lunes, diciembre 24, 2007

Matthias Grünewald: el (espinoso) tema de la carnación


Afortunadamente en la pintura no se ha establecido un género de “terror” así como en el cine y en la literatura; justamente gracias a eso es, quizás, el arte que se hace más escalofriante y aterrador cuando maneja cierta matemática del espíritu y eso, a pesar de plasmarse en un plano bidimensional e inmóvil. Al no estar enmarcada por las leyes de un género, la monstruosidad en la pintura tiene la potestad de ejercerse justamente en tanto que monstruosidad, es decir: lo que no se puede clasificar, lo que está en los límites de lo nombrable y lo innombrable, trance de devenir, forma-en-formación, forma no formada aún, representación de la noche y de la pesadilla afiebrada, estadio de transe cuando el lenguaje se vuelve loco, revolución de la cosa contra la palabra, insurrección del instinto contra el intelecto, magnetismo hipnótico hacia la muerte y la repulsión innata de todo ser vivo hacia la misma, carne contra carne, mordiscos, golpes, lágrimas, dientes y garras, caballos enfurecidos y olas gigantescas de mares negros como la noche más negra de la materia, sangre estallando por las pupilas de los condenados y dientes chirriando de pavor, bocas jadeando del deseo aquel, infinitamente insatisfecho.

Uno sabe que cuando va al cine a ver una película de terror se va a enfrentar con cierta estructura de forma y elementos de contenido específicos y propios del género, no hay sorpresa y por ende no hay monstruo ni monstruosidad – al menos no en un esquema predecible –. A pesar de que no existe la pintura de terror como género o “escuela”, podemos recoger, en la historia de esta noble práctica una serie de artistas que se han abocado a una isotopía simbólica y plástica que plasma las infinitas ansias del ser humano de conocer el más-acá (para separarlo del más-allá trascendental) de la condición carnal, la razón de la caída, el origen del Mal. Hablemos de El Bosco, Brueghel el Viejo, Henry Fuseli, Francisco de Goya, Lovis Corinth, Otto Dix, Gustav Mossa, Chaim Soutine, Francis Bacon, Frida Kahlo, etc, etc. ¿Qué tienen en un común estos artistas sino la voluntad de plasmar, de abstraer (todo arte es abstracción) esa parte del inconsciente que nos recuerda la implacable condición mortal de nuestro ser? ¿Acaso no pretenden con su pincelada hacernos ver aquello a lo que la mayoría de las sociedades (sobre todo la sociedad moderna) le dan espalda? ¿No coinciden ellos, a través de los símbolos representados como de la técnica de representación, con la intuición bachelardiana de que, en última instancia, es la materia quién domina a la forma? En ese caso, la búsqueda estética de estos artistas se alejaría, en sus principios mismos, del clasicismo (sea cual sea la época) que busca la abstracción de las formas perennes e inmutables del universo y de lo bello en él.


El pintor, desde la percepción meta-representativa del creador, descubre rápidamente mediante la plástica del óleo esa intuición mística y fractal según la cual el cuerpo es paisaje y el paisaje es cuerpo: una misma sustancia – plástica – los constituye y una misma fuerza – espiritual – les da forma. El cuerpo, la visión del cuerpo, la posición ante la corporeidad, devienen, ante los ojos del pintor, la representación del universo y sus leyes; así como el tiempo es la “materia” en la que el músico deberá extender obra y cosmovisión. La representación del cuerpo es, por ende, una clave de lectura de una fertilidad inconmensurable cuando se trata de pensar en la historia de la pintura y de su aporte al conocimiento universal del ser humano. Todos los artistas anteriormente citados coinciden en una visión carnal del cuerpo, una posición opuesta consistiría en depurar lo más posible al cuerpo de su carnalidad llevándolo a un nivel ideal, luminoso, atemporal, arquetípico: los ángeles y las figuras helénicas del renacimiento florentino no son sino esa voluntad de quitarle al cuerpo la condición corpórea para, por vía de la re-presentación, impulsar la imaginación hacia lo inmutable, lo incorruptible. Subyace allí la voluntad monoteísta de sugerir la potestad de ese Dios Único, Omnipresente, Omnisciente y Omnipotente. Sin embargo el cristianismo (a diferencia del Islam y del judaísmo) siempre sufrió de una ambigüedad simbólica respecto a la carne y a la condición carnal del ser: su divinidad, Jesucristo, se empeñó de una manera casi sociópata en participar de la condición mortal, por ende carnal, de la humanidad. Por un lado, el cristiano tiene la herencia purificatoria del judaísmo y la idealidad del platonismo pero también padece (el término es preciso) de una atracción fatal y sado-masoquista por la carne y sus dos manifestaciones extremas que son el dolor y el placer.






