jueves, diciembre 25, 2008

"Detour", el noir, la carretera, el destino y su tragedía

¡Ay! No existe mortal que sea libre.
Pues ora es esclavo de las riquezas o del azar,
ora la muchedumbre de una ciudad o los textos de las leyes
le obligará a utilizar modales no de acuerdo con su criterio.

Eurípides, Hécuba, 864-867


Hace unos años leyendo “El Mal de Montano” de Enrique Vila-Matas me enteré de la existencia de una película titulada “Detour” y de su director Edgar G. Ulmer, ya que el protagonista de la novela había asistido inopinadamente a la función de la misma en un pequeño cine en Budapest donde llevaría a cabo una conferencia; a raíz de lo cual quede sumamente interesado en dicha pieza cinematográfica a la que afortunadamente he tenido acceso hace poco gracias al estrambótico universo de cine pirata que habita en La Paz.

“Detour” es una pequeña joyita de mediados de la década del cuarenta, que podría encuadrarse en el género de road-noir, ya que la carretera será el escenario de las tribulaciones del personaje principal, Al, y de las aciagas vicisitudes de éste junto a la femme fatale de turno y otros virajes de su destino.

“Detour” versa del destino, el destino entendido de forma purista como camino, ese derrotero que uno se traza para alcanzar un objetivo determinado, deseado, añorado, y como un desvío, una digresión puede desmantelar todos los planes, todos los anhelos, todos los sueños. “Detour” nos presenta un camino, y nos narra un extravío, como cuando las abuelitas eufemísticas hablando de un nieto díscolo o aficionado a las malas artes te dicen “se ha desviado del camino”; ese desvío, esa digresión en “Detour” lo es todo, es el equivalente a descarriarte, y lo es en un sentido fatalista y mitológico, un Ananke, el hado se convierte en un derrotero penado por los dioses y el mortal deberá cumplir su destino, su tragedia.

Al, el protagonista, está tan ajeno de poder hacer que su voluntad y sus deseos tuerzan los retorcidos designios que la carretera tiene para ofrecerle, que su deambular se convierte en un mero acatamiento a los sucesivos y macabros sucesos que le acaecen.

Narrada en forma de flash-back, “Detour” es un epítome del fatalismo y del inevitable destino trágico, un epítome destilado de la esencia del noir y de muchas de sus aristas y entrecijos, un epítome del deseo inalcanzado y un siniestro epítome de cómo una curva, un desvío, una digresión, una mera y en teoría inicua decisión, puede ser el minuto catastrófico, involuntario e ineluctable de un trágico y desgraciado destino humano.

