jueves, noviembre 25, 2021

Una vida Maradona

 


“¡Dios ha muerto!”
Friedrich Nietzsche, La Gaya Ciencia

 

       Mi hermano que nació en 1980. Iba a llamarse Diego Armando, pero resulta que mi primo, hijo y nieto de Armando, estaba también en la labor de ver la luz, y mis padres dieron un cambio de marcha y llamaron al benjamín Diego Andrés, cuando incluso si llevaba el nombre pretendido ya tenía un padrino de ropa deportiva hasta los 18 años: un amigo argentino de mi padre llamado Juan Verna.


       En mis primeros derrapes con el lenguaje y con las revistas deportivas, de la mano de mi madre, identificaba a los ídolos que aparecían semanalmente en las páginas de la revista El Gráfico y me permitía reconocer y proferir “Madadona Petiso”, junto a “Ymmy Tonitos” (Jimmy Connors) y otros.


       En los albores del México 86 mis padres viajaron y quedamos a cargo de mi abuelita Gilda, por lo que aprovechando la indulgente bondad que solo ostentan los abuelos, yo fingía fuertes dolores estomacales para faltar al colegio los días estratégicos: cuando jugaba el grupo de Italia, Argentina, Corea del Sur y Bulgaria, con el enorme plus de la emisión de los primeros capítulos de los Transformers. Fueron días maravillosos donde echado en la cama “convaleciente” me deleitaba con las vicisitudes de Decepticons y Autobots, pero sobre todo iba contemplando detalles alucinantes (sin entender la magnitud de los mismos) por parte de un Maradona, que partido a partido se iba erigiendo en la máxima deidad del universo fútbol. Ya en diálogos escatológicos, Gaetano Scirea, capitán de Italia le pedirá a Diego una explicación de cómo hizo el gol que los dejó momificados tanto a él como al portero Galli.



      Dos hermosas e idiosincráticas visiones del fútbol se resumen en las declaraciones parafraseadas de Bobby Robson y Carlos Salvador Bilardo sobre el golazo del Diego en el Azteca, el Olimpo del fútbol mundial, ante Inglaterra. El primero ante la pregunta ¿qué opina del primer gol (la mano de Dios)? Respondió, que voy a decir del primero después de haber contemplado el segundo. Bilardo, pincharrata de cepa por el otro lado, ante la pregunta ¿fue el mejor gol que vio el su vida? Dijo, no, el segundo, el mejor fue el de Verón contra el Palmeiras en la final de la Copa Libertadores. Evocando todo esto, qué lindo era aquel fútbol cuando no había VAR y los estadios reventaban con hasta 100 mil personas.


       El Cine La Paz era una de esas viejas y hoy desparecidas salas del séptimo arte en la calle Ayacucho, en pleno centro de la ciudad, que fue donde mi hermano Diego Andrés y yo, fuimos a ver la película “Héroes”. Nuestro Virgilio fue el abuelo Lucho, quien no era precisamente el más devoto del balompié de la familia, pero que nos guiaba en el ecléctico mundo del celuloide que oscilaba entre “Full Metal Jacket” a la mencionada obra futbolera. El filme celebra la épica con una cinematografía a la altura de la gesta maradioniana, creando por un instante furtivo un magnífico idilio entre el fútbol y el cine, dos gigantescos fenómenos populares del siglo XX que no han tenido una comunión muy fructífera. Ese episodio, acompañado de los sonidos de “Me das cada día más” de Valeria Lynch y “Special Kind of Hero” de Stephanie Lawrence, selló un vínculo inseparable con Maradona.


       Cuando apenas se veía un partido en vivo por semana, contemplar al minúsculo Diego superar con su Napoli, un pequeño equipo del sur de Italia, a las gacelas holandesas (Van Basten, Gullit y Rijkaard) del Milan y a los tanques alemanes (Matthäus, Klinsmann y Brehme del Inter), era presenciar atisbos de que las proezas y los milagros existen.



       En un verano italiano/invierno paceño, ocurrió uno de los partidos más injustos de la historia del fútbol: Brasil vs. Argentina de 1990, triunfazo de la albiceleste con un gol de Caniggia elaborando una hermosa gambeta larga tras una magistral jugada de Maradona que arrastró a la mitad del equipo brasileño para habilitar a su compañero con la de palo, cuando su izquierda parecía una pelota de tenis por la hinchazón del tobillo. Recuerdo festejar desaforadamente dicho gol ante la enfurecida y confusa resignación de los brasileños y sus seguidores.


