






Fotografía: Oneiros
Poco conocía yo de un tal Kanye West, había escuchado un par de canciones que me gustaban mucho (“Flashing Lights” que tiene un espectacular vídeo dirigido por Spike Jonze y “Gold Digger” en colaboración con el actor Jamie Fox), sabía que era un reputado productor musical, que era uno de las figuras más afamadas y egocéntricas (lo cual me figuro debe ser dificultoso en ese entorno) del mundo del hip-hop, conocía alguna colaboración eventual con Rihanna o con Jay-Z y por último había presenciado su sabroso exabrupto en los Video Music Awards de MTV cuando inopinadamente y agresivamente salió a escena a interpelar a Taylor Swift por haber ganado un premio que al entender de Kanye (y de casi el 99% de la población mundial) debía ser de Beyoncé.
Eso era todo, hasta que por curiosidad me bajé su último y loado disco “My beautiful dark twisted fantasy”. Nunca antes había escuchado un disco de hip-hop entero voluntariamente, pero quedé atrapado, por no decir hipnotizado desde la primera canción “Dark Fantasy”, que con unos cánticos que evocan a unas sirenas odiseicas algo posmodernas, ya me tenían enganchado. “Gorgeous” continua la sesión y prosigue el fluido discurrir de algo que es atrapante y que no tiene nada de ordinario. Continua “Power” (obviamente aludiendo al suyo) con unos coros femeninos que cíclicamente se repiten al fondo al compás de las palmas, donde las ráfagas raperas te largan líneas como “Now I embody every characteristic of the egotistic” o “Holy, powers, Austin, Powers/Lost in translation with a whole fuckin' nation/They say I was the abomination of Obama's nation” o “I know damn well y'all feelin' this shit/I don't need yo' pussy, bitch, I'm on my own dick” donde ese aparente egocentrismo se hace patente, evidente y lacerante (por ejemplo no faltan en las letras comparaciones con Mohamed Alí). Luego viene “All of the lights”, quizás la canción más comercial y poppy del álbum donde acuden, como en todo el trayecto, una pléyade de colaboradores tales como Rihanna, Alicia Keys y Elton John, por mencionar algunos, pero además durante el disco aparecen y reaparecen hip-hoperos de la talla de Jay-Z, Kid Cudi, Pusha T, Bon Iver y la irreverente neófita de protuberantes posaderas Nicki Minaj (a la mayoría de los cuales he empezado a conocer y luego apreciar gracias a este fantástico microcosmos que es el “…dark twisted fantasy”).
Kanye es totalmente consciente de su talento, y muchas veces, según lo leído su percepción de lo que hace es mucho mejor para él que para el resto del mundo, sobre todo en los que se refiere a sus cuatro discos anteriores, entre los que algunos consideran obras maestras y otros sobrevalorado talento malgastado. Kanye es totalmente convencido de que es omnipotente y que las cosas debe llevarlas más allá, y eso hace en “Runaway”, la mejor canción del disco, una seductora oda a los douchebags, assholes, scumbags y jerkoffs, o sea por todo el mundo (Kanye incluido), por lo cual reiteradamente se celebra un merecido brindis; la procacidad que acompaña todo el disco está, como no, en esta maravillosa canción, pero evocando un maravilloso contrapunto con la melodía y sentimiento que aflora en el tema. West no contento con la canción o con el disco hizo toda una película de 34 minutos de “Runaway” (filmada en las fabulosos entornos de Praga) donde un Fénix femenino aterriza sobre su lujoso motorizado, él se enamora de la antropomórfica ave, guiándola en su cotidianidad hasta que esta un tanto asqueada del mundo huye. El vídeo de la canción se concentra en una cena de lujo en un inmenso hangar donde la Fénix pasa casi inadvertido y Kanye toma el piano y se larga con la canción a cuestas acompañado de una extraordinaria compañía de ballet, otra vez haciendo gala de un sensacional contrapunto.
No cabe obviar la perversa, retorcida e hilarante “Monster” otra de las tantas cimas del disco donde quizás más sobresale el rapeo de Kanye y de sus lugartenientes Jay-Z y Nicki Minaj, ni “Hell of a life”, otro momento excelente donde Kanye rapea al ritmo del estribillo de la mítica “Iron Man” de los Black Sabbath: “Have you lost your mind?/Tell me when you think we crossed the line/No more drugs for me, pussy and religion is all I need/Grab my hand and baby we'll live a hell of a life”; nos hace saber su idea de una “Hell of a life” la cual es: “I think I fell in love with a porn star/And got married in a bathroom/Honeymoon on the dance floor/And got divorced by the end of the night/That's one hell of a life”.
