La explosión digital que ha vivido el cine en los últimos años, ha permitido un ostensible abaratamiento para hacer cine, por ende el exponencial aumento de los filmes que aparecen, además de un no menor cambio estético de las propuestas cinematográficas. Por ejemplo en gran cineasta iraní Abbas Kiarostami, en principio, se mostró fascinado con las nuevas posibilidades que ofrecía el cine digital, la espontaneidad permitida y la intimidad entre el cineasta y lo que desea narrar, eran algunas de las cosas que entusiasmaba a Kiarostami. Cinco años después el mismo cineasta decía haber perdido su entusiasmo inicial, ya que él no entendía una pugna entre cine digital o cine en 35 mm, ni entre el documental y la ficción, sino entre buen cine y mal cine, y su percepción en cuanto a lo que se venía haciendo en digital mayormente eran ensayos superficiales o simplistas, ya que sus realizadores parecían no comprender realmente la sensibilidad de cómo explotar y expresarse a través del medio digital.
Me parecen muy acertados los apuntes de Kiarostami, ya que la facilidad de hacer cine no implica que exista una verdadera propuesta ni un tratamiento apropiado de ésta, dadas las nuevas posibilidades ofertadas por el digital. Dentro de las últimas aproximaciones que se han dado en Bolivia a través del digital, creo que hoy, con Lo más bonito y mis mejores años (Martín Boulocq, Bolivia, 2006), nos encontramos finalmente con una primera victoria. Martín Boulocq, el realizador, parece haber comprendido por ósmosis, por intuición, muchas de las claves del nuevo cine digital. La primera: no está filmando una película de corte convencional, y el responde rompiendo las convenciones narrativas y estilísticas de un filme. Segundo: se aferra al emparentamiento que existió desde siempre entre lo digital y lo documental, superándolo, desembocando en lo que podemos decir una ficción verdadera, algo que nos creemos, que sentimos próximo a la realidad o, con mayor énfasis, a lo real. Tercero: el poder de las actuaciones, ya que al carecer de un guión con conflictos delineados, el director pende de la fuerza de la personalidad de sus personajes para narrar su historia, los cuales penden de la fuerza de sus intérpretes para traslucir vida y realidad. Cuarta: un tratamiento análogo en cuanto a lo estilístico, y a la realidad que quiere retratar. La cámara es un utensilio para narrar las emociones de los personajes, las cuales son a veces dulces y humorísticas, la mayoría de la veces, duras y crueles, y la cámara sin ninguna sensiblería barata nos las hace patente, sin caer en los clichés o en el exageramiento de un burdo y “profundo existencialismo” tan propensos en el cine y video boliviano. Quinto: la intimidad, cercanía que mantiene el realizador entre lo que, con que y con quienes cuenta su historia. Finalmente, destacar que el talento y la fortuna se conjuguen, debido a la posibilidad de la película de haber merecido un justo tratamiento de postproducción, lo cual siempre resalta las virtudes y minimiza los desaciertos; y de haber conseguido una, tan preciada, distribución a nivel festivales internacionales, lo cual dentro de la vorágine de producciones digitales de hoy, es una aguja en el pajar.
Kiarostami, quiero creer, no estaría descontento con lo que hallamos aquí, en Lo más bonito y mis mejores años, y sigo creyendo, que lo que más loaría, más que un gran producto final, es el innegable e impagable hallazgo de un vasto y fértil derrotero.
Me parecen muy acertados los apuntes de Kiarostami, ya que la facilidad de hacer cine no implica que exista una verdadera propuesta ni un tratamiento apropiado de ésta, dadas las nuevas posibilidades ofertadas por el digital. Dentro de las últimas aproximaciones que se han dado en Bolivia a través del digital, creo que hoy, con Lo más bonito y mis mejores años (Martín Boulocq, Bolivia, 2006), nos encontramos finalmente con una primera victoria. Martín Boulocq, el realizador, parece haber comprendido por ósmosis, por intuición, muchas de las claves del nuevo cine digital. La primera: no está filmando una película de corte convencional, y el responde rompiendo las convenciones narrativas y estilísticas de un filme. Segundo: se aferra al emparentamiento que existió desde siempre entre lo digital y lo documental, superándolo, desembocando en lo que podemos decir una ficción verdadera, algo que nos creemos, que sentimos próximo a la realidad o, con mayor énfasis, a lo real. Tercero: el poder de las actuaciones, ya que al carecer de un guión con conflictos delineados, el director pende de la fuerza de la personalidad de sus personajes para narrar su historia, los cuales penden de la fuerza de sus intérpretes para traslucir vida y realidad. Cuarta: un tratamiento análogo en cuanto a lo estilístico, y a la realidad que quiere retratar. La cámara es un utensilio para narrar las emociones de los personajes, las cuales son a veces dulces y humorísticas, la mayoría de la veces, duras y crueles, y la cámara sin ninguna sensiblería barata nos las hace patente, sin caer en los clichés o en el exageramiento de un burdo y “profundo existencialismo” tan propensos en el cine y video boliviano. Quinto: la intimidad, cercanía que mantiene el realizador entre lo que, con que y con quienes cuenta su historia. Finalmente, destacar que el talento y la fortuna se conjuguen, debido a la posibilidad de la película de haber merecido un justo tratamiento de postproducción, lo cual siempre resalta las virtudes y minimiza los desaciertos; y de haber conseguido una, tan preciada, distribución a nivel festivales internacionales, lo cual dentro de la vorágine de producciones digitales de hoy, es una aguja en el pajar.
Kiarostami, quiero creer, no estaría descontento con lo que hallamos aquí, en Lo más bonito y mis mejores años, y sigo creyendo, que lo que más loaría, más que un gran producto final, es el innegable e impagable hallazgo de un vasto y fértil derrotero.
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