lunes, diciembre 15, 2008

Modigliani, Chagall y Soutine: Genio, judaismo y universos inclasificables

Dentro de las tres directrices antitéticas que definen vagamente el arte de vanguardia de principios del siglo XX, sean estas color-forma, objeto-abstracto y realidad-surrealidad, y sustentado por todo un inmenso catálogo de movimientos artísticos manifiestos hallamos entre los mayores exponentes de esa maravillosa e inigualable ebullición pictórica vivida en la Europa de los ismos, a tres singulares personajes que difícilmente pueden caer ya sea en uno de los movimientos o dentro de las clasificaciones habituales de la plástica de esa época: se tratan de Amadeo Modigliani (1884-1920), Marc Chagall (1887-1985) y Chaim Soutine (1893-1943).
Los tres tienen varios puntos de coincidencia tanto en sus orígenes como en eventos ocurridos durante sus vidas. Todos ellos provienen de cuna judía, el cual no es un detalle para nada menor, ya que si uno hace una somera retrospectiva a la historia del arte, los pintores judíos huelgan por su ausencia, y esto es debido a un motivo esencial. La tradición judía ortodoxa teme a la idolatría de imágenes y representaciones humanas, por ende proscribe las representaciones pictóricas (pintura y escultura) que son consideradas como insultos a los sentimientos religiosos, ya que Dios es entendido como un entidad audible, dotada de voz y soplo, y no visible, carente de imagen. Este marco religioso-cultural provocó que ser un pintor dentro del judaísmo implicaba una inherente trasgresión, que está arraigado en Soutine (sobre todo), Modigliani y Chagall. De los tres pintores semitas Soutine y Chagall pertenecen a la antigua Rusia, y Modigliani a Italia, los tres se conocieron y compartieron muchas experiencias en Paris, donde coincidieron y donde labraron sus identidades y obras artísticas.
Modigliani como Soutine tuvieron que enfrentar circunstancias y vivencias muy adversas, lo cual derivo en muertes trágicas y relativamente tempranas, el primero de tuberculosis, el segundo de una úlcera reventada mientras huía del nazismo; la bohemia extrema del primero, el hambre que tuvo que padecer el segundo en su autoexilio para poder expresarse a través de la pintura, fueron huellas indelebles de sus travesías existenciales.
En el arte de ambos el retrato fue uno de los géneros más practicados, Modigliani desde su peculiar estilo de caras y cuellos alargados y amarillentos con una innegable influencia de máscaras africanas, con ojos sumamente juntos y a muchas veces sin mirada, pese a lo cual sus retratados gozan de un aura diáfano que exulta un sosiego mezclado con una justa dosis de pureza; entre las personas que retrato en varias ocasiones se encuentra el mismo Soutine. “Modi”, como lo llamaban en París, también pintó una cantidad de desnudos posando en un diván, cuadros de una gran belleza y de una autoría reconocible en cada linea; fue por causa de sus desnudos que su única exposición como único autor fuera clausurada al escandalizar al oficial de policía de turno. Es difícil encontrar algún conjunto de obra artística tan reconocible como la del italiano y que solo pueda ser clasificada en íntima identidad y analogía con su autor, Modigliani así es como se erige en la historia del arte contemporáneo, con una firma única e insoslayable.
Chaim Soutine hacía hincapié en retratar gente de distintos y simples oficios como ser cocineros o botones de hotel, en su preferencia si era gente uniformada de alguna manera, gente común con la cual de alguna manera podía identificarse y comunicarse. Otro motivo central de su obra es el plasmar animales como naturalezas muertas, ésto como grito de añoranza por el hambre que tantas veces había padecido durante los años. A Soutine se lo ha tildado en muchos casos de ser un pintor expresionista, y pese a que la crudeza de su trazo y de sus motivos se puedan enmarcar en una temática y forma de tal corriente, Soutine como marginal que fue, no llega a encajar del todo sino que es un magistral e inclasificable paria, trágico personaje autoexiliado por su semitismo, perseguido por su semitismo y muerto por su estómago.
Marc Chagall, en contraposición, tuvo un destino menos trágico, fue el último sobreviviente de todos los grandes maestros del principio de su siglo, conoció el éxito que los otros dos no saborearon y nos ofrece una pintura riquísima en colores y en motivos de mágicas ensoñaciones. Se lo emparenta con el cubismo o con el surrealismo sin que nunca llega a poder ser ninguno de los dos (fue loado por Picasso como por Breton), sino un judío-ruso que nunca paró de evocar ese mundo bucólico y añorante de su niñez y de todo lo que le fue querido durante su vida. Siempre ha sido notoria la influencia que éste ha ejercido sobre el cineasta Emir Kusturica, no sólo en su paleta de colores, sino en los motivos oníricos y voladores, y en la constante aparición de animales y músicos dentro del cuadro, a lo que habría que agregar una permutación de lo judío por lo gitano en el caso del director balcánico.
Tres estilos, tres obras, tres destinos que pese a los matices y vericuetos se entrecruzan ya sea por su estigma religioso, por el encanto que emanan sus lienzos (sobre todo en el caso de Chagall y Modigliani), por su marginalidad y a los marginales que les toco retratar, por su patria artística, por sus trágicos destinos (Soutine y Modigliani en este caso) y sobre todo por esas enormes e inclasificables bloques artísticos que van a perdurar en las retinas de cualquiera que se les acerque como uno de los acervos pictóricos más únicos y extraordinarios de la fabulosa eclosión vanguardista del siglo XX.
Un cocinero, personaje esencial del hambriento y vehemente universo de Chaim Soutine
"Modi" y uno de los retratos de su amada Jeanne Heabuterne
El mágico, pastoril y pintoresco cosmos de Marc Chagall
La crucifixión cristiana según Chagall