Creo que el súmmum del deterioro de mi personalidad de metalero (autoparódico y vilipendiado, aunque todavía firme como un papayo) es la aceptación de que he quedado fascinando por un álbum de hip-hop, la evidencia es incontrastable, Kanye West ya está ahora en mi agenda de conocidos y inevitablemente cuenta con mi sentido aprecio, más allá de lo posero y traidor que pueda sonar. “My beautiful dark twisted fantasy” es un tremendo viaje de 13 canciones que quitándole el “my” es muy difícil de describir mejor que su autor, como algo hermoso, fantasioso, oscuro y sobre todo recontratorcido.
Joel y Ethan Coen se caracterizan por proponer un cine autoral que difícilmente se puede encerrar en claves de lectura o conceptos reductores como en el caso de ciertos de sus contemporáneos (Lynch, Kusturica, Almodóvar, Cronenberg, Egoyan, etc.). De hecho, a primera vista, se podría decir que la única marca común que se encuentra en su obra variopinta es que sus películas son buenísimas, requisito insuficiente para ser llamado “autor”. Para ello, la crítica y el análisis cinematográfico necesitan leitmotifs, obsesiones, autoreferencias, universos, etc. Al parecer, la apuesta de estos maestros, consiste en revertir el paradigma del “autor” como un renegado contra los géneros cinematográficos y el cine convencional.
La primera marca de su cine, y es imposible darse cuenta de ello tomando en cuenta las películas de manera aislada, es la voluntad de rendir un homenaje al cine mismo, al arte cinematográfico, a sus géneros, a sus clásicos, a sus fetiches y a sus divinidades. Cada filme que nos presentan representa una vocación (consciente o inconsciente, ¡qué importa!) de servir al cine más que servirse de él. Así, los amantes del film noir, del género policiaco, del cine de gangsters, de la comedia, del surrealismo, del realismo, etc., seguramente van a encontrar una o más pelis de los Coen que los van a interpelar.
Y, sin embargo, hay algo en esta obra, algo tan coeniano que no permite encasillar ninguna de sus películas en los cánones de los géneros arriba mencionados. No es fácil encontrarlo y es casi increíble que este misterioso elemento estructural se concentre tanto en propuestas como “Barton Fink” y “The man who wasn´t there” como en “Ladykillers” o “Raising Arizona”.
Después de darle vueltas y vueltas a esta obra sale a la luz la piedra angular que mueve el cine de estos singulares hermanos: la poética del error humano. Fue tras ver con sumo placer, y por tercera vez, la infravalorada “Burn After Reading” que tuve la revelación. Esta macabra historia, centrada en el corazón de Washington vestida con una traje burocrático-existencialista, nos regala un elenco de antología: John Malkovitch, Tilda Swinton, George Clonney, Frances McDormand y Brad Pitt, en uno de sus papeles más brillantes.
Quizás debido a que salió posteriormente a la ganadora del Oscar “No Country for old men”, esta joya pasó sumamente desapercibida y eso que, para algunos puristas (valga la diplomacia), se trata de un legado aun mayor que la acreedora de la estatuilla. En todo caso “Burn after reading” nos muestra imagen tras imagen, la quintaesencia del cine de estos hermanos que es uno de los mayores aportes a las artes audiovisuales de nuestra era.
