Más allá de la
leyenda romántica y bohemia que rodea la vida de Víctor Humareda, es indudable que su obra constituye una de
las más poderosas y estimulantes propuestas en las artes plásticas
sudamericanas del siglo XX.
Nacido en Lampa,
Puno, en 1920, el joven Humareda mostró desde muy temprano su pasión por el
color: en una ocasión, según contaba refiriéndose a su infancia, no metió un
gol encontrándose solito frente al arco; la majestuosidad del atardecer lo
había hipnotizado, desconcentrándolo por completo en su labor deportiva.
En sus años de
estudiante se situó en el corazón de un conflicto de escuelas: una, la de José
Sabogal, pretendía lograr una “nueva estética peruana”, optando por el motivo
indígena y alejándose voluntariamente de las tradiciones y vanguardias
europeas. Al contrario, los llamados independientes, liderados por Ricardo
Grau, preconizaban un dialogo abierto con el viejo continente y sus escuelas.
Este dato biográfico sólo nos importa porque revela el carácter sintético de la
sensibilidad de Humareda que no se contentó con reproducir la tendencia indigenista
de la pintura sino que, consecuente con su espíritu aymara, escogió la vía
cosmopolita. Con esa admirable audacia criolla, el pintor optó por devorar a
los maestros europeos, por comerse a los renacentistas, románticos,
impresionistas y simbolistas que tuvo la oportunidad de estudiar; para devolverlos,
transfigurados por una Weltanschauung
bien peruana, chola, mestiza y, fundamentalmente, chi´xi.
Así, implicado
en una peligrosa pesquisa estética, el temerario Humareda se enfrentó a uno de
los grandes desafíos formales del siglo XX en el arte figurativo (como lo
harían, en otras latitudes, un Picasso, un Soutine o un Bacon): ¿cómo conjugar
la fuerza y la intensidad del claroscuro de Rembrandt o Goya, con el explosivo
colorido de Van Gogh o Ensor? Es justamente esta propiedad sintética del
espíritu andino; rural y urbano, católico y pagano, despreciador y admirador de
lo europeo, comunitario y neoliberal, primitivo y sofisticado, que facilita al
puneño a conjugar con desenvoltura a los maestros premodernos como Tiziano, El
Greco, Velázquez, Rembrandt, Daumier y Goya, con las vanguardias
postimpresionistas y la “nueva estética peruana”.
La obra del
puneño, en relación a la pintura europea, resulta muy afín a la producción de Die Brücke. Humareda, a primera vista,
podría ser catalogado como un perfecto expresionista de entreguerras. La pincelada
vertiginosa, la intensidad cromática, la deformación expresiva de la figura
coincide con la búsqueda de estos bravos alemanes. Pero Humareda, ya lo dijimos, se sitúa en un contexto al
margen de las escuelas europeas. Más allá de la etiqueta que se le adjudique,
el maestro peruano se enfoca en el color, como alfa y omega del lenguaje
pictórico, como materia prima de la belleza ideal.
Humareda es el
pintor-héroe por excelencia; uno de esos individuos que se aproximan al
arquetipo del artista crístico, alguien que va más allá del bien y el mal, y se
posiciona voluntariamente al margen de los valores de su sociedad: para ver con
claridad, para encontrar lo bello en estado puro. Los motivos no importan, todo
es susceptible de transfiguración y purificación por el color: las calles de
Lima, las corridas de toros, la anatomía humana o un par de viejos zapatos,
devienen en una conmovedora avalancha de sensaciones cuando se encarnan en el
lienzo de este espíritu salvaje e iluminado. En lugar de subordinar el color a
la figura, en Humareda es el color el que incorpora la figura y la somete a su
lenguaje. Como en ese juego infantil que consiste en encontrar formas en las
nubes hasta que se desvanezcan en agónicas contorsiones, los cuerpos de
Humareda emanan, efímeros e inestables, de una apoteósica marisma de color que
parece anteponerse ontológica y estéticamente a las formas que de ella surgen.
Aunque afirmaba
sostener misteriosas conversaciones con Sócrates, este superlativo pintor
defendía una concepción platónica de la belleza. Todo es pasajero y sujeto a la
mutación, excepto la belleza pura, que, a pesar de yacer en una realidad ideal,
tiene el soporte sensual del color para acercarnos a su esencia; sobre todo
cuando el que sostiene el pincel es un maestro y se llama Víctor Humareda.