lunes, diciembre 24, 2007

Matthias Grünewald: el (espinoso) tema de la carnación


Afortunadamente en la pintura no se ha establecido un género de “terror” así como en el cine y en la literatura; justamente gracias a eso es, quizás, el arte que se hace más escalofriante y aterrador cuando maneja cierta matemática del espíritu y eso, a pesar de plasmarse en un plano bidimensional e inmóvil. Al no estar enmarcada por las leyes de un género, la monstruosidad en la pintura tiene la potestad de ejercerse justamente en tanto que monstruosidad, es decir: lo que no se puede clasificar, lo que está en los límites de lo nombrable y lo innombrable, trance de devenir, forma-en-formación, forma no formada aún, representación de la noche y de la pesadilla afiebrada, estadio de transe cuando el lenguaje se vuelve loco, revolución de la cosa contra la palabra, insurrección del instinto contra el intelecto, magnetismo hipnótico hacia la muerte y la repulsión innata de todo ser vivo hacia la misma, carne contra carne, mordiscos, golpes, lágrimas, dientes y garras, caballos enfurecidos y olas gigantescas de mares negros como la noche más negra de la materia, sangre estallando por las pupilas de los condenados y dientes chirriando de pavor, bocas jadeando del deseo aquel, infinitamente insatisfecho.

Uno sabe que cuando va al cine a ver una película de terror se va a enfrentar con cierta estructura de forma y elementos de contenido específicos y propios del género, no hay sorpresa y por ende no hay monstruo ni monstruosidad – al menos no en un esquema predecible –. A pesar de que no existe la pintura de terror como género o “escuela”, podemos recoger, en la historia de esta noble práctica una serie de artistas que se han abocado a una isotopía simbólica y plástica que plasma las infinitas ansias del ser humano de conocer el más-acá (para separarlo del más-allá trascendental) de la condición carnal, la razón de la caída, el origen del Mal. Hablemos de El Bosco, Brueghel el Viejo, Henry Fuseli, Francisco de Goya, Lovis Corinth, Otto Dix, Gustav Mossa, Chaim Soutine, Francis Bacon, Frida Kahlo, etc, etc. ¿Qué tienen en un común estos artistas sino la voluntad de plasmar, de abstraer (todo arte es abstracción) esa parte del inconsciente que nos recuerda la implacable condición mortal de nuestro ser? ¿Acaso no pretenden con su pincelada hacernos ver aquello a lo que la mayoría de las sociedades (sobre todo la sociedad moderna) le dan espalda? ¿No coinciden ellos, a través de los símbolos representados como de la técnica de representación, con la intuición bachelardiana de que, en última instancia, es la materia quién domina a la forma? En ese caso, la búsqueda estética de estos artistas se alejaría, en sus principios mismos, del clasicismo (sea cual sea la época) que busca la abstracción de las formas perennes e inmutables del universo y de lo bello en él.


El pintor, desde la percepción meta-representativa del creador, descubre rápidamente mediante la plástica del óleo esa intuición mística y fractal según la cual el cuerpo es paisaje y el paisaje es cuerpo: una misma sustancia – plástica – los constituye y una misma fuerza – espiritual – les da forma. El cuerpo, la visión del cuerpo, la posición ante la corporeidad, devienen, ante los ojos del pintor, la representación del universo y sus leyes; así como el tiempo es la “materia” en la que el músico deberá extender obra y cosmovisión. La representación del cuerpo es, por ende, una clave de lectura de una fertilidad inconmensurable cuando se trata de pensar en la historia de la pintura y de su aporte al conocimiento universal del ser humano. Todos los artistas anteriormente citados coinciden en una visión carnal del cuerpo, una posición opuesta consistiría en depurar lo más posible al cuerpo de su carnalidad llevándolo a un nivel ideal, luminoso, atemporal, arquetípico: los ángeles y las figuras helénicas del renacimiento florentino no son sino esa voluntad de quitarle al cuerpo la condición corpórea para, por vía de la re-presentación, impulsar la imaginación hacia lo inmutable, lo incorruptible. Subyace allí la voluntad monoteísta de sugerir la potestad de ese Dios Único, Omnipresente, Omnisciente y Omnipotente. Sin embargo el cristianismo (a diferencia del Islam y del judaísmo) siempre sufrió de una ambigüedad simbólica respecto a la carne y a la condición carnal del ser: su divinidad, Jesucristo, se empeñó de una manera casi sociópata en participar de la condición mortal, por ende carnal, de la humanidad. Por un lado, el cristiano tiene la herencia purificatoria del judaísmo y la idealidad del platonismo pero también padece (el término es preciso) de una atracción fatal y sado-masoquista por la carne y sus dos manifestaciones extremas que son el dolor y el placer.