Así como nos hicieron vivir la glamorosa locura de Los Angeles en “The big Lebowsky”, el frenesí capitalista de Nueva York en “The hudsucker proxy” o el spleen monocromático de Fargo en “Fargo”, en esta ocasión nos transportan a la capital de los USA – es menester resaltar la fascinación que tienen estos directores por recorrer su país de origen en su travesía por el universo del cine –. Malkovitch, viejo funcionario de un servicio de inteligencia se ve desempleado por su dipsómano afán, su infiel e inescrupulosa mujer quiere el divorcio y una justa separación de bienes. En una confusión informática, un disco con información secreta cae en manos de un asistente de gimnasio que no está dispuesto a salir sin una tajada del asunto, acompañado por una señora solitaria y, en apariencia, inofensiva. Toda la trama ya está planteada, la película de espionaje perfecta está sobre el tablero y el espectador se sienta esperando el giro maestro. Pero (esa es la palabra que marca esa tendencia narrativa y estética en la propuesta coeniana) lastimosamente las cosas en la vida real, como en el cine de este par, no son siempre tan perfectas, los giros no son tan maestros, tan matemáticos, las mentes no son tan brillantes, las historias de unos se cruzan con las de otros, las consecuencias de los actos son imprevisibles por el actor de los mismos, el ser humano es débil, caprichoso, egocéntrico, inseguro, coqueto y, la mayor de las veces, estúpido. Pesimista perspectiva antropológica pero suficiente como para servir de base para una creación sublime (recordándonos la contrahecha humanidad que embellecía un tal Velásquez).
Una vez planteados los personajes, el suspenso y la tensión narrativa, las cosas empiezan a desencadenarse de una manera muy poco probable para un esquema narrativo clásico pero no para la vida tal y como es y, menos, para estos dos conocedores de la esencia humana. Sin entrar en detalles, “Burn after reading” se burla, de una manera genial, de los servicios de inteligencia: de su proceder, de su confiabilidad en una época no apta para guardar secretos (no me voy a prolongar recordándoles Wikileaks). Sin artificios, plantean la (considerable) posibilidad de la injerencia del error, de las pasiones, de los irracionales consejos del bajo vientre, en los procedimientos institucionales más oficiales.
Revisando “Blood Simple”, “The Big Lebowsky” (casi un remake alucinado de “The Big Sleep” de Howard Hawks) y otras películas de este maravilloso corpus, se puede reconocer la pasión que tienen los Coen por el film noir, en el sentido ortodoxo del término. A veces, se deja ver, en sus historias, una obsesión por encontrar variaciones a las estructuras del género. Una de esas “estructuras” de la narrativa noir es, indudablemente, la femme fatale: esa mujer que deviene, por su belleza, sus encantos y el poder que aquello le otorga, en aquella emisaria de la fatalidad para ella misma y su entorno. En “Burn After Reading” esta experimentación narrativa alcanza niveles sumamente inesperados y nos presenta a Frances McDormand (que ya nos había mostrado algo de esta faceta en su tierna juventud en la opera prima de los hermanos) encarnando a una femme fatale inédita en la historia del cine y que, sin embargo, cuela perfectamente con el rol estructural de este paradigma: su ambición, su vanidad y su egoísmo, sirven de motor narrativo para los sucesos nefastos que acaecen. Cincuentona en búsqueda de ese quimérico self-respect, valor tan caro para una sociedad en exceso competitiva, se ve en la situación perfecta para mover los hilos a su favor y lo hará con la misma frialdad que una Ava Gardner, Jane Greer o Lauren Bacall en aquellos memorables clásicos del género.
Fatih Akin, tiene dos facetas como director de cine: la de hacer dramas descarnados de altos quilates o la de proponer comedias facilonas y carismáticas, en ambas vetas el talentoso realizador turco/alemán sale airoso. “Contra la pared” (Gegen die Wand) o “Al otro lado” (Auf der anderen Seite) son del primer tipo, contundentes dramas, con la tragedia merodeando cada esquina del relato, dignas representantes en cualquier festival de primer nivel. “In July” o “Soul Kitchen”* -su último filme- son del segundo tipo, comedias resultonas que a base de personajes principales y secundarios bien construidos, embelesan al espectador en su lógica de fábula moderna. En cualquiera de sus facetas, el cine de Akin recurre al destino mágico o a la coincidencia excesiva, utensilio cinematográfico del que por ejemplo abusa con poquísima fortuna el español Julio Medem en películas como “Lucía y el sexo” o “Los amantes del círculo polar”.
Akin, también, hace del destino uno de los motores de su cine, pero sus dotes como realizador le permiten dotar a sus películas de un carisma y un refinado envoltorio que las salva de ser tildado de como un guionista barato. No es la excepción su último esfuerzo, “Soul Kitchen” la cual nos cuenta las tribulaciones amorosas y laborales de Zinos Kazantzakis, un griego/alemán, que regentar un restaurante homónimo al título de la película.
