“Los límites del control” (Limits of Control) versa sobre una suerte de sicario (Isaach De Bankolé) casi mudo obsesionado por poner en paralelo dos tazas de expreso, que a través de una búsqueda sucesiva mediante mensajes en cajas de fósforos cumple una misión entre enigmática y disparatada, conociendo en su camina una pléyade de personajes que le sueltan diversas peroratas que oscilan entre el cine, la bohemia y las moléculas.
Todo esto es solo un entramado para que el siempre circunspecto Jim Jarmusch nos entregue otra de esas minijoyas de orfebrería que se ha acostumbrado a fabricar a través de los años, una piecita pequeña y exquisita, donde lo visual empatado con los silencios crea sensaciones tan sutiles como placenteras que nos recuerdan porque nos gustan tanto películas como “Dead Man”, “Ghost Dog” o “Pemanent Vacation”.
Jarmusch da rienda suelta a su instinto y a su inspiración, a sus intuiciones artísticas ya sean para elegir un plano junto a Chris Doyle, escribirle sobre la marcha las líneas a Tilda Swinton o para optar por una u otra pintura del museo Reina Sofía para que sean parte del intrincado desarrollo de los hechos; ya que “Los límites del control” no gozan de ataduras, ni espaciales, ni temporales, ni temáticas, la película discurre con soltura tomándose los respiros que considera necesarios, optando por las arbitrariedades que le plazcan al realizador o a alguno de los personajes, y todo funciona de una forma sutil casi somnolienta, y engrana justamente por la libertad y la falta de limitaciones que Jarmusch se impone, que a su vez deben ser muchas.
Finalmente el filme se entiende como una oda a la imaginación, a la libertad e inspiración creativa, al arte como catarsis y fuga de un mundo opresivo y controlado, y como un autotributo involuntario, y nada petulante, a la cadencia y sutileza que sólo él tiene para hacer cine.