lunes, diciembre 08, 2008

El festín simbolista

He aquí un breve homenaje literario a este serie de pintores que, a través del mundo, reinventaron los objetivos de la pintura acercándola más a su origen primero: la magia. Cada cuadro es una ventana a ese más allá que todos portamos dentro.

Iván Aivazovsky: La mar trascendental, omnipresente, omnipotente. La mar cuna y destino final, la mar idea, la mar madre. Recipiente inabarcable de espesa masa de aguas furiosas. Estados espirituales mecidos entre dulces melodías y fabulosos colores. La mar interior, el horizonte imposible. La noche en el corazón: el dulce roce translucido en la orilla, acariciando tus delicados pies al anochecer y la tormenta, en el corazón de la noche. Esa eres tú, tal tu grandiosidad.




Odilon Redon: Hay un jardín más allá de la montaña y del cielo de la montaña. Allí habita un gigante solitario. Por siglos él ha sido el encargado de cuidar el jardín paras nosotros. Las luces en aquel lugar se confunden con escalofríos y un profundo estremecimiento, un prístino sentir se apodera de quien pasea la vista por allí. En cada flor se esconde una ninfa de aura epileptoide que musita secretos primordiales de la vida y de la muerte. No es de noche ni de día, es esa luz antigua… sólo esa. En ese jardín nos encontraremos transformados en fosforescencia de carne inmaterial. Tú y yo, al fin de los tiempos.



Franz Von Stuck: No hay nada más oscuro en el alma que el habitáculo de aquella bestia. A lo lejos nada se distingue. Al aproximarse uno (con pavor inevitable), el velo espeso de profunda tiniebla deja entrever el rostro de la más fea de las noches humanas. El cutis viperino, los ojos grandes de brillo maléfico, los gestos desesperados y ansiosos, el aliento impuro, lo que está a punto de morir. Al fondo cae una estructura de hueso y, con ella, el mundo: gigantesca pecera de cristal. Los corceles del infierno se apresuran para llegar a casa, bajo la lluvia, mirada escarlata e inclemente. La medusa se retuerce bajo el colchón. Algún día te morderá la serpiente, desnuda, excitada y desprevenida. Así sabrás quién es el hombre sentado en el rincón sombrío.




Jean Delville: Satán tiene un secreto bajo el castillo de agua. Nosotros; tú, yo y aquel: el que no se puede nombrar.







Arturo Borda: La naturaleza como epifanía de una Voluntad Suprema y la Cordillera de los Andes como monumento máximo de esta unión energética entre las inteligencias arcangélicas y las fuerzas inclementes de la Tierra; no tanto el planeta como la entidad espiritual. El diáfano silencio de las montañas no es sino silbido divino, a través de los tiempos. La vida, los campos, el Illimani y los Yungas, todo es producto de la misma Voluntad Creadora, de un inmenso despliegue espiritual, psíquico y material hasta encontrar esa eutexia que funde todo lo separado y distinto en aquello que, por intuición, llamamos instante y que sin embargo concentra en sí mismo todos los misterios del universo. El artista, como sugería Poe, ha de capturar esa Voluntad como una antena del más allá y recrearla a una escala menor pero no menos perfecta y sagrada.



lunes, diciembre 01, 2008

Cuando fuimos niños (o una breve disquisición sobre una novela de Kazuo Ishiguro)


"Supongo que llegué a apreciar -en los letreros chinos de las tiendas, o simplemente en los chinos que se ocupaban de sus asuntos en los mercados- algún vago eco de Shanghai. Pero tales ecos me resultaron en su mayoría incómodos. Era como si, en una de esas aburridas cenas a las que solía asistir en Kensington o Bayswater, me hubiera topado con una prima lejana de una mujer a la que antaño había amado. Una prima cuyos gestos, expresiones faciales y pequeños encogimientos de hombros te espolean la memoria, pero que no deja de ser, en conjunto, sino un torpe e incluso grotesco remedo de una imagen mucho más preciada"

