A guisa de introducción de este breve análisis de la (no tan) nueva película de David Cronenberg, Eastern Promises, me propongo unas palabras contextualizadoras. Es que el susodicho filme recién llegó a mis manos, ojos, oídos, cerebro, huesos, bolas y vísceras en general. Lastimosamente así es la cosa en Bolivia pero al menos ahora, no nos podemos quejar, las buenas pelis, de alguna manera u otra, llegan y en buena calidad. Pero eso, en cuanto a crítica se refiere, tiene una ventaja: el crítico que ha vivido el estreno meses trasnochado de una película, tiene la obligación de darle un nuevo enfoque; sobre todo habiendo leído todo el bombardeo de crítica que cunde durante los meses post-estreno oficial. Así mismo, el presente artículo se propone un enfoque particular de este nuevo opus y este es el que lo sitúa en la trayectoria de este afamado creador de pesadillas cinematográficas. En otras palabras, nuestra aproximación a Eastern Promises será de orden comparativo y analítico.
Últimamente David Cronenberg se ha vuelto una suerte de apuesta segura: uno sabe, al reclinarse sobre su silla mientras se apagan las luces para que empiece el espectáculo, que se enfrentará a una película pulcra, inteligente, profunda, en fin, a un peliculón. En ese sentido el cine del canadiense me parece comparable a la experiencia que puede provocar una ciudad como Paris a un viajero: antes de ir a la ciudad luz él sabe que va a quedar encantado, al estar ahí él está ciertamente encantado y al irse de allí lamenta la ausencia del encanto (cosa que sabía que le pasaría). Pero esto, en el caso que nos atañe, no siempre fue así: el cine de Cronenberg se ha caracterizado durante mucho tiempo por repeler audiencias, provocar, chocar (no en vano tiene una película entera que se llama Crash) al punto de generar lo que mi hermano mayor y yo llamamos “El efecto Cronenberg” que consiste en que de diez que empiezan a ver una de sus pelis, menos de cinco la acaban (y de esos, mínimo, dos dormidos): difícil trayectoria la de este genio para poder ser visto y considerado como tal por la crítica como por la audiencia. Sin embargo, hoy por hoy, es indudable que este hombre está entre los más grandes y toda su obra no es sino un prisma multidimensional para observar un mismo fenómeno con frialdad y estética quirúrgica: la delicadísima identidad del ser humano y su continua susceptibilidad de mutar(se), metamorfosear(se), fusionar(se) y cómo esa pérdida (si es que lo es) acarrea el acceso a un nuevo mundo o, más precisamente, a una nueva realidad. Desde Shivers hasta Eastern Promises son las mismas reglas las que rigen esta travesía cinematográfica.
A pesar de mantener esa estampa, esas reglas rigurosas que caracterizan a toda su obra, Cronenberg desde las tres últimas películas está ahondando en un nuevo universo cuyas coordenadas son difíciles de trazar. La mutación, la fusión y la indiferenciación que encontraban su alfa y omega en el cuerpo o, mejor dicho, en la condición corpórea en los anteriores opus, en estos últimos aparecen más difusas, más intangibles y vemos como de un tema identitario propiamente fisiológico u orgánico pasamos progresivamente a un nivel psicológico y, posteriormente, sociológico. Es indudable que somos testigos de un nuevo Cronenberg, de una nueva fijación en su mirada profunda de director que no hace sino excavar en nuestra condición antropológica fundamental, peli tras peli, año tras año.
Si Seth Brundle devenía en Brundlefly a través de una infiltración material, viral, ahora somos testigos de una nueva fuente de mutación: la sociedad vista como un sistema de roles. Si inmediatamente pensábamos en Freud o Lacan cuando veíamos Naked Lunch o Videodrome, en History of Violence e Eastern Promises pensamos en Erving Goffman, el sociólogo interaccionista que propuso un modelo de sociedad como puesta en escena.