La historia es sencilla y previsible, pero el camino o el envoltorio que elige Akin para narrar la historia, le permite un resultado más cercano al triunfo que al fracaso. Su manejo de las imágenes, su elección de la música, la empatía que te crean los personajes principales, la diversidad de las bellezas de las actrices, las actuaciones y el mismo humor, aunque en ciertos casos demasiado reiterativo, consuman una película con pocas pretensiones, pero con óptimos resultados en su vena de comedia fácil, pero con una calidad y, reiteramos, un carisma que está a leguas de lo que sería en lenguaje hollywoodiense una comedia romántica.
No es habitual que un director se desenvuelva con igual soltura géneros tan antagónicos como los que maneja Fatih Akin, y lo cierto es que se agradece que así lo haga, intercalando en su filmografía películas ganadoras del Oso de Oro como el dramón “Contra la pared” o prodigando risas y buena onda como en su última “Soul Kitchen”, ahora es el turno de una tragedia, la cual estaremos esperando ávidamente dado que éste es hoy una de los directores más prominentes del cine mundial.
*"Soul Kitchen" se está exhibiendo en La Paz y en toda Bolivia en el marco del Festival de Cine Europeo 2011
El pasado 26 de septiembre, se presentó en el teatro 6 de agosto de La Paz, la legendaria banda de death metal sueco Hypocrisy. La espera de la mentada agrupación se remonta a muchos años e incluso décadas. Sí, durante muchos lustros temas como “Pleasures of molestation” fueron y son himnos en el underground paceño. Al recordar las viejas andanzas en la Roquerón, Tejada Sorzano e/i/o/u Hotel Milton, siempre viene a la cabeza la despiadada canción.
En las preliminares, nos tocó atestiguar (cabría otro artículo sólo respecto a ese punto, enfocándolo como un tema clínico) la peor organización de la historia de un concierto de rock desde las épocas de Jabba the Hut hasta hoy. No hay palabras para describir la maraña de estupideces que llevaron a las huestes de nobles metaleros a ser gasificados por las fuerzas de Cobra, sin haber hecho ningún mérito para merecer semejante castigo. Gracias a Dios los metaleros son gente de paz y de bien, no como los fans del pop o de la trova que, a mi juicio, no hubieran soportado ese suceso sin, mínimo, heridos. Sólo créame lo siguiente: un niño de ocho años con una vivacidad mediana hubiera organizado los mecanismos de ingreso al concierto de mejor manera. La inteligencia humana es sorprendente, sin embargo, a veces, la estupidez se encarga de sorprender aún más. A pesar de eso, fue grato y sospechosamente onírico ver a toda la vieja (vieja) escuela de metal paceño, firme como un queso, esperando a sus viejos ídolos; cuerpos maltrechos emanados de la tumba salieron a la luz para ver a los titanes suecos. Un aire de viaje en el tiempo se apoderó de la gasificada 6 de agosto.
Vivos, aunque lagrimeando un tantín, los presentes nos dispusimos en el solemne teatro y empezaron los azotes. Los gigantescos vikingos (parecían un grupo de nazguls rockeando en la comarca) hacían ver pequeño el escenario. Sus notas torturadas cubrían todo el ambiente, hipnotizando y castigando a los estupefactos oídos de la audiencia andina. Aparte de unos pocos temas del nuevo y promocionado álbum “A taste of extreme divinity” y un jugoso cover de Slayer (“Piece by piece”), los cuatro jinetes nos regalaron versiones realmente abductoras de “Fire in the sky” o “Let the knife do the talking”. Sin embargo, para deleite de la audiencia, no se cortaron con los clásicos noventeros que venimos esperando desde la pubertad: “Apocalypse” fue probablemente el clímax del concierto. “The fourth dimension”, “Killing art”, “Coming Race” y “The Final Chapter” (clásico con el que regresaron en su primer bis) llenaron las expectativas de la voraz audiencia y la hipnotizaron: “Scream for me La Paz, now I will scream for you” fueron las palabras de Peter Tägtgren antes de espantarnos con un alarido de esos que sólo él puede dar, poseso por una serpiente mítica, estremeciendo las paredes del recinto. “Pleasures”, contrariamente a lo que se pensaría, no fue de lo más impactante y se nota que, en vivo como en estudio, la propuesta de Tägtgren desde el “Fourth dimension” hasta el “Final Chapter” es la más fina para escuchar y contiene los más grandes clásicos de la banda y del género.