Este ensayo no pretende psicoanalizar al ideal-tipo cristiano, simplemente vale aclarar que el desvío por una teología de la encarnación nos servirá para aclarar la relación privilegiada que tuvieron y tienen los pintores que heredaron la iconografía cristiana con respecto a la representación de la carne-devenir, carne-muerte, carne-deseo, lo que es equivalente a decir: la carne carnal. De hecho, se podría decir que para muchos pintores, la Pasión de Cristo, el cuerpo de la pasión, es el soporte plástico, estético de esta condición trágica y universal de la vida que es el devenir, el tiempo y lo que el tiempo acarrea. El cristianismo, a través de la puesta en escena de la Pasión, ha permitido al artista occidental una estetización de la muerte, una transmutación del dolor universal en emociones estéticas. Por ello, no es de extrañarse que pintores de vanguardia y no necesariamente creyentes como Francis Bacon, Lovis Corinth o el mismo Picasso hayan sentido la atracción por la simbología de la Pasión y la estética de la puesta en escena de la carne viva en la crucifixión.

Gilbert Durand, erudito mitodólogo* post-bachelardiano, encuentra una concordancia estructural entre la simbología de las profundidades (la caída), la oscuridad (la noche) y la impureza (la carne, la sangre expuesta): el pintor heredero del cristianismo tiene una legitimidad para explotar la potencialidad estética de esta constelación imaginaria, de esta isotopía, a través de la imagen del Cristo crucificado. Es, muy probablemente, Matthias Grünewald (1470 - 1528), pintor alemán del renacimiento quien encarna mejor que nadie está voluntad de plasmar la insensatez, la irracionalidad de la materia corporal que, sin embargo, es más real que cualquier realidad y más determinante que cualquier utopía idealizante cuando se hace patente aquello que, en momentos de normalidad (espiritual, psicosocial, etc.) está, justamente, en estado de latencia pero al acecho, como un animal en la jungla oscura del inconsciente, esperando el momento justo para hacerse conocer.


Cristo muerto. El cuerpo: tendido, a penas yaciente. Tatuada de dolor la mueca rígida de su rostro, la muerte oliendo al verde blanquecino de pellejo estremecido, las heridas hinchadas, infectadas, los dedos contorsionados de dolor, los estigmas… todo concentrado en una imagen que totaliza el dolor y el vacío consiguiente. En muchas cosas difería la simbología del alemán respecto a sus colegas italianos pero, sobre todo, difería en su visión del cuerpo, en las carnaciones. Estás últimas son, cuando de la representación de la figura humana se trata, el vehículo para el viaje, para intuir, por vía estética, el corazón de aquello que se quiere representar. El renacimiento italiano propone un cuerpo depurado, hasta en motivos como La Piedad o la misma Crucifixión. Grünewald, contrariamente, aprovecha de la potencial irracionalidad que simboliza la carne cuando es representada como tal. Él también estaba fascinado con la medicina y la anatomía como Leonardo o Miguel Ángel pero, en su caso, era en la patología, la vulnerabilidad y el proceso degenerativo donde se manifestaba la esencia de lo corpóreo: la transformación de esa Tragedia en belleza a través de la alquimia de la pintura se hizo su misión más que una búsqueda platónica de la belleza en sí. En la esquina izquierda inferior de Las Tentaciones de San Jeremías en uno de los retablos del altar de Isenheim vemos una criatura de tez verdosa; ser débil, enfermo y vil, abatido, plagado de purulentas erupciones que sugieren explícitamente el dolor y la fiebre. El santo enfrenta visiones que no tienen nada que envidiar en su cualidad onírica a la obra de pintores de vanguardia del siglo XX como René Magritte o Arturo Borda.