       Cuando Bolivia henchía el pecho de orgullo al jugar USA 94, en Boston tuve la maravillosa fortuna de ver en directo el último gol y el último partido de Diego calzando la albiceleste (Grecia y Nigeria, respectivamente). El gol fue un poema colectivo/individual y el festejo un exorcismo icónico. La imagen de la enfermera llevándose de la mano a Maradona es una de las postales más desgarradoras de la historia del fútbol, dejando huérfana a la Argentina, el mejor equipo del mundial, sin su máximo talismán y sin su sueño de alzar nuevamente la Copa del Mundo.


       En mi única visita en Nápoles allá por 1997, con mis tíos Armando y Rolando, le pregunté, de forma muy precaria pero inteligible, al taxista que nos transportaba ¿por quién había hinchado el día de Italia vs. Argentina de 1990? Él no quería responder, esquivaba la pregunta, hacía gambetas y digresiones, pero ante tanta insistencia por el aura que me provocaba estar en el Narazet Maradoniano, finalmente me respondió “Maradona” y todo quedó diáfano. 



       Ya con perspectiva, 1986 tiene las dos manifestaciones más grandes de la divinidad en esta tierra de mortales irredentos. El “Somewhere in Time” de Iron Maiden, que es un viaje hacia un éxtasis final en la majestuosa canción “Alexander the Great” y, por otra parte, el discurrir de Diego en las canchas de México durante el mundial, con 7 recitales que ningún futbolista, bailarín, funambulista, ser humano, titán, daimón o deidad ha llevado a cabo sobre la faz de la tierra. Para resumirlo: los 6 segundos del segundo gol contra Bélgica, una de las obras maestras de nuestra humanidad.


        Diego, que se enarboló a los estratos celestiales con el balón pegado a la siniestra y también bajó a deambular en el hades, fue tan lúcido y perspicaz, paradójico y contestatario, por ende y en términos nietzscheanos, humano, demasiado humano. Estas facetas se translucen tan bien en algunas de sus memorables frases como en el documental de Kusturica, “Emir, sabes qué jugador hubiera sido yo si no hubiera tomado cocaína” o su imborrable revelación en el partido despedida en la Bombonera: “yo me equivoque y pagué, pero la pelota no se mancha”. 


       Años después, gracias a la infinita acumulación de youtube, gracias a un link enviado por mi tía Marcela, puede ver el emocionante e inefable danza/calentamiento al son de “Live is Life”, del grupo Opus, antes de enfrentar y superar con el Napoli al Bayern en el Olímpico de Múnich en la Copa UEFA del 1989.


        Siendo parte de un lindo ritual de origen selvático pero en coordenadas urbanas, ingerí un poderoso brebaje amazónico, que me permitió ser parte de sensaciones e imágenes, que tras un vibrante trance por un agujero de gusano, apareció al final del túnel una deslumbrante luz que me encegueció y cuando mis pupilas se contrajeron y pude ver, se desenmascaró la efigie de Diego Armando.



       Como ante tantas causas de los menos fuertes, Diego encabezó un partido en favor de derecho de jugar donde naces, por ende en “la altura” de La Paz. Ese magnífico día me tocó conocer en el vestuario visitante al mismísimo Maradona. Al verlo me quedé petrificado, embelesado, embobado, mudo, en trance, sin capacidad de movimiento ni de proferir palabra, afortunadamente Guido, mi padre, canchero como viejo lobo de fútbol profirió “Diego, una foto”, Maradona se giró y se disparó el obturador y ahí quedamos plasmados junto a D10S mi amigo, también, Diego y yo. El Diego siguió y se marchó hacia el césped.


        Durante la pandemia webeando en la red, empecé a buscar datos de Maradona, de su etapa en Argentinos Jrs., y del partido que había enfrentado en esa época contra Bolívar en La Paz, y la joya que encontré fue una foto en la que aparecían dos de los 10 que más he amado en mi vida futbolística: Carlos Ángel López, capitán de Racing, y Diego Armando Maradona, capitán de Argentinos. Ambos finados podrán hacer paredes o concursos de tiros libres en los potreros de diferentes purgatorios y celestes cielos.

        La última semana, con una sensación un poco agorera en relación a Diego y su salud, me puse a escuchar uno de los tantos himnos que se le han dedicado, “La vida tómbola” de Manu Chau, donde en una frase tan llena de dolorosa y exaltada emoción reza “Si yo fuera Maradona, viviría como él”.

PD: La FIFA debería implementar en todos los partidos de fútbol, hasta por lo menos fines de 2020, 10 minutos de silencio en honor a Maradona.