La mutación, cronenbergiana en esencia, aquí no se opera por una matemática viral sino más bien social. Al igual que una enfermedad patea el tablero del cuerpo e instaura una nueva hegemonía y una nueva personalidad, Cronenberg patea el tablero de la vida de estos personajes que descubren que su ser, su vida, no habían sido sino teatro, juego de rol y que era tiempo llegado de jugar otro rol, de ser otro ser. Sin embargo eso no quiere decir que se haya hecho de lado el tema del cuerpo; a los que nos les gusta el aspecto carnal (pornográfico) del cine de Cronenberg que no crean que se han librado, más aun, el aspecto realista de los universos planteados hace que la imagen de la carne viva se haga probablemente más dolorosa e incómoda. La materia corporal tiene dos funciones esenciales en el sistema simbólico de A History of Violence e Eastern Promises: una función iniciática y una función energética.
La función iniciática es la que hace que estas dos últimas películas (el ciclo Mortensen) sean profundamente cronebergianas: en ambos casos la metamorfosis de los personajes se da por una penetración física, material como en el caso de casi todos los héroes de Cronenberg: Tom Stall recibe una puñalada en el pie cuando se desencadena la violencia en su apacible pueblo, así mismo, Nikolai, deberá sufrir más de una infiltración física para acceder al estatuto al que accede, para poder mutar. La diferencia de estas “penetraciones” con las que ocurren en las otras películas es que éstas juegan un rol de augurio, un rol simbólico, casi ceremonial: no se trata de la causa positiva de la mutación como la mosca en la mosca, el pod en Existenz, el metal en Crash o la droga en Naked Lunch. Sin embargo, dentro del sistema-Cronenberg, el símbolo, la conjura es tan efectiva en el desencadenamiento metonímico de la monstruosidad como lo es un virus real, positivo o un pedazo de metal atravesando los miembros: ¿Acaso no es el lenguaje, lo simbólico, el primer virus infiltrado en nuestro ser y causa de nuestra primera alienación? La dialéctica sigue funcionando a perfección, como antaño en Videodrome: la carne se vuelve palabra y la palabra carne. Continuidad y diferencia: la herida, la marca corporal, la penetración sigue ejerciendo su función de antaño, sólo que ahora la cumple como símbolo de un devenir y no como la causa material de un devenir, como los tatuajes para la mafia rusa.
La segunda función del cuerpo es relativamente nueva en Cronenberg y se está esbozando lentamente desde A History of Violence. Se trata de su función energética y viril: despojada de toda pulsión erótica (el cuerpo de cronenbergiano siempre sufría de una ambivalencia erótico-tanatológica) la corporeidad deviene en incontrolable energía destructiva, confrontación, agresividad desmesurada. El tema de la violencia como tal nunca había sido explorado por este maestro de una manera tan directa. El cuerpo aparece desnudo y provisto de ese realismo baconiano que es, sobre todo, percepción de la energía más allá de la entidad. No se puede decir que las anteriores películas de Cronenberg sean propiamente violentas; no es el término adecuado. Chocante, repugnante, provocadora, la monstruosidad que se manifestaba físicamente ejercía más una violencia psicológica en la audiencia que otra cosa: lo molestoso de los choques de Crash es el enfoque, igual que la maternidad en The Brood o la ginecología en Dead Ringers.
Ahora Cronenberg parece abordar la violencia como tal, separada de toda ambigüedad (que era lo molesto en su cine anterior): a través de una estética de la confrontación viril, cuerpo a cuerpo, el autor nos desata un recuerdo animal en el inconsciente, una memoria del hombre sobreviviendo en la naturaleza, no solamente enfrentándose a bestias y catástrofes naturales sino, y es quizás el mayor de los peligros, a sí mismo. Contrariamente a los filósofos de la iluminación que ven en la violencia una ruptura del lazo social, un retorno a la animalidad, vemos en estas dos películas como la violencia es constitutiva de la sociedad, ordenadora de la misma de alguna manera. Y si la sociedad que vivimos parece haber eliminado la funcionalidad de la violencia es porque esta se ha mediatizado, se ha llevado a otros estratos, despersonalizado, internacionalizado, sublimado, pero, sin embargo, su origen y función son las mismas. La mafia rusa encarna perfectamente esa cosmovisión según la cual el cuerpo es la prueba de tu historia, las marcas en él narran, las cicatrices hablan por sí solas: al hacerlo establecen jerarquías.
