jueves, julio 20, 2006

A Garrincha


Antonio Lobo Antunes cuenta cómo Garrincha dejaba en el suelo, hipnotizados impotentes ante sus regates, a todos los integrantes del estadio, incluido al relator de fútbol, cuyas palabras ya no podían expresar lo que él hacía en la cancha. Siempre el mismo amage, siempre esa lenta cadencia que atravesaba a los rivales, ese baile de ballet sobre la línea, ese encerramiento que le abría la cancha y lo guiaba al área, al arco, a la tierra soñada.

El encierro de Garrincha no era sólo con la línea, era mental. Las paredes de su cabeza eran siempre las mismas: el barrio donde jugaba de niño todo el tiempo, la canchita precaria donde rulaba una pelota hecha de jirones de pobreza y sueños, y la emoción de hacer un gol y gritarlo corriendo entre barrigas vacías y pies descalzos. Ese encierro fue su fortaleza y, después, también fue su ruina.

La cárcel de su cabeza construyó su juego desde la hermosa ignorancia que significa el “espíritu amateur” (gracias Bielsa, siempre gracias). En su memoria, en su mirada, en sus decisiones, estaban siempre las derruidas calles del fondo de Rio de Janeiro. De ahí que para Garrincha no importaba contra quién o dónde jugaba, la manera de enfrentar el juego estaba signada, desde el principio, por la forma de jugar en el potrero. Encarar a un gigante ruso era lo mismo que encarar a un compañero de curso cinco años mayor, meter un gol entre el polvo en un arco hecho con piedras, era igual que clavar la pelota, nuevita y “moderna”, en el arco del Estadio Nacional de Chile en el Mundial del 62. Recibir una radio último modelo como premio por un buen partido en el Mundial de Suecia valía para él lo mismo que recibir las palmadas de los viejos que lo veían jugar en la playa cuando escapaba del colegio.

En estos tiempos donde el fútbol ultraprofesional y ultramercantil hace de las suyas, donde cada resquicio de la cancha está vigilado por destructores y corredores, donde el prestigio se mide en base a sueldos y primas, donde lo que importa no es tener talento sino anularlo, aún existen herederos de Garrincha cuya principal motivación es el espíritu amateur. Tevez corriendo, sin miedo y con los dientes apretados, en los cuartos de final, frente a la inmensa Alemania, como si transitara un descampado convertido en cancha en una Villa de Buenos Aires. Nedved matándose desesperado detrás de cada pelota, sabiendo que pasar de ronda es más importante que los millones que le ofrecen cada día. Drogba peleando cada esférico, buscando la victoria de su pueblo, sintiendo que su casa no está en un barrio jailón de Londres sino en el África profunda entre guerra civil y pobreza.

Con ellos aún está Garrincha, corriendo juntos tras la gloria, el orgullo y la celebración solidaria, entendiendo que hay cosas más importantes que la plata y la fama. Así fue siempre corriendo Garrincha, al final gambeteando a la vida tras un poco de compañía y consuelo en los bares más infames de Rio de Janeiro, permeada su cabeza por las mismas preocupaciones y sabias ignorancias que tuvo desde niño. Mientras él iba desfalleciendo con la misma alegría del espíritu amateur y moría como vivió, el Real Madrid ya había sido el rastrero estandarte de Franco e iba pensando en la lógica de “Pavones y Zidanes”, Pelé se prostituia con los poderosos, los encorbatados señores de la FIFA extendían su Imperio y los técnicos se daban cuenta que lo importante no era ganar sino no perder.

Belleza versus resultado, orgullo versus dinero, fuerza versus talento, medios versus fines, Zidanes versus Materazzis. Estamos enfrentados en un dilema de fondo donde el fútbol se debate entre la posibilidad de ser un juego hermoso, vivo y solidario o un reducto más donde se exprese la asquerosa forma de ser de nuestra especie. Garrincha, Tevez, Nedved, Drogba y tantos otros...todavía hay esperanza.

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