Kazuo Ishiguro, Cuando fuimos huérfanos

“Cuando fuimos huérfanos” (When We Where Orphans) fue mi primera incursión a Ishiguria, que es como algunos críticos conocen al universo narrativo de Kazuo Ishiguro, escritor nativo del Japón pero de pluma inglesa, cuyas novelas más famosas pueden ser “Los restos del días” (The Remains of the Day) o “Pálida luz en las colinas” (A Pale View of Hills).

La novela “Cuando fuimos huérfanos” nos narra de voz propia las peripecias y memorias de Chirstopher Banks, un nuevo y exitoso detective británico que pasó su niñez en Shangai hasta que sus padres fueran secuestrados y el fuera donde su tía a vivir en Londres. En principio y en mera apariencia esta novela puede percibirse enmarcada dentro de un genero detectivesco, ilusión que pasadas las páginas se va diluyendo, ya que no existe casi ninguna relevancia en cuanto a los casos que a Banks le toca resolver, sino a una insistencia en ir rememorando e hilvanando los episodios fundamentales de su infancia, aquellos días de su feliz niñez en Shangai al lado de su mejor amigo Akira a principios del siglo XX, en una atribulada urbe marcada por el desmesurado tráfico de opio.

La narración tiene tres partes marcadas, una que discurre entre fiestas y eventos de alta sociedad inglesa, donde aparece la extrovertida figura de Sarah Hemming, quien con su peculiar belleza no deja de intrigar al protagonista, la segunda es ese cosmos de memorias infantiles y la tercera y culminante, es el regreso a una beligerante Shangai de guerra entre chinos y japoneses, para gracias a sus forjados talentos detectivescos dilucidar por fin el misterio del secuestro y desaparición de sus padres, lo que lo ha tenido en vilo por largos años.
Lo que nos cuenta Ishiguro está demasiado emparentado con las perspectivas subjetivas de Banks, de todas las películas que el va dibujando en su consciencia y como sus percepciones van tomando derroteros extraños hasta incluso absurdos, lo que va confundiendo primeramente al lector, ya que uno parece guiado por esa suerte de narradores objetivos que te describen el mundo, sus derredores y circunstancias tal como son, en este caso no, y esa es la mayor bifurcación que puede tener “Cuando fuimos huérfanos” con una novela de genero detectivesco y no es que a la trama le falten recovecos e intrincaciones, sino que tenemos que cargar con las añoranzas, ilusiones y alucinaciones que configuran la mente de nuestro detective, lo cual hace a la realidad poco ajustada y poco real.

Esta perspectiva lo que provoca, es como el personaje posee esa pulsión tan profunda y tan necesaria hacía ese hueco causado por el sentimiento de pérdida, por ende hacía el pasado, y hacía los fantasmas que pueblan a éste, espectros que él necesita resolver para poder vivir algo parecido al presente o a la realidad, por eso la novela trata de como la reconstrucción de la identidad de Christopher Banks, y como las piezas de su pasado cual él las imaginaba más las piezas de su pasado como realmente eran, van creando a un personaje muy distinto de la que él mismo percibe, ya que no es como él mismo se figura, ni el Rick Blaine de “Casablanca”, ni el Vassili Zeitsev de “Enemigo a las puertas” (Enemy at the gates), ni tampoco un Sherlock Holmes.

Así el y los misterios una vez revelados nos traen a un final quijotesco, en esa vena de vivir semi-loco y morir semi-cuerdo, que nos entrega esa sensación triste, patética de saber por qué una infancia normal de dioses y monstruos, de miedos y satisfacciones, siempre es el lugar más poético y feliz donde la existencia puede transcurrir, pero que como destino o fatalidad humana, en algún momento tiene que terminar.