Quizás lo que sí es totalmente nuevo en Eastern Promises respecto al resto de la obra es que la estructura de la narración contempla dos héroes, dos mutaciones que se fusionan en una historia sencilla pero perfectamente hilada, matemática. Y es que generalmente las historias de Cronenberg se apoyan en un personaje y sino es así, al menos todos los personajes tienden hacia un mismo vector narrativo, a la misma mutación, sufren el mismo proceso: la horda de perversos en Crash, Allegra y Pikull en ExistenZ, etc. En Eastern Promises vemos claramente dos personajes que van en direcciones opuestas: Anna, cuyo Videodrome resulta ser la misma mafia rusa y Nikolai que, gracias a la angelical enfermera, tendrá la oportunidad de redimirse. Descenso, ascenso y encuentro: la escena final a orillas de Támesis lo resume. Ambos personajes han sufrido metamorfosis, no tanto físicas como sociales: Anna ha cambiado de rol, de hija a madre. Nikolai ha cambiado de rol, de chofer a jefe. Por primera vez vemos lo que, relativamente, podría llamarse happy ending. Por primera vez vemos una dualidad moral en Cronenberg. El raso ético en el que nos sumergían Crash, Shivers o Spider no tiene lugar aquí gracias a la presencia de Anna. Por primera vez se marca una diferencia en los universos que solían ser monótonos y amorales. Anna y Frank Carveth (marido de la temible Nola en The Brood) son de los pocos héroes en el sentido clásico que se encuentran en el cine de Cronenberg: héroes sin ambivalencia. La diferencia es que ella logra rescatar sentimientos de simpatía por parte del monstruo Nikolai (cosa que no ocurre en The Brood).
¿Continuidad o innovación? ¿Rigorismo o ruptura?; véase como se la vea, Eastern Promises alcanza un piso más en esta arquitectura cinematográfica tan sólida y única como hermosa y profunda en la historia de este maravilloso arte. Es pues un hecho que David Cronenberg, a pesar de lo que de a ver superficialmente, es un cineasta de conceptos: la diferencia es que sus conceptos son inabarcables por el intelecto y él debe de recurrir a la plástica para poder desarrollarlos, escarbarlos y comprenderlos. El cine, ya lo ha demostrado junto a su fiel equipo de artistas (delante y detrás de cámaras), es un vehículo privilegiado para desarrollar esa plástica y adentrarnos en tales conceptos que no carecen de carne y humores de toda índole. Para concluir creo que es necesario recalcar que ya es hora de que la academia reconozca a este director que, aunque no haya hecho en toda su carrera los millones que hizo la trilogía tolkiana, ha contribuido al cine de una manera categórica con respecto a su lenguaje mismo, a su sustancia y función. Esperemos que el maestro no tenga que hacer unas llamaditas a la mafia rusa para que le den su lugar en el Oscar 2008 y los huevones de la academia se den cuenta por sí solos. Y si no lo hacen qué importa, los fieles siempre estaremos: Long live David Cronenberg!