El grupo se dio íntegro, cerrando la apocalíptica ceremonia con “Roswell 47”, en una versión sumamente brutal pero limpia, más limpia aún que en el disco: un verdadero deleite para un viejo corazón metalero. Todo terminó y, como siempre, ante el epílogo de un BUEN concierto, nos fuimos con los cuellos macurcados, a dormir a casa, a dormir como bebés.
Siempre quedará el recuerdo y la admiración a estos titanes del rock pesadísimo, a estos profetas del satanismo alienígena (¿alienismo satanígena?), que vinieron con una avalancha de bulla y buena música sin importar los 3600 metros sobre el nivel del mar, a comprobar que su música cala hondo hasta en el extremo occidente, donde se los recibirá aún mejor la próxima vez.
1. El monstruo/la ciudad.
“La Paz, 1980…Metrópolis erguida sobre un vertiginoso valle interandino surcado por un río que antaño era un río de oro y le daba su nombre críptico a la población que allí habitaba…un río que carga sobre sus sórdidas aguas todas las frustraciones, penas e inmundicias de una urbe pervertida…un misterioso río llamado Choqueyapu”. Así comienza la novela gráfica El monstruo del Choqueyapu de Diego Loayza, Mario Piñeyro y Cristian Vidangos. El héroe del relato tiene un entorno específico y esencial: la misteriosa ciudad de La Paz.
2. El formato/la novela gráfica.
Esta renovadora mirada sobre nuestra “realidad” se vale de una herramienta esencial: el humor. Este sentimiento permea toda la novela como un hálito de cobijo e iluminación. En El monstruo del Choqueyapu, el humor tiene una capacidad esclarecedora. Permite mostrar cómo somos. Desde el humor se desnudan nuestras ficticias instituciones y roles. Desde el humor, se ponen en cuestión los valores que hemos adquirido y los actores que hemos construido. La policía, los periodistas, los artistas profesionales, los políticos. Sin embargo, el humor en el monstruo no es solamente un proceso epistemológico, es también una fuerza redentora que arranca carcajadas sinceras. “Científicos aíslan el gen cochabambino” leo en un periódico de El monstruo del Choqueyapu y me cago de risa en el minibús, en medio de la trancadera. Me olvido de toda la tensión que implica habitar esta ciudad. Esta novela gráfica logra ese seductor hechizo del arte: provocar risas que te permitan mirar la vida desde otra perspectiva y entibien el duro tránsito por estos caminos. “El suicidio es una enfermedad de la ciudad” dice De Santis. Si le creemos, El monstruo del Choqueyapu es un bálsamo perfecto para re habitar La Paz sin perder la carcajada y el cariño por ella.
“Recordé unas frases que escribió Borges en su juventud: 'Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar que aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin.' ” Enrique Vila-Matas, Doctor Pasavento
“Los españoles son de esa clase de gente que se cree que por repetir una y otra vez la misma cosa al final acaba siendo verdad.” Enrique Vila-Matas, El Mal de Montano
"Lo apocalíptico es un señor o un sentimiento muy informal, que no merece tanto respeto." Enrique Vila-Matas, Dublinesca
Enrique Vila-Matas es un escritor, o mejor dicho un obseso, o aun mejor dicho, en jerga de fútbol argentino, un funebrero, resumiendo un escritor obsesionado en escribirse en funerales, o al revés un enterrador obsesionado en enterrarse en la literatura, cualquiera de las fórmulas funciona ya que Vila-Matas es una cinta de Moebius o una pintura de Escher, donde la cinta, o las escaleras, o Enrique siempre vuelven sobre si mismas, que son la literatura, los escritores, las obsesiones, las sepulturas y los sepultureros y es por eso que con su última máscara del editor retirado Riba en su última novela Dublinesca (2010) va en busca de otro episodio luctuoso, el entierro de la Galaxia Gutenberg obviamente en clave joyceana verbigracia del título del libro. Riba pretende enterrarse en el mismo funeral de la Galaxia Gutenberg, como Rosario Girondo pretende curarse del mal de Montano, de ese mal de literatura, a través de la escritura, o como el Doctor Pasavento pretende disolverse y desaparecer como el lenguaje y las letras en los microscópicos microgramas de Walser, y si al final el desvanecimientos, la enfermedad y el deceso, son partes o directrices de esa culminación que es la muerte, esa irrenunciable pugna que sostenemos con el tiempo y con la memoria y con el libro, ya que como dijo Borges la prótesis de la memoria es el libro, por ende la literatura, donde Vila-Matas libra sin escatimar en ahínco y denuedo su obsesa batalla entre la vida y la muerte, entre la memoria y la desaparición, entre la catarsis liberadora y la autoimpuesta y autoparasitaria esclavitud.