Misterioso, místico, atento y vigilante respecto al desencanto que acarrearía la modernidad – cuando todos veían en su germen prometeico la liberación de la humanidad –, Matthias Grünewald cual un San Juan de la Cruz de las artes plásticas nos sume, con su sublime pincelada en esa Noche del Alma: a la vez dulce y dolorosa, consolación y tortura, fuente de lágrimas y de ternura. ¿Acaso no es así la vida que nos toca vivir? ¿La muerte que nos tocará morir? ¿Acaso no es eso más próximo a la creación y a los misteriosos designios de Dios que la idea exclusivista y moralista de un hombre depurado de su animalidad? Es estremecedora la idea de que cinco siglos después una obra permanezca igual de poderosa y significativa. Es, a mi juicio, el síntoma de que Grünewald manejaba más símbolos universales o arquetipos en lugar de concentrarse en los fenómenos de moda y las tendencias de la época. Tenemos, en el legado de este extraordinario artista, a un ancestro evidente del simbolismo, surrealismo y expresionismo – no es casual que éste último emane de la tierra que lo vio nacer muchos siglos antes –. La historia y la crítica, sean políticas, del pensamiento o de las artes, siempre sesgan, seleccionan, ordenan, clasifican, dan forma a los hechos que, en sí, son innumerables y de una complejidad e intrincación imposibles de ser comprehensibles sino es a través del afilado bisturí de los “especialistas”, quienes poseen el monopolio del saber legítimo – parafraseando al gran sociólogo Max Weber –. En ese incesante trabajo de críticos e historiadores por clasificar los hechos de la vida humana es innegable que hay omisiones, preferencias, exclusiones y juicios de valor tan sujetos a fenómenos contextuales disfrazados de "objetividad" (el término es preciso ya que en la historia, vista como ciencia, al darle prioridad a un hecho en lugar de otro implica otorgarle más valor en cuanto a su importancia en la concatenación cronológica de los hechos del mundo) que dejan de lado, voluntariamente o por accidente, fenómenos que - la historia misma se encarga de comprobarlo - son innegablemente un eslabón mucho más fuerte y determinante en la cadena de sucesos que aquellos que resaltan en apariencia - muchas veces debido a que se deben tan sólo a fenómenos de moda que, por la fascinación que generan en su contexto, aparentan universalidad -. Tal es, desde nuestra perspectiva, el caso con Matthias Grünewald; el porte de su obra es quizás tan importante como el de otros pintores de la época reconocidos como Maestros de la Humanidad: me refiero a Tiziano, Miguel Ángel, Rafael, Boticcelli, El Greco o El Bosco, quién hoy por hoy es quien se lleva las flores en historia del arte respecto al aspecto “visionario” de su obra.

Es menester rendir homenaje a esos Maestros que, si bien no olvidados, no han recibido la importancia que ameritan. El altar de Isenheim quedará siempre como un patrimonio mayor del arte occidental y una contribución invaluable de la cultura europea a la humanidad entera. Matthias Grünewald, cuyo legado se resume a diez pinturas y treinta y cinco dibujos, representa una síntesis atemporal de aquella búsqueda “maldita” de toda una horda de pintores que, rompiendo con la academia y el clasicismo, se decidieron a ir tras esa “otra” belleza, esa que está irremediablemente enredada con la muerte, el dolor y la soledad, como la belleza de la vida misma, tan ajena a esa idealización platónica de separación y exclusión de lo corporal, lo material, lo mortal del ser. Quizás por eso, su obra estuvo ignorada hasta la hora de las vanguardias (hijas del desencanto). Hoy por hoy, tras haber vivido el siglo XX y los inicios de la (dudosa) posmodernidad, su obra no suscita simple admiración sino algo más: nos obliga a darle un lugar determinante en el pedestal de los Maestros cuando de historia del arte se trate. Además, sus visiones siempre serán un vehículo privilegiado a esa Noche del Alma, al misterio de vivir y de morir, a la esencia de la encarnación y su consecuencia trágica: la Pasión.




* Mitolodogía es el nombre de la disciplina que ha fundado Durand dada la radical novedad en su posición epistemológica respecto a la semiología, critica literaria y filosofías positivistas y estructuralistas.

6 comentarios:

(Diego Loayza) Oneiros dijo...
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(Diego Loayza) Oneiros dijo...

Qué aguafiestas, parlamentando sobre la muerte cuando estamos en pleno nacimiento. Pero ¿a caso nacer no es requisito imprescindible para morir? Espero a todos los lectores que dejen un año lleno de emociones y aprendizaje y que venga uno más rudo a ese nivel.

Gabriel Báñez dijo...

Grünewald o Mathis Gothart-Neithart, en todo caso, fue además un visionario, en sus pinturas elabora una ingeniería del dolor y, por cierto, como decís, trasciende el plano meramente pictórico para imponernos otra realidad. El expresionismo acaso haya sido el movimiento que más se acercó a esas formas "de terror" que mencionás al comienzo del post, de la nota. Un abrazo a mis amigos. Lo mejor en el año!

(Diego Loayza) Oneiros dijo...

Gabriel, Feliz año de parte de los (dis)conformes. Esperemos que el dialogo bloggero se intensifique este 2008 y, así, el aprecio, la amistad y la inspiración.

Saludos.

P.D. ¡Qué hermoso suena!: "Ingeniería del dolor"

Alfredo dijo...

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alfredo

Alvaro G. Loayza dijo...

El Cristianismo vía carnación deja un vínculo inarrancable con la carne, pero la carne en el cristianismo, como en la crucifixión siempre emana dolor y terror, Grünewald lo plasma de forma fabulosa. Y en relación al cine, la pintura, el cristianismo y el terror, un profesor mío de antaño decía que la película más terrorífica que había presenciado en su vida era "Marcelino, pan y vino", cada aparición del flaco le causaba cagazo al pobre niño espectador.