Últimamente David Cronenberg se ha vuelto una suerte de apuesta segura: uno sabe, al reclinarse sobre su silla mientras se apagan las luces para que empiece el espectáculo, que se enfrentará a una película pulcra, inteligente, profunda, en fin, a un peliculón. En ese sentido el cine del canadiense me parece comparable a la experiencia que puede provocar una ciudad como Paris a un viajero: antes de ir a la ciudad luz él sabe que va a quedar encantado, al estar ahí él está ciertamente encantado y al irse de allí lamenta la ausencia del encanto (cosa que sabía que le pasaría). Pero esto, en el caso que nos atañe, no siempre fue así: el cine de Cronenberg se ha caracterizado durante mucho tiempo por repeler audiencias, provocar, chocar (no en vano tiene una película entera que se llama Crash) al punto de generar lo que mi hermano mayor y yo llamamos “El efecto Cronenberg” que consiste en que de diez que empiezan a ver una de sus pelis, menos de cinco la acaban (y de esos, mínimo, dos dormidos): difícil trayectoria la de este genio para poder ser visto y considerado como tal por la crítica como por la audiencia. Sin embargo, hoy por hoy, es indudable que este hombre está entre los más grandes y toda su obra no es sino un prisma multidimensional para observar un mismo fenómeno con frialdad y estética quirúrgica: la delicadísima identidad del ser humano y su continua susceptibilidad de mutar(se), metamorfosear(se), fusionar(se) y cómo esa pérdida (si es que lo es) acarrea el acceso a un nuevo mundo o, más precisamente, a una nueva realidad. Desde Shivers hasta Eastern Promises son las mismas reglas las que rigen esta travesía cinematográfica.
A pesar de mantener esa estampa, esas reglas rigurosas que caracterizan a toda su obra, Cronenberg desde las tres últimas películas está ahondando en un nuevo universo cuyas coordenadas son difíciles de trazar. La mutación, la fusión y la indiferenciación que encontraban su alfa y omega en el cuerpo o, mejor dicho, en la condición corpórea en los anteriores opus, en estos últimos aparecen más difusas, más intangibles y vemos como de un tema identitario propiamente fisiológico u orgánico pasamos progresivamente a un nivel psicológico y, posteriormente, sociológico. Es indudable que somos testigos de un nuevo Cronenberg, de una nueva fijación en su mirada profunda de director que no hace sino excavar en nuestra condición antropológica fundamental, peli tras peli, año tras año.
Si Seth Brundle devenía en Brundlefly a través de una infiltración material, viral, ahora somos testigos de una nueva fuente de mutación: la sociedad vista como un sistema de roles. Si inmediatamente pensábamos en Freud o Lacan cuando veíamos Naked Lunch o Videodrome, en History of Violence e Eastern Promises pensamos en Erving Goffman, el sociólogo interaccionista que propuso un modelo de sociedad como puesta en escena.
La mutación, cronenbergiana en esencia, aquí no se opera por una matemática viral sino más bien social. Al igual que una enfermedad patea el tablero del cuerpo e instaura una nueva hegemonía y una nueva personalidad, Cronenberg patea el tablero de la vida de estos personajes que descubren que su ser, su vida, no habían sido sino teatro, juego de rol y que era tiempo llegado de jugar otro rol, de ser otro ser. Sin embargo eso no quiere decir que se haya hecho de lado el tema del cuerpo; a los que nos les gusta el aspecto carnal (pornográfico) del cine de Cronenberg que no crean que se han librado, más aun, el aspecto realista de los universos planteados hace que la imagen de la carne viva se haga probablemente más dolorosa e incómoda. La materia corporal tiene dos funciones esenciales en el sistema simbólico de A History of Violence e Eastern Promises: una función iniciática y una función energética.
La función iniciática es la que hace que estas dos últimas películas (el ciclo Mortensen) sean profundamente cronebergianas: en ambos casos la metamorfosis de los personajes se da por una penetración física, material como en el caso de casi todos los héroes de Cronenberg: Tom Stall recibe una puñalada en el pie cuando se desencadena la violencia en su apacible pueblo, así mismo, Nikolai, deberá sufrir más de una infiltración física para acceder al estatuto al que accede, para poder mutar. La diferencia de estas “penetraciones” con las que ocurren en las otras películas es que éstas juegan un rol de augurio, un rol simbólico, casi ceremonial: no se trata de la causa positiva de la mutación como la mosca en la mosca, el pod en Existenz, el metal en Crash o la droga en Naked Lunch. Sin embargo, dentro del sistema-Cronenberg, el símbolo, la conjura es tan efectiva en el desencadenamiento metonímico de la monstruosidad como lo es un virus real, positivo o un pedazo de metal atravesando los miembros: ¿Acaso no es el lenguaje, lo simbólico, el primer virus infiltrado en nuestro ser y causa de nuestra primera alienación? La dialéctica sigue funcionando a perfección, como antaño en Videodrome: la carne se vuelve palabra y la palabra carne. Continuidad y diferencia: la herida, la marca corporal, la penetración sigue ejerciendo su función de antaño, sólo que ahora la cumple como símbolo de un devenir y no como la causa material de un devenir, como los tatuajes para la mafia rusa.