Dentro de este redundante mapa, existe siempre la noción de viaje, sea este real o mental, sea el destino Nueva York, Valparaíso, Lyon, Herisau, la sempiterna Barcelona París, o Dublín, la travesía es un algo intrínseco en las letras de Vila-Matas, que viaja a de escritor a escritor, de cita a cita, de memoria a memoria, de ciudad a ciudad, intercalando entre todos los anteriores con encantadoras asociaciones que lo llevan de la de una mera botella de agua a Molly Bloom, como el lo dijo en una entrevista, a través de n pasos de asociaciones relativas a su incurable enfermedad: la literatura. Quizás la única vía que Vila-Matas halla para purgar, o para curar ese mal, esa enfermedad, es aniquilarla, buscar la catarsis a través de enterrar, sepultar a la literatura y por ende suicidarse en cada intento y resucitar al siguiente, con otra máscara, en otro versión del obituario, igual de enfermo, igual de obseso, con la misma enfermedad, con idéntica obsesión.
Dublinesca presenta a Samuel Riba, el último editor literario, que provocado por una discusión con sus padres trama un viaje a Dublín aprovechando de honrar el sexto capítulo del Ulises de Joyce, para elaborar el sepelio de la Galaxia Gutenberg, aprovechando en el ínterin brindar un homenaje a la amistad, a Irlanda y a sus próceres literarios Joyce y Beckett, a la evaporación alcohólica en un país esencialmente alcohólico, al tránsito de un mundo (el del papel y la imprenta) a otro (el del ordenador y google), al salto de lo francés a lo inglés, a los fantasma y al inasible y espectral escritor genial, y a su profundo e incomprendido amor por Celia su budista esposa, y a tantas otras cosas, mientras en su cabeza día a día se teje una telaraña insondable al igual que a Spider, ese ensimismado personaje de la película homónima de Cronenberg; finalmente toda la confabulación de Riba no es otra cosa que un ejemplar suicidio, al mejor estilo de Vila-Matas, o sea otro episodio de ese diario que es la gran parte de su apasionante carrera de escritor.
Antes de empezar a escribir este texto escuchaba, muy a lo Vila-Matas “Downtown Train” de Tom Waits, releyendo algunos pasajes de algunos de sus libros anteriores en los cuales por más que utilice miles de disfraces, o abanicos de géneros, o pléyades de citas, siempre termina desenmascarándose, él nos dice en El mal de Montano: “Es bien sabido que no hay mejor forma de liberarse de una obsesión que escribir sobre ella” (E.M.D.M. 117), ese es Vila-Matas para quien la literatura es un viaje sin punto y aparte que lleva a esa callejuela, que parafraseando a Doctor Pasavento, es el mejor atajo que conoce para llegar a la misteriosa calle única de su vida (D.P. 368) y donde cada libro es un finado que como dice el poeta sirio-libanés citado en la misma novela “A todos esos muertos a nuestro alrededor, ¿dónde sepultarlos sino en el lenguaje?” (D.P. 40). ¿En qué otro cementerio podría sepultarse ese obseso de don Enrique?
La música es el lenguaje universal – el significado del universo – y el nexo invencible entre nuestro mundo y orbes más diáfanas y sutiles. A la vez código y sensación, ordenadamente caótica, caóticamente estructurada, domadora del tiempo y de todas sus bestias, la música, como el fuego, vive de su propia extinción.
