La llegada de la obra de Oswaldo Guayasamín al museo paceño Tambo Quirquincho es un hecho de enorme relevancia para los oriundos de esta parte de los Andes, dado que el legado de este coloso, maestro entre maestros, es una de las muestras más importantes del modernismo latinoamericano y universal. Esos terribles y gigantescos lienzos extraídos de la serie “La Edad de la Ira” no tienen precio y han pasado a formar parte de esas obras – como las de un Brueghel, un Soutine o un Dix – que hacen contrapeso a toda la injusticia, monstruosidad, crueldad y vileza de nuestra especie, le llegue o no un Juicio Final.
En una de sus numerosas exposiciones en España, el quiteño se declaró amante y seguidor de la tradición pictórica de la península, haciendo hincapié en las obras de El Greco, Goya y Picasso. Si a ellos añadimos el dominio del claroscuro del maestro flamenco Rembrandt y una sobredeterminación del espíritu indio de los Andes, marcado por una paradójica mezcla entre la intensidad de un grito ensangrentado y la paciencia atemporal de la piedra, obtenemos esta obra fuera de serie, carne viva del alma humana, signada por ese nombre que resuena como eco entre estas montañas descomunales de la cordillera: Guayasamín.
La condición carnal de la existencia como fuente implacable de dolor y desdichas no conoce, en la pintura occidental, expresión mayor que en la obra de este maestro espatulista, - exceptuando a algunos casos, equiparables en este aspecto puntual, como Bacon, Vandercam o Baselitz –. Sin embargo, su condición, andina, le permitió explorar esos temas de carácter universal desde la cosmovisión de su tierra natal, lo que la hace esencialmente diferente a la tradición expresionista – que es la más próxima a describir su obra en los cánones occidentales – o a la impresionista y post-impresionista. La capacidad sintética de este hombre, heredada de sus raíces, logra una conjunción perfecta entre el carácter analítico del impresionismo o del cubismo picassiano y la intensidad intuitiva de los maestros españoles o los expresionistas alemanes. Los espacios y el cuerpo, la luz y sombra perfectamente delimitados se organizan en un todo de una emotividad implacable y no verbalizable, más-que-racional, empero poderosamente significativa.
El famoso debate europeo-norteamericano sobre la figuración y la abstracción no encuentra fundamento en la obra de Guayasamín donde la preponderancia del cuerpo figurado no niega la capacidad de abstracción, como en la etapa tardía de Picasso, ya que es a través de la visión del cuerpo, de la posición ante él que se llega a la abstracción. Por ello hablamos de trans-figuración del objeto figurado, cuando en el caso del irlandés Bacon hablábamos de abstracción por exceso de figuración (ver
http://el-lar.blogspot.com/2006/12/sobre-la-abstraccin-del-movimiento-en.html). El sentido bíblico de la transfiguración obedece a una ley contradictoria: se refiere a metamorfosear, cambiar; pero con fin de encontrar y exteriorizar la verdadera esencia, previamente latente y escondida. Paradójica metamorfosis hacia la ipseidad. Así hace Guayasamín con su interpretación inalienablemente personal del humano; lo trans-figura en pos de encontrar su verdadera esencia, marcada por el cruel e implacable paso del tiempo. La nueva humanidad de Guayasamín en poco se parece a la humanidad aparente, tampoco obedece a la visión realista o a la versión depurada del clasicismo, menos a la posición contemporánea, impuesta por los imperativos del mercado mundial de identidades, despoblada de alma y mirada. El cuerpo en Guayasamín es un medio para asentar la representación de algo más: la carne deviene en encarnación; la mirada en interioridad profunda y las manos en plegaria desesperada.
Es, quizás, en su trato de las manos donde el maestro concentra la fuerza máxima de su expresión y sintetiza su visión del arte, su visión de lo abstracto y de los límites de lo figurable: esqueléticas, entrecruzadas, expresivas y arbóreas, pétreas y tristes, llagadas manos reflejan la tragedia india de América y la angustia de una humanidad indefensa ante sí misma. Manos creadoras y destructoras, manos suplicantes ante el silencio divino, desolación de desolaciones; manos torturadoras y manos torturadas, humanos torturadores y humanos torturados, manos intensas plasmando con una espátula toda la espesura de la sustancia plástica en el sistema nervioso del espectador absorto; manos que atrapan miradas como una fuente de luz que atrapa insectos hacia la imposibilidad de sí misma.
El paso de Guayasamín por La Paz dejará una huella indeleble en la memoria retinal de sus habitantes conmovidos. El uso brutal y sin concesiones de blancos y negros sugiere sombras y luces en el Alma de nuestra especie, viva aún, en trance constante de morir. Espesos y violentos empastes que sugieren la omnipresencia de las montañas andinas no impiden que se vehicule, a través de ellos, una sublime ternura y una compasión sin igual por la humanidad; sufrida humanidad en busca de un refugio, de un descanso verdadero, de un alto a tanta sangre que se vierte en vano y hace llorar a los ángeles tutelares y a los espíritus ancestrales, heridos por el Mal que hacen los hombres. El paso de Guayasamín por La Paz quedará como un tatuaje en el espíritu sensible, asustará como fascinará, volverá en sueños como vuelven las entidades que yacen más allá del tiempo y, sobre todo, nos recordará con dolor y júbilo de la triste condición que nos hace humanos: la de lastimar y ser lastimados, la de amar profundamente, la de tener que morir y ver morir.