Este ensayo no pretende psicoanalizar al ideal-tipo cristiano, simplemente vale aclarar que el desvío por una teología de la encarnación nos servirá para aclarar la relación privilegiada que tuvieron y tienen los pintores que heredaron la iconografía cristiana con respecto a la representación de la carne-devenir, carne-muerte, carne-deseo, lo que es equivalente a decir: la carne carnal. De hecho, se podría decir que para muchos pintores, la Pasión de Cristo, el cuerpo de la pasión, es el soporte plástico, estético de esta condición trágica y universal de la vida que es el devenir, el tiempo y lo que el tiempo acarrea. El cristianismo, a través de la puesta en escena de la Pasión, ha permitido al artista occidental una estetización de la muerte, una transmutación del dolor universal en emociones estéticas. Por ello, no es de extrañarse que pintores de vanguardia y no necesariamente creyentes como Francis Bacon, Lovis Corinth o el mismo Picasso hayan sentido la atracción por la simbología de la Pasión y la estética de la puesta en escena de la carne viva en la crucifixión.

Gilbert Durand, erudito mitodólogo* post-bachelardiano, encuentra una concordancia estructural entre la simbología de las profundidades (la caída), la oscuridad (la noche) y la impureza (la carne, la sangre expuesta): el pintor heredero del cristianismo tiene una legitimidad para explotar la potencialidad estética de esta constelación imaginaria, de esta isotopía, a través de la imagen del Cristo crucificado. Es, muy probablemente, Matthias Grünewald (1470 - 1528), pintor alemán del renacimiento quien encarna mejor que nadie está voluntad de plasmar la insensatez, la irracionalidad de la materia corporal que, sin embargo, es más real que cualquier realidad y más determinante que cualquier utopía idealizante cuando se hace patente aquello que, en momentos de normalidad (espiritual, psicosocial, etc.) está, justamente, en estado de latencia pero al acecho, como un animal en la jungla oscura del inconsciente, esperando el momento justo para hacerse conocer.


Cristo muerto. El cuerpo: tendido, a penas yaciente. Tatuada de dolor la mueca rígida de su rostro, la muerte oliendo al verde blanquecino de pellejo estremecido, las heridas hinchadas, infectadas, los dedos contorsionados de dolor, los estigmas… todo concentrado en una imagen que totaliza el dolor y el vacío consiguiente. En muchas cosas difería la simbología del alemán respecto a sus colegas italianos pero, sobre todo, difería en su visión del cuerpo, en las carnaciones. Estás últimas son, cuando de la representación de la figura humana se trata, el vehículo para el viaje, para intuir, por vía estética, el corazón de aquello que se quiere representar. El renacimiento italiano propone un cuerpo depurado, hasta en motivos como La Piedad o la misma Crucifixión. Grünewald, contrariamente, aprovecha de la potencial irracionalidad que simboliza la carne cuando es representada como tal. Él también estaba fascinado con la medicina y la anatomía como Leonardo o Miguel Ángel pero, en su caso, era en la patología, la vulnerabilidad y el proceso degenerativo donde se manifestaba la esencia de lo corpóreo: la transformación de esa Tragedia en belleza a través de la alquimia de la pintura se hizo su misión más que una búsqueda platónica de la belleza en sí. En la esquina izquierda inferior de Las Tentaciones de San Jeremías en uno de los retablos del altar de Isenheim vemos una criatura de tez verdosa; ser débil, enfermo y vil, abatido, plagado de purulentas erupciones que sugieren explícitamente el dolor y la fiebre. El santo enfrenta visiones que no tienen nada que envidiar en su cualidad onírica a la obra de pintores de vanguardia del siglo XX como René Magritte o Arturo Borda.

