lunes, abril 23, 2007

Transformers meets Tiwanaku o barloventeos sobre cierta arquitectura andina posmoderna


La arquitectura, de entre las artes mayores, es, a mi consideración, la que más hondo cala en la psiquis del niño antes que las otras. Es muy extraño que la primera emoción y/o recuerdo estético de una persona sea de una canción, un poema o una película: nuestros primeros recuerdos de niñez generalmente se sitúan, se ubican y se encarnan en lugares, espacios específicos, casas. En ese sentido, pienso que la niñez es un estado privilegiado del espíritu humano para empaparse de la belleza, el terror, la grandeza y el sentido profundo, estético de la arquitectura.

El niño percibe el espacio arquitectónico inexorablemente como un espacio simbólico y tiende a hipertrofiar las características significativas de éste, de manera que cada elemento se “transfigura” de real, objetivo, funcional a estético, emocional, imaginal. Cualquier esquina, zócalo, fisura, arco, corredor, motivo de lozas, puerta, escalera, columna, espejo, todo deja de ser simplemente lo que es para convertirse en pasadizo secreto, escondite, obstáculo, cueva, lo grande deviene gigantesco y lo pequeño, un inframundo poblado de seres minúsculos, invisibles para los grandes. La arquitectura comunica en la psiquis del niño tanto como el espacio del cuadro cinematográfico ante un ojo cinéfilo. Nada está al azar: el espacio, construido o no, es la traducción del “espacio” sin dimensiones (invisible de otro modo) de la mente humana. La arquitectura, ante todo, nos delata y nos refleja. Al habitar un espacio determinado, nuestra mente adopta las formas de este y viceversa. Es necesario apelar a nuestros traumas o recuerdos semi-oníricos de infancia cuando descubríamos en una simple jardinera una selva de microdepredadores pre-solares, para encontrar el verdadero arte, sentido estético de la arquitectura.

Si una casa es la proyección, conjunción y materialización de una o varias psiquis humanas, una ciudad es una galaxia de espíritus en el espacio y el tiempo, un dialogo entre interiores exteriorizados y exteriores interiorizados: un punto de encuentro entre lo colectivo visible y lo individual invisible; vivos y muertos conviviendo en la historia, en su propia historia, pisando el suelo diseñado por sus miedos y esperanzas, edificios de frustración, senderos de gloria, semáforos fatales y callejones malevos, muros manchados de sangre y escaleras de semen escarchado. Como la mente humana, en la mente humana: sitio de hibridación entre lo singular irreductible y lo aplastante de las estructuras que no son sino la marca indeleble y formadora del pasado (lenguaje).

Cuando paseo por La Paz esa convivencia se me hace más intensa al meditar en la presencia de la Cordillera Real recordándonos constantemente que una urbe, por más urbe que sea, sigue siendo una peca en la piel de nuestro hermoso planeta y que las torres gemelas por más altas que se pretendieran eran como un moco al lado del Illimani, en el que se estrellaron más de dos aviones que se perdieron de vista en el inmenso manto blanco, me refiero a la convivencia con los espíritus superiores o entidades arcangélicas de la naturaleza en vivo y en directo; La Paz es densa en historia e historias, en vivos y en muertos y en muertos vivos y vivos muertos. Todos estos están, de una manera u otra, retratados en la materialidad misma de “La Ciudad del Río de Oro” (que hoy por hoy parece un apelativo sarcástico viendo las condiciones de nuestro amado y sufrido río Choqueyapu). Aymaro-kafkiana, gótico-andina, barroca, republicana, oscura, diáfana, tradicional, claustrofóbica, verticalista, dadaísta, alienada, americana, extraterrestre, europea, decadente, vital, colorida, opaca, fría, soleada, orgullosa, avergonzada, vieja, renovada, La Paz, la única y tan arriba, tan clavada en lo hondo del abismo.