La segunda función del cuerpo es relativamente nueva en Cronenberg y se está esbozando lentamente desde A History of Violence. Se trata de su función energética y viril: despojada de toda pulsión erótica (el cuerpo de cronenbergiano siempre sufría de una ambivalencia erótico-tanatológica) la corporeidad deviene en incontrolable energía destructiva, confrontación, agresividad desmesurada. El tema de la violencia como tal nunca había sido explorado por este maestro de una manera tan directa. El cuerpo aparece desnudo y provisto de ese realismo baconiano que es, sobre todo, percepción de la energía más allá de la entidad. No se puede decir que las anteriores películas de Cronenberg sean propiamente violentas; no es el término adecuado. Chocante, repugnante, provocadora, la monstruosidad que se manifestaba físicamente ejercía más una violencia psicológica en la audiencia que otra cosa: lo molestoso de los choques de Crash es el enfoque, igual que la maternidad en The Brood o la ginecología en Dead Ringers.
Ahora Cronenberg parece abordar la violencia como tal, separada de toda ambigüedad (que era lo molesto en su cine anterior): a través de una estética de la confrontación viril, cuerpo a cuerpo, el autor nos desata un recuerdo animal en el inconsciente, una memoria del hombre sobreviviendo en la naturaleza, no solamente enfrentándose a bestias y catástrofes naturales sino, y es quizás el mayor de los peligros, a sí mismo. Contrariamente a los filósofos de la iluminación que ven en la violencia una ruptura del lazo social, un retorno a la animalidad, vemos en estas dos películas como la violencia es constitutiva de la sociedad, ordenadora de la misma de alguna manera. Y si la sociedad que vivimos parece haber eliminado la funcionalidad de la violencia es porque esta se ha mediatizado, se ha llevado a otros estratos, despersonalizado, internacionalizado, sublimado, pero, sin embargo, su origen y función son las mismas. La mafia rusa encarna perfectamente esa cosmovisión según la cual el cuerpo es la prueba de tu historia, las marcas en él narran, las cicatrices hablan por sí solas: al hacerlo establecen jerarquías.
Quizás lo que sí es totalmente nuevo en Eastern Promises respecto al resto de la obra es que la estructura de la narración contempla dos héroes, dos mutaciones que se fusionan en una historia sencilla pero perfectamente hilada, matemática. Y es que generalmente las historias de Cronenberg se apoyan en un personaje y sino es así, al menos todos los personajes tienden hacia un mismo vector narrativo, a la misma mutación, sufren el mismo proceso: la horda de perversos en Crash, Allegra y Pikull en ExistenZ, etc. En Eastern Promises vemos claramente dos personajes que van en direcciones opuestas: Anna, cuyo Videodrome resulta ser la misma mafia rusa y Nikolai que, gracias a la angelical enfermera, tendrá la oportunidad de redimirse. Descenso, ascenso y encuentro: la escena final a orillas de Támesis lo resume. Ambos personajes han sufrido metamorfosis, no tanto físicas como sociales: Anna ha cambiado de rol, de hija a madre. Nikolai ha cambiado de rol, de chofer a jefe. Por primera vez vemos lo que, relativamente, podría llamarse happy ending. Por primera vez vemos una dualidad moral en Cronenberg. El raso ético en el que nos sumergían Crash, Shivers o Spider no tiene lugar aquí gracias a la presencia de Anna. Por primera vez se marca una diferencia en los universos que solían ser monótonos y amorales. Anna y Frank Carveth (marido de la temible Nola en The Brood) son de los pocos héroes en el sentido clásico que se encuentran en el cine de Cronenberg: héroes sin ambivalencia. La diferencia es que ella logra rescatar sentimientos de simpatía por parte del monstruo Nikolai (cosa que no ocurre en The Brood).