Ligada a la especie como la facultad de erguirse, hablar o domesticar(se), la música, como hecho social, trasciende las diferencias interculturales y parece comunicar con símbolos más antiguos que el lenguaje mismo, más antiguos que la encarnación. Su ligación al tiempo como plataforma para desplegarse en tanto unidad, le otorga características que se hacen incomprensibles para la razón lógica. Esa paradoja, esa tensión entre la unidad y la multiplicidad que se alimentan mutuamente, hacen que, a pesar de poder ser estudiada como una ciencia exacta y apoyándose en los instrumentos de la física, la raíz de la música, su origen profundo, no puede ser sino mágico-religioso. Vislumbro un grupo de homínidos en la noche de los tiempos, sacudiendo el cuerpo, percutiendo una cosa de la naturaleza contra otra, como una prolongación del cuerpo, hasta encontrar, en un trance incomparable, repeticiones, cadencias. De repente, los horribles movimientos inarticulados se transforman en baile, los cacofónicos golpes, en ritmo y el grupo de homínidos ya no es el mismo, ahora vislumbro ángeles y genios que los cabalgan y les encienden los ojos a un universo que se enciende también con ese acto. Los cuerpos, súbitamente, aparecen como prolongaciones del alma. Como una chispa del sol de medianoche que palpita en cámara lenta, en concordancia con los golpes que las sobreexcitan, las siluetas se mueven a pesar de ellas: por primera vez se han encontrado el espíritu y la materia. A partir de ahora la materia será espiritual y el espíritu material, a partir de ahora la vida será la vida y el tiempo será el tiempo.
Tantos años después, no se puede sino constatar que la música es tan vital como el agua dulce o el sueño para nuestra especie. ¿Por qué? Quizás, como el sueño, es una reminiscencia necesaria de los tiempos en los que sabíamos volar, recuerdos de cuando éramos uno. Esa memoria que se contiene en la música es un puente para superar las inmensas barreras socio-culturales que se han desarrollado con la difusión y nos han diferenciado, esa memoria nos recuerda que somos una especie y que esa especie está posesa… por un genio musical.
¿Qué tendrían que ver entre sí un blanco cafeinómano de Missoula de raíces protestantes con un jamaiquino marihuanero de origen rural? Muy poco o nada. Excepto que comen, cagan, duermen, hablan y aman la música. Y la música, en este valle de lágrimas, es la palestra para ejercer la más pura libertad y es el ángel que nos permite desplegarnos en los vertiginosos terrenos de la belleza inmaterial - no se trata de un sentido figurado en absoluto sino que, efectivamente, el terreno emocional de la música es el del vértigo y no es casualidad que el oído sea y el sentido musical y el del equilibrio -. Experimentadores incansables, tachados de genios por algunos y de dementes por otros, David Lynch (1946) y Lee Scratch Perry (1936) han consolidado un sirwiñaku musical sin par, dándole así continuidad a su onírica trayectoria. Sí, onírica a más no poder, ni en uno de esos afiebrados sueños chapareños, me hubiera imaginado al mago del cine Lynch junto al sacerdote de la música dub LSP jameando, tejiendo sonidos etéreos… y, pensándolo bien, la combinación es perfecta.
Con esa conciencia de que la música es una alfombra voladora que nos hace viajar, invito al lector a escuchar estas notas de estos dos viajeros trabajando juntos para el placer del oyente: Dubblestandart meets David Lynch and Lee Scrath Perry.
Hay hitos en la vida que trastornan la percepción que de ahí en más tendrás de la misma. Estos acontecimientos decisivos, que vivirán como tatuajes en la existencia de uno, suelen ocurrir durante la niñez, cuando aun somos un barro muy maleable. Puedo recordar el ver aluciando en el cine “The Return of the Jedi” con 5 años, o asistir con 7 años al decisivo partido entre Bolívar y Petrolero de Cochabamba en un atestado y lluvioso Hernando Siles, eventos que marcaron para siempre mi relación con el cine y con el fútbol. También en esa época de descubrimientos y vivencias indelebles evoco un día cualquiera a los 6 años en el que mi padre regresaba de viaje y después de desempacar se dirigió al tocadiscos y puso un vinilo que sería el hito de toda mi historia musical desde entonces. El disco era “Piece of Mind” de Iron Maiden y el tema “Where Eagles Dare”, maravilloso himno de la banda con la que se abre ese memorable álbum. Mi viejo había estado en Nueva York y, con un amigo pasaban por el Radio City Music Hall y vieron que tocaba en vivo la banda Iron Maiden que sabían había hecho sensación en el último Rock en Rio. Ingresaron por curiosidad y presenciaron el fabuloso concierto, mi viejo compró el disco e imperceptiblemente estaba modificando los derroteros de mi vida.