Misterioso, místico, atento y vigilante respecto al desencanto que acarrearía la modernidad – cuando todos veían en su germen prometeico la liberación de la humanidad –, Matthias Grünewald cual un San Juan de la Cruz de las artes plásticas nos sume, con su sublime pincelada en esa Noche del Alma: a la vez dulce y dolorosa, consolación y tortura, fuente de lágrimas y de ternura. ¿Acaso no es así la vida que nos toca vivir? ¿La muerte que nos tocará morir? ¿Acaso no es eso más próximo a la creación y a los misteriosos designios de Dios que la idea exclusivista y moralista de un hombre depurado de su animalidad? Es estremecedora la idea de que cinco siglos después una obra permanezca igual de poderosa y significativa. Es, a mi juicio, el síntoma de que Grünewald manejaba más símbolos universales o arquetipos en lugar de concentrarse en los fenómenos de moda y las tendencias de la época. Tenemos, en el legado de este extraordinario artista, a un ancestro evidente del simbolismo, surrealismo y expresionismo – no es casual que éste último emane de la tierra que lo vio nacer muchos siglos antes –. La historia y la crítica, sean políticas, del pensamiento o de las artes, siempre sesgan, seleccionan, ordenan, clasifican, dan forma a los hechos que, en sí, son innumerables y de una complejidad e intrincación imposibles de ser comprehensibles sino es a través del afilado bisturí de los “especialistas”, quienes poseen el monopolio del saber legítimo – parafraseando al gran sociólogo Max Weber –. En ese incesante trabajo de críticos e historiadores por clasificar los hechos de la vida humana es innegable que hay omisiones, preferencias, exclusiones y juicios de valor tan sujetos a fenómenos contextuales disfrazados de "objetividad" (el término es preciso ya que en la historia, vista como ciencia, al darle prioridad a un hecho en lugar de otro implica otorgarle más valor en cuanto a su importancia en la concatenación cronológica de los hechos del mundo) que dejan de lado, voluntariamente o por accidente, fenómenos que - la historia misma se encarga de comprobarlo - son innegablemente un eslabón mucho más fuerte y determinante en la cadena de sucesos que aquellos que resaltan en apariencia - muchas veces debido a que se deben tan sólo a fenómenos de moda que, por la fascinación que generan en su contexto, aparentan universalidad -. Tal es, desde nuestra perspectiva, el caso con Matthias Grünewald; el porte de su obra es quizás tan importante como el de otros pintores de la época reconocidos como Maestros de la Humanidad: me refiero a Tiziano, Miguel Ángel, Rafael, Boticcelli, El Greco o El Bosco, quién hoy por hoy es quien se lleva las flores en historia del arte respecto al aspecto “visionario” de su obra.

Es menester rendir homenaje a esos Maestros que, si bien no olvidados, no han recibido la importancia que ameritan. El altar de Isenheim quedará siempre como un patrimonio mayor del arte occidental y una contribución invaluable de la cultura europea a la humanidad entera. Matthias Grünewald, cuyo legado se resume a diez pinturas y treinta y cinco dibujos, representa una síntesis atemporal de aquella búsqueda “maldita” de toda una horda de pintores que, rompiendo con la academia y el clasicismo, se decidieron a ir tras esa “otra” belleza, esa que está irremediablemente enredada con la muerte, el dolor y la soledad, como la belleza de la vida misma, tan ajena a esa idealización platónica de separación y exclusión de lo corporal, lo material, lo mortal del ser. Quizás por eso, su obra estuvo ignorada hasta la hora de las vanguardias (hijas del desencanto). Hoy por hoy, tras haber vivido el siglo XX y los inicios de la (dudosa) posmodernidad, su obra no suscita simple admiración sino algo más: nos obliga a darle un lugar determinante en el pedestal de los Maestros cuando de historia del arte se trate. Además, sus visiones siempre serán un vehículo privilegiado a esa Noche del Alma, al misterio de vivir y de morir, a la esencia de la encarnación y su consecuencia trágica: la Pasión.




* Mitolodogía es el nombre de la disciplina que ha fundado Durand dada la radical novedad en su posición epistemológica respecto a la semiología, critica literaria y filosofías positivistas y estructuralistas.

viernes, diciembre 21, 2007

Bifurcaciones de esencia y presencia entre los más grandes fenómenos del deporte

Es muy temerario hacer afirmaciones del tipo “estos fueron los mejores de la historia”, pero lo cierto es que en esta ocasión no me importa ser temerario, ni ser juzgado como idiota por proferir semejantes aseveraciones, ya que incluso si no la hago no me da ni para comenzar el artículo de marras.

Dejando las digresiones, me tiro a la arena y profiero: los mejores deportistas de la historia (sin orden preferencial) fueron Michael Jordan, Diego Maradona, Mohammed Alí y Pelé. Sería demasiado largo e intrincado el explicar el por qué de la elección, vamos a dejarlo como un vulgar exabrupto dogmático expuesto por mi persona, que someramente podré justificar.