En ese desgarrado dialogo entre el pasado, el presente y el futuro que implica necesariamente la existencia material de una ciudad se pueden detectar también luchas simbólicas: movimientos y épocas, nuevas influencias, influencias desempolvadas, concepciones y valores plasmados en las paredes y detrás de ellas: en estas luchas, como en toda lucha, hay ganadores y perdedores, nuevas alianzas y nuevas complicidades así como nuevos enemigos. Así pues, yendo al grano, un día caminando por la calle Capitán Ravelo me percato de un edificio de indescriptible apariencia: su concepción parecía venir de la mente de un niño sufriendo pesadillas afiebradas, donde fichas de Lego se revelan contra la inercia de la materia y la gravedad, un monumento lúdico-fálico-futurista-kitsch-andinista. Semejante monumento, me dije con admiración y disgusto a la vez, debe ser igual de peligroso a la arquitectura en boga como debió ser la aparición de la Whopper para el asado tradicional en las gauchas tierras (donde la gente tiene una parrilla en casa en lugar de un altar para su santo). Digo admiración porque sí: todo fenómeno de hibridación es digno de admiración – sobre todo para los estudiosos de la monstruosidad como el que se permite estas líneas –, pero también digo disgusto, y digo disgusto porque de repente me imagine La Paz, ésta La Paz, plagada de edificios semejantes, de repente sintiéndome rodeado de Transformers gigantescos que destruyen todo rastro del pasado que ven a su paso, porque la arquitectura novo-andina(?) de esta índole, si tiene algo malísimo, es que no tolera el pasado: arrasa con todo y no busca en absoluto adaptarse al paisaje sino imponerse a él y SER el paisaje. Los que conciben estos “monumentos” piensan que deben reinventar la ciudad, hacer tabula rasa de todo lo construido anteriormente tratando de mezclar no sé que romanticismos telúricos con una visión obsoleta del futuro (aunque suene paradójico). Si se quedara en monumento aislado yo diría: Sí, bienvenido: participa del abigarrado y complejo mundo arquitectónico de La Paz; pero el problema es que este tipo de construcciones parecen ser una tendencia, lo que implicaría barrer con un pasado por un nuevo presente que refleja artificialmente un andinismo mundializado.

Imagínense llegar a la hoyada paceña y verla plagada de nuevos monstruos colorinches y amorfos por las calles y perdernos de toda la historia arquitectónica – por ende, simbólica – que recorre esta hermosa ciudad a cambio de un presente plano y, cómo no decirlo, de tránsito en relación a toda la conformación venidera en Bolivia a través de la mundialización de recursos simbólicos. Termino exhortando a los nuevos arquitectos vanguardistas a que hagan lo que quieran pero que no tiren a la mierda lo que tantos años ha tomado construir… Respecto a aquello de “hagan lo que quieran”: retiro lo dicho. El resultado puede ser demasiado pesadillesco y me aterraría ver a mi hermosa ciudad devenida en una nueva Cybertron, a los habitantes unos estafermos metálicos de colores insufribles y al Evo todo un Megatron. ¡Dios nos salve!

5 comentarios:

Rosenrod dijo...

Qué interesante recorrido. Sin conocer la ciudad, me ha despertado un enorme interés; y la reflexión primera sobre la percepción infantil de los espacios, un hallazgo. Lo que pasa es que, quizá, lo que contemplamos lo integramos en un todo, como si fuera natural, como si siempre hubiese estado ahí y nadie lo hubiese hecho.

Un saludo!

(Diego Loayza) Oneiros dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
(Diego Loayza) Oneiros dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
(Diego Loayza) Oneiros dijo...

Rosenrod, agradezco el comentario, mira, justo anoche fui a ver El Laberinto del Fauno y parecio traducir de una manera plasticamente magnifica o magnificamente plástica esa cualidad del niño de vivir la imaginación como "visión" y no como "alienación" o "copia infiel" de lo real. El espacio esconde espacios que no son habitables por el cuerpo sino más bien por el alma, la imaginación es la puerta. El proceso de metamorfosis de un espacio objetivo a un espacio imaginal es perfectamente retratado por el mexicano del Toro a través de la mente de una niña pero también a través de la mente de un loco por Cronenberg en Spider. ¿Qué tienen en comun los locos y los niños? Que no tienen los mismos límites que establecen sus contextos socio-culturales respecto a lo psiquico, físico, identitario, etc... lo que los hace impredecibles. Esa poesía simbolista del color y del espacio en "El laberinto" surge de la necesidad de plantear la historia desde la perspectiva infantil, justamente porque el niño simboliza lo que ve no lo ve directamente, enriquece la realidad, la ensancha.
Gracias por el comentario, ojalá algún día vengan a La Paz.

Disculpen tuve kilombos con los otros comentarios

Anónimo dijo...

por lo menos eres algo leido