Estamos hablando de hace 25 años atrás, y hoy me encuentro con que Iron Maiden, la banda más importante de mi vida y con la que más tiempo he “perdido” escuchando, ha sacado su 15º álbum de estudio “The Final Frontier”. 25 años es mucho tiempo, es lo que duran las bodas de plata con la vida, y lo cierto es que las circunstancias de uno en ese lapso de tiempo cambian y mucho. Escuchar un nuevo disco de Maiden no me provoca la misma emoción que hace cuarto de siglo, o que hace 15 años, pero a su vez es un evento que me convoca, que me exige otorgarle atención y por qué no decirlo, me acarrea cierta excitación.
La era de gloria e inspiración absoluta de Maiden fue entre 1980 y 1988 cuando en tan solo en 9 años produjeron 7 discos que contienen lo mejor de su obra, con sus tres trabajos magistrales que, a mi parecer, son “Piece of Mind” (mi experiencia maidenera primigenia), “Somewhere in Time” (el mejor disco que he escuchado en mi vida) y “Seventh Son of a Seventh Son”. Pasada esa era dorada son muchos los altibajos y etapas las de la banda británica: la ida del guitarrista Adrian Smith y la consiguiente grabación de peor disco de la Doncella de Hierro “No Prayer for the Dying”, luego Blaze Bayley reemplazaría a Dickinson con dos discos llenos de canciones muy rescatables, después regresarán Bruce Dickinson y Smith a su casa para lo que Maiden nos otorgó una joya de madurez que es “A Brave New World”, luego vinieron tres grabaciones incluyendo el “The Final Frontier” que si bien no gozan de momentos deslumbrantes tienen momentos elogiables que hoy todavía causan ese emoción que sólo provoca el aura y sonido Maiden.
Muchos años han pasado, pero creo que no tantos para Maiden, que sigue siendo la misma banda, identificable desde sus inicios y con música de muy alta calidad pese a los 3 cambios de cantantes y otros cambios de integrantes, a los diferentes sonidos que han experimentado o al devenir de la industria musical durante tres décadas. Mientras tantas bandas han sucumbido en sus propias trampas de egos, en su sequía musical y creativa, en sus tentaciones innovadoras o en sus traiciones idiosincráticas, Maiden no. La banda hincha del West Ham United ha cambiado muy poco desde sus inicios y jamás ha dejado de reconocerse como Iron Maiden, y creo que en su caso es algo muy bueno, no por tozudez, falta de horizontes musicales o fundamentalismo recalcitrante sino por hacer de esa esencia/sonido/presencia/estética inconfundible un logro a prueba del tiempo.
No sé cual será la frontera final de Maiden y de su insigne bajista Steve Harris, ya que su vocación de hacer música con su banda parece inagotable, así como esa fiebre de estar en la carretera tocando en directo noche tras noche. Quizás la frontera ya la cruzaron hace muchos años, pero no lo parece; si bien no gran inspiración, hoy todavía se siente en Maiden vivacidad y pasión por tocar y crear más heavy metal. Sus fans oscilan entre metaleros ajados de 50 años con ajustados y negros jeans levis, blancas cañas reebok y chamarra o chupa de cuero negra con largas melenas y entradas considerables blanden su cabellera cantando “Manowar, Manowar, living on the road” en el mitiquísimo Excalibur vallecano, así como quincerañeros presentes en sus conciertos con frondoso acné, adictos al internet y al ipod y que no saben de la existencia de un soporte musical conocido como acetato o vinilo -intuyo que me encuentro en el ecuador de esos dos tipos de fans-, todos nosotros admiradores de Eddie y de la banda que representa esa legendario monstruo.
Hace algunos años atrás, en las Ventas en Madrid, con 25 años me tocaba ver por primera vez a Iron Maiden con Bruce Dickinson como frontman, la fortuna permitió que entonaran uno de mis himnos favoritos, la inconmensurable y encantadora “Revelations”; escuchar en vivo esa canción era uno de los sueños que tenía desde pequeño, creo que en ese momento parecía cerrarse con perfección el círculo y el idilio que he vivido con Maiden, pero con ellos cerrar círculos, delimitar fronteras o dictar finales es una tarea casi imposible, lo que hace la aventura más fascinante aún, ya que Iron Maiden siempre será un fiel compañero de viaje, un hito existencial, al que uno siempre puede recurrir descubriendo o evocando temas y temas de su cuantiosa, inacabable y única leyenda.