¿A qué quiero llegar con esta selección de estrellas del deporte? Que en esta selección distingo claramente, dos vertientes de deportistas, y que en esa esencia se bifurcan dos formas de seres humanos. Las antípodas estarían conformadas por un lado por Jordan y Pelé, y por el otro por Diego y Alí.

Creo que es indiscutible la grandeza que alcanzaron todos estos deportistas en sus respectivas disciplinas, Jordan redescubrió los aires del cielo con sus acrobáticos vuelos y su letal precisión en la muñeca cada vez que esta tiende a temblar, o como dice bien el dicho criollo “cuando las papas queman”, lo mismo que Alí enseñó a las mariposas otro ritmo de vuelo con más cadencia y desparpajo, así como a todos los insectos himenópteros que nunca un aguijón había de ser tan letal, Pelé hizo del gol una religión que real o hipotéticamente bordeó por arriba o por abajo el millar de feligreses y Diego permutó su pierna izquierda en un sombrero de mago, en una caja de sorpresas, en un diabólico instrumento con los únicos fines de marear a los contrincantes, seducir al balón y enamorar al arco. Todos fueron especiales, todos fueron monumentales, pero todos fueron diferentes, aunque unos más que otros.

Jordan y Pelé siempre fueron impolutos, al menos eso trataron de hacer ver siempre. Fueron ídolos del “mainstream” que los reconoció como hijos pródigos, intachables en su conducta y en la ejecución de su arte, fueron amados por casi todos, odiados por casi nadie, fueron abanderados de marcas que más que deportistas, buscan la amalgama de un modelo de vida vestido de deportista o viceversa, ambos se dedicaron a la empresa, a propagar su fama más allá de la cancha que los vio nacer, crecer y brillar, las multinacionales se convirtieron en sus primas hermanas, los gobiernos encontraron en ellos vehículos para tender un puente con su pueblo y tantas cosas más.

Diego y Alí nunca pudieron callarse, nunca alcanzaron todo lo que podrían haber alcanzado en la cancha como en el ring, nunca alcanzaron el consenso de las masas, jamás fueron peones de nadie, no traicionaron a nadie más que a ellos mismos porque nunca pactaron, su voz les restó gloria, fueron tan amados como odiados como denostados, su corazón fue tan grande como sus logros, pero nunca para nadie fueron indiferentes y nunca su voz dejó de escucharse retumbar.

Todo lo que en apariencia es ejemplar de Jordan y Pelé, me parece que no es ejemplar sino aparente, superficial y en el meollo falso. Todo lo que en Diego y Alí parece rebelde y desfachatado, politicamente incorrecto, mal ejemplo, hábito o actitud, puede ser bueno o malo, pero es en definitiva humano, por ende auténtico, no fabricado. Jordan y Pelé parecen sujetos de diseño con su inobjetable y recetable modus vivendi digno de un popurrí de revistas compuesto por Marie Claire, People y GQ. Diego y Alí hicieron cosas feas y perturbables, Diego se drogó, y no poco, sino muchísimo, mando a cagar al Papa y a docena de poderosos, Alí mando a tomar por culo a su gobierno y renegó de su nombre de origen aferrándose al Corán. ¿Bien hecho? Si . . ., no . . ., quizás, tal vez, como decía Larry Flint “las opiniones son como el culo, cada uno ostenta el suyo”, pero ellos siempre fueron de frente, obedecieron su ley, su instinto, ahí estuvo la clave de su éxito, ese fue su camino a la debacle.

Nunca se sabrá con claridad porque Jordan tuvo que dejar el baloncesto por año y medio en el pico de su carrera y si eso tuvo algo que ver con la muerte de su padre y con el mundo de las apuestas; nunca sabremos si Pelé se comportó como un degenerado detrás de bambalinas, puede que sí, puede que no, ¿qué pronósticos harían los apostadores británicos?. En cambio Diego la cagó, entre sus bravuconadas verbales, su irreverencia y su indisciplina con los tóxicos “privó” a Argentina de enfrentar la final de la Copa del Mundo contra Brasil en 1994; Alí, a su vez, estropeó el mejor momento de su carrera por ser un individuo contumaz y terco, en refrendar que no creía en la guerra al deberse al Islam y a su libro sagrado, en no acatar lo que el gobierno estadounidense decía y cagarse en su dictamen y por decir sin rubores “yo no tengo problemas con los Viet Cong . . . ellos nunca me llamaron negrata (nigger)” haciendo referencia, que sí, tenía problemas con muchos de sus vecinos y compatriotas.

