infectan constantemente la imagen “real” y todo, impregnado de esa flema kitaniana que carga las emociones de tedio, vacío y, en fin, dulce y abrumadora nostalgia.
Una joya rara en la cinematografía de Takeshi Kitano: es una peli tan Kitano (en ella encontramos todas sus obsesiones) que probablemente sólo satisface a sus más encarecidos fans. Ahora entiendo por qué pasó desapercibida. Empero eso no quita que se trate de un manifiesto de autor, un manifiesto del cine contemporáneo y la obra más personal de este coloso del cine asiático.
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