¿Continuidad o innovación? ¿Rigorismo o ruptura?; véase como se la vea, Eastern Promises alcanza un piso más en esta arquitectura cinematográfica tan sólida y única como hermosa y profunda en la historia de este maravilloso arte. Es pues un hecho que David Cronenberg, a pesar de lo que de a ver superficialmente, es un cineasta de conceptos: la diferencia es que sus conceptos son inabarcables por el intelecto y él debe de recurrir a la plástica para poder desarrollarlos, escarbarlos y comprenderlos. El cine, ya lo ha demostrado junto a su fiel equipo de artistas (delante y detrás de cámaras), es un vehículo privilegiado para desarrollar esa plástica y adentrarnos en tales conceptos que no carecen de carne y humores de toda índole. Para concluir creo que es necesario recalcar que ya es hora de que la academia reconozca a este director que, aunque no haya hecho en toda su carrera los millones que hizo la trilogía tolkiana, ha contribuido al cine de una manera categórica con respecto a su lenguaje mismo, a su sustancia y función. Esperemos que el maestro no tenga que hacer unas llamaditas a la mafia rusa para que le den su lugar en el Oscar 2008 y los huevones de la academia se den cuenta por sí solos. Y si no lo hacen qué importa, los fieles siempre estaremos: Long live David Cronenberg!
10 comentarios:
Cronnenberg es brillante!!! creo que Vigo se esta convirtiendo poco a poco en su actor fetiche, saludos!!!
(...)ghost:
Efectivamente, Croneberg es brillante, se las sabe todas y cada vez la tiene más clara.
Me gustó mucho tu articulo de INLAND EMPIRE, le puse un comentario.
Gracias
Estamos ante un director de culto... su bizarres ochentera ocultaba infinidad de conceptos y mensajes a nivel social y al humano como ser unico.... la mutacion tipica de sus personajes la vive el ahora como cineasta...!!!
un grande del cine...!!!
gran articulo...
Psicodeliazobie, creo que ambos somos fans del susodicho. No sé tu, pero yo, un vicioso incluso.
Gracias
Creo que tambien lo soy...!!!
2 temas a comentar:
1o: Que la frialdad quirúrgica, o lo que se podría llamar el bisturí cronenberiano, está mucho más ligado a Howard Shore que a Peter Suschitzky.
2o: Más que mutación en estos dos filmes, creo que existe ocultamiento y cohabitación, una suerte de Jekyll y Hyde o Dorian Gray, que conviven en la misma piel y devienen en uno o en otro dependiendo de la situación.
Como apéndice del texto, veo más una redención en Anna y no así en Nikolai, que un un buzo de la policía, y como digo en él opera un esquizofrenia balanceada.
Un abrazo!!!!
David Cronenberg es un clásico entre los clásicos. Lo considero el cineasta más fascinante de las últimas décadas aunque seguramente me deje llevar por el romanticismo porque tb tenemos algunos otros que podrían llevar esa etiqueta.
Adoro todas y cada una de sus películas.
Ahora está preparando la ópera de La Mosca protagonizada por Plácido Domingo.
Espero ansioso noticias de su próxima película.
Saludos.
El individuo que escirbió este post es un peligroso sociopata de rigurosa filosfía cronenbergiana.
Seguro que es un grande
No conocia nada de la filmografia de este señor pero después de ver esta creo que voy a verlas todas.
aguante cronenberg! q placer ver sus películas! q placer pensar en los temas q ellas tratan!
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