El éxito deportivo de los cuatro es distributivo, no así lo que su vida fue fuera de los campos de juego, ahí triunfan, siempre en apariencia y según recetan las revistas de “Lifestyle & Living” o según Nike o los que hacen campaña contra la impotencia y la piratería, Jordan y Pelé, que son el epítome del decoro, la decencia, el aseo y la pulcritud. Según los que propagan que un deportista no puede ser un mal ejemplo, por ende no drogarse o no obedecer a su patriótica institución nacional, o no cagarse en los notables sólo por el hecho de que sean notables, Diego y Alí han fracasado, son el epítome de la decepción y el fracaso.

Al final queda lo que hicieron en el deporte, todo lo demás ya será de cada uno a evaluar. Yo ya sin dogma, sin imposición y con una mirada subjetiva mezclada de miopía con hipermetropía me quedo con Maradona y con Mohammed Alí, porque como todos nosotros, antes de ser buenos o malos, cojudos o pendejos, lindos o feos, deportistas o pataduras, son y serán humanos, “humanos demasiado humanos” y esa faceta débil, falible o fracasada que exhiben Diego y Alí, me provoca mucha más emoción y ternura, que la fachada que me presentan Pelé y Michael Jordan pulida, exitosa y por último, sumamente falsa.

jueves, diciembre 06, 2007

"Forever, stronger than all"

"A new level of confidence and power"
A New Level, Vulgar Display of Power, Pantera

Retornando a los 90s, esa década donde empezamos nuestro súbito despertar a la vida y a la pseudoidentidad, situados en una adolescencia plagada de acné, masturbación y amores cojudos, es imposible alienarnos de la influencia que la música profesa en esa edad rabiosa, idílica y desconcertante. Desde los jeans rotos y los pelos sebosos de Kurt Cobain, a las bases crespas perfectamente delineadas y camisas negras apretadas de los cuatro integrantes de Metallica, mi panda y yo nos vimos atrapados en un cerco incomprensible y “radical” llamado rock, o metal, el cual fue un acicate para nuestros ojos y oídos vírgenes, y para nuestros cuerpecillos estrellados ante tanta brutalidad incomprendida que emanábamos en las colisiones y patadas que nos repartíamos al tratar de imitar a nuestro flamantes ídolos.

Dentro de ese desenfrenado cauce de puntazos y descubrimientos musicales apareció una banda de nombre Pantera, cuyo apelativo primeramente me sonó al de la icónica banda mexicana Pandora (“como te va mi amor” le suena, seguro que sí, y si hoy pienso en una antípoda musical mayor, me cuesta toneladas encontrarla) cuando apenas nos la presento mi amigo Pepe, quien con una excitación sobresaltada nos hizo escuchar la canción “Fuckin´ Hostile” cuyos chillidos finales nos dejaron a todos impresionados por no decir acojonados, nunca, y recalco, nunca habíamos escuchado algo así, algo tan brutal, tan desgarrador, tan plagado de incomprensible ira. Y esto sólo era un primer vestigio, pero como bien dicen, nunca hay una segunda chance para una primera buena impresión. Dicho y hecho, Pandora, mierda, diré Pantera era una huevada muy tenaz, una suerte de epifanía, un descubrimiento que no iba a ser una de las intrépidas experiencias adolescentes que pasa al olvido tras pasarse un paño de Clearasil por el pómulo.
Pantera a partir de ese día fue como una comunión, un pacto hecho con la inventada rebeldía que ostentábamos, era una excusa para ostentar ira, bronca, era una vertiente de brutalidad arraigada a una realidad que Phil Anselmo vomitaba en sus abusivas letras, que el finado Darrell desplegaba en sus atronadores riffs y que Vinnie Paul y Rex castigaban en sus endiablados ritmos. Sin quererlo Pantera significaba el primer atisbo a los ojos de Satán, una justificación injustificablemente justificada de todo, un sentido desnudo, pero sentido al fin, una bofetada deleitable y cruda, una vocación y un grito desmesurado, un motivo y una patada.

Pantera desde entonces fue todo eso y más, ya que pese a ser una bomba aglutinadora de pasiones adolescentes, ha sido la banda más brutal que ha tenido la historia del rock, hoy a la distancia no me queda duda alguna. La aparición de Pantera no fue un sopapo (tan elocuente como la tapa de su disco “Vulgar Display of Power”) sólo para unos irredentos adolescentes paceños, sino para toda la escena de la música. Pantera irrumpió brutalmente sin conmiseración, no tomó prisioneros, fue una patada voladora que derribó la puerta. En 1990 el “Cowboys From Hell” con su canción homónima presentaba otro tipo de vibraciones, una nueva forma de entender lo que otrora habían hecho Black Sabbath, Judas Priest o Kiss, una forma inédita de traducir rock, metal e incesantes cabreos. El “Vulgar Display of Power”, al cual nosotros nacimos, ya no era un ensayo asombroso, era un puto manifiesto, desde su portada, hasta los últimos acordes de “Hollow”. La primera canción “Mouth For War” te escupía en la cara las nociones con las que Pantera iba a conducir sus torcidos pasos a través de su carrera musical y vivencial, “A New Level” era de lo que su música se trataba y “Walk” su consigna existencial. El Vulgar es quizás el disco más brutal que se haya hecho, pero no, tenía que venir el “Far Beyond Driven” y es que ellos, en los meros títulos ya decían todo lo que ofrecía su insobornable y bestial descarga musical, el Far es un experimento desquiciante, donde Darrell carente de toda cordura reinventó la guitarra eléctrica para dejar un tatuaje indeleble en la historia de la música, para subir a ese Olimpo de dioses que ostenta a los desarrapados Hendrix, Zappa o Randy Rhoads. Pantera había llegado a una cima inalcanzable para bandas sin pactos con el más allá malvado. La insanidad había llegado a su sumum.
"Goddamn electric"

Llegaron a posteirori el “The Great Southern Trendkill” y el “Reinventing The Steel”, que cómo no, eran otra vez títulos tan acertados como arrasadores, pero presagiaban cosas que Pantera no sólo había profetizado, sino que ya había hecho carne lacerada de la profecía, la historia ya estaba escrita, aunque no hay epifanía sin un cristo y el cristo fue Darrell vilmente baleado en un concierto cuando Pantera ya era una atronadora vibración del pretérito. Con Darrell caído se cerró el círculo, la misión ya estaba terminada.

Los vaqueros del infierno desplegando su vulgar desempeño de poder habían ido más allá de todo lo manejable deviniendo en esa gran maquina sureña aniquiladora de tendencias que con su propia tendencia reinventaron el metal, para que después de ellos, la adolescencia, la juventud, el rock, el metal, la brutalidad, la violencia interior, la vida misma, finalmente la música, nunca fuera lo mismo.


Escuchar: Cowboys From Hell, "Cowboys From Hell", Pantera

Escuchar: Walk, "Vulgar Display of Power", Pantera

Escuchar: 5 Minutes Alones, "Far Beyond Driven", Pantera

sábado, diciembre 01, 2007

calambre literario (de la R.A.E.)


1. f. Índole, naturaleza o propiedad de las cosas.
2. f. Natural, carácter o genio de las personas.
3. f. Estado, situación especial en que se halla alguien o algo.
4. f. Constitución primitiva y fundamental de un pueblo.
5. f. Situación o circunstancia indispensable para la existencia de otra. Para curar enfermos es condición ser médico. El enemigo se rindió sin condiciones.
6. f. Calidad del nacimiento o estado que se reconocía en los hombres; como el de noble, el de plebeyo, el de libre, el de siervo, etc.
7. f. Cualidad de noble. Es hombre de condición.
8. f. Der. Acontecimiento futuro e incierto del que por determinación legal o convencional depende la eficacia inicial o la resolución posterior de ciertos actos jurídicos.
9. f. Arg. Baile tradicional de salón que ejecutan parejas sueltas e independientes. LA condición.
10. f. pl. Aptitud o disposición.
11. f. Circunstancias que afectan a un proceso o al estado de una persona o cosa. En estas condiciones no se puede trabajar. Las condiciones de vida no nos eran favorables.12.f. ¿Qué quieres de mi?
13.f.
f. ¿Qué de mi todavía?
14.f. ¿Qué es una condición?
15.f. Alcohol
16.f. Bolivia
17.f. ¿Qué más quieres?
18.m. ¿A caso no es lo que tu quieres una condición=plata (argentum)
19.m. ¿Cuanta sangre has derramado Europa*?
20... Esperamos que cuando la bebas te contracción espasmódica, involuntaria y dolorosa de ciertos músculos, particularmente de los de la pantorrilla.
21. f. ni selas cuento



